En este artículo voy a hablar de la importancia de nuestro trabajo de observación y transformación personal a la hora de acompañar a la infancia, ya sea en el entorno del hogar o de la escuela.
La intensa vinculación emocional que hay entre los miembros de una familia hace que todo lo que sucede en la esfera del hogar tenga un impacto profundo. También el profesorado, especialmente si acompaña un mismo curso durante varios años, tiene una gran influencia sobre el desarrollo emocional de sus alumnos, pues se convierte en un referente cotidiano con quien comparten la mayor parte del día.
Las famosas neuronas espejo, aquellas que funcionan a toda potencia en la más tierna infancia, se encargan de que los niños reproduzcan todo aquello que perciben. La imitación del entorno es la base del aprendizaje, es mediante la repetición de lo que nos rodea que conseguimos comprender e integrar nuevas habilidades y conocimientos. Pero no sólo se imita lo que se ve, también se interiorizan actitudes ante la vida, prejuicios, miedos, hábitos, creencias y formas de abordar los problemas que se presentan ante nosotros.
Si somos personas que sabemos relajarnos, que disfrutamos de lo que hacemos, que vivimos desde la serenidad y el buen humor, que tomamos las dificultades con la calma necesaria para poder resolverlas, los niños que nos rodean estarán expuestos a estas cualidades y serán para ellos la normalidad. Aunque tengan un temperamento diferente al nuestro, podrán aprender a regularse mejor e imitarán, en la medida de lo posible para ellos, nuestras conductas.
Si somos personas impacientes, nerviosas, siempre pensando en los peligros que acechan en el camino, esto también afectará profundamente a los niños. Algunos mostrarán estos miedos desde el principio, reflejando y aumentando los del adulto. Otros, sin embargo, se rebelarán y con su conducta mostrarán justo lo contrario, pero en su interior sentirán la inseguridad, el miedo profundo a los peligros de la vida. Justamente para equilibrarlo, es posible que vivan su vida sin querer mirar los peligros, de forma incluso temeraria. Esto es tan solo una reacción al miedo interior, una necesidad de ir al otro extremo para conseguir llegar al centro, al punto medio.
Todo lo que somos y sentimos llega a los niños de forma directa, y tiene un impacto superior a cualquier cosa que digamos. Es inútil decir una cosa si con nuestra conducta estamos enseñando algo muy diferente. Como decía Emmerson; «Lo que haces habla tan fuerte que no puedo escuchar lo que dices».
Los niños son ese espejo en el que se refleja lo que vive en nosotros, ya sea positivo o negativo. Al ver una cualidad nuestra en ellos, tendemos a repetir nuestro diálogo interior, pero hacia fuera. Es decir, si yo siento pereza y no me lo permito y me juzgo por ello, cada vez que crea que mi hija está mostrando esta actitud, voy a llamarle la atención y a decirle todo lo que me digo a mi misma cuando siento pereza. Lo más curioso es que resulta difícil percibir que esa pereza también vive en mi, precisamente porque yo no me lo permito, y que mi hija está expresando lo que yo no acepto de mi misma.
Es decir, no sólo imitan y repiten lo que hacemos, si no también aquello que no nos permitimos, aquello que juzgamos de nosotros mismos. Les impacta lo que sentimos con intensidad, sea algo que nos negamos o algo que vivimos con plena consciencia.
Voy a explicarlo un poco más: los niños perciben cuando tenemos una reacción fuerte ante algo, ya sea porque nos encanta y nos identificamos con ello o porque lo rechazamos en los demás y en nosotros mismos. Al sentir esa reacción intensa, perciben que tiene importancia, y pueden actuar imitando nuestra reacción o yendo al extremo opuesto. Lo que imitan es la gran atención que damos a esa cualidad.
Por ejemplo, si yo veo que mis padres son muy ordenados, y muestran una actitud crítica ante las personas que no lo son, veo que este tema es importante y me voy a posicionar, ya sea repitiendo su conducta o rebelándome ante este extremo yendo al opuesto. Todo esto normalmente sucede de forma inconsciente.
Como comentaba antes, es posible que no nos demos cuenta de que están imitando una cualidad nuestra hasta que alguien nos ayude a verlo. Puede suceder, por ejemplo, que observemos que nuestro hijo es muy perfeccionista y no logre asumir sus propios errores sin dramatizar . Probablemente, si preguntáramos a un amigo si somos perfeccionistas nos diría que sí. O quizá es nuestra pareja o alguien muy cercano quien muestra esta cualidad de forma habitual.
En este caso concreto, lo mejor es poner nuestra atención en reconocer y celebrar cada error cometido, reduciendo la frustración y poniendo atención en resolverlo desde la aceptación, desde el reconocimiento del error como parte del éxito, como señal de que el camino trazado no lleva a buen puerto y que hay cambiar de ruta.
Eso sí, tiene que hacerse de forma genuina pues puede ser que con nuestras palabras le hablemos de la aceptación del error como camino, pero que mostremos frustración y enfado con nosotros mismos cada vez que nos equivocamos… En esos casos, no funcionará y es incluso posible que nuestro hijo lo vea y nos diga: «no seas tan perfeccionista».
La respuesta, como decía, está en observarnos, descubrirnos, aceptarnos y probar otros caminos. Y será a menudo a través del reflejo en la conducta de estas almas amorosas que podamos reconocernos.
Recuerdo que, en mi primer año como maestra, observé algo muy extraño. Cada vez que contaba un cuento, mis alumnos de cinco años levantaban las cejas una y otra vez, abriendo mucho los ojos. Y yo empecé a preguntarme si me estaban tomando el pelo. Creo que llegué a preguntarles por qué hacían aquel gesto y ellos no entendieron a qué me refería.
Un día, mientras les contaba el cuento, vi mi reflejo en la ventana, y casi me da un ataque de risa. Era yo la que, al contar los momentos más emocionantes de la historia, levantaba las cejas y abría los ojos con tanto énfasis que era imposible dejar de imitarme.
Ellos son un regalo, son la inocencia que imita y reproduce sin juzgar lo que somos. Nos ofrecen la oportunidad de vernos para tomar conciencia y decidir si ese reflejo es lo que queremos ser o queremos poner nuestra voluntad en transformarlo.
Y nuestra capacidad de elección y transformación será la más hermosa acción a imitar.
Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.
Autora del libro «Crecer para educar«
