Desempolvando estrellas

Niña jugando entre palomas

Cuando era pequeña y me preguntaban qué quería ser de mayor, yo respondía: “Enfermera, peluquera, cocinera, Teresa Rabal y Guillermo el travieso”…

De todo aquello me ha quedado una gran afición por las plantas medicinales, la alegría de invitar a mis amigos a cenar a casa, removiendo en el caldero cualquier plato exótico, mi faceta de cantante de bluegrass y copla (esto último es un secreto) y la gran travesura de ser una maestra poco convencional… Lo de la peluquería lo voy a dejar para otra vida, me parece.

Esta mezcla que somos todos, estas ideas, sueños y proyectos que tenemos de niños, son el tesoro más preciado que existe, es la guía interior que nos recuerda para qué hemos venido aquí y qué nos hace realmente felices… Y, sin embargo, a menudo muere a manos de los adultos, que nos enseñan qué es lo verdaderamente “útil”, qué es lo que nos hará ganar el pan de cada día, qué es lo que nos hará triunfar en la sociedad y alejar la pobreza y el sufrimiento… Y así nos convertimos en adultos desconectados, que no vibramos con nuestra propia vida, que esperamos el viernes como agua de mayo, y el verano como única salvación del tedio de nuestras vidas, la pareja como aquel que se ocupará de nuestra felicidad y la jubilación como un Edén en el que aburrirnos como ostras con un mojito en la mano.

Y por ello, desde aquí, me gustaría poder transmitir la importancia de preservar la conexión con nosotros mismos, el cuidado que la educación debe tener para acrecentar esta escucha interior y el descubrir de nuestros dones, de lo que nos hace felices, de lo que podemos aportar a la sociedad de forma genuina.

Es mi intención más profunda compartir con vosotros, padres, madres, maestros, abuelos y gentes del mundo un modo diferente de enfocar la educación, donde cada uno encuentre quién es y desde allí brille con su luz más potente, alumbrando un mundo más hermoso… Y para poder ayudar a nuestros niños y niñas en este proceso, antes tenemos la misión de descubrirnos a nosotros mismos y empezar a ser quienes somos. Empezar a ser, a estar presentes y a ser conscientes del vasto potencial que todos llevamos dentro, y acompañar a las estrellas que llegan a nuestras vidas a quitarse el polvo del camino.

Así sea.

Y aunque esto suene muy poético y nebuloso, espero poder acompañaros con descripciones claras y concisas, con maneras prácticas y lógicas de mirar a los niños con amor, que también significa poner límites y enseñar que la libertad de cada uno termina donde empieza la del otro.

Mil gracias por vuestro apoyo, vuestro cariño, vuestra escucha y comprensión.

Espero que os guste y que os sirva.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

El cuidado del otro

Barco de vela y ola de mar

Hoy quiero escribir sobre un tema que me parece muy delicado y necesario a la vez. Es una percepción que parte de mi experiencia personal y me toca profundamente, así que voy a poner toda mi atención en ser lo más objetiva posible.

Todo empieza por una sensación que me ha acompañado en algunos proyectos educativos, y también en las escuelas de meditación de las que he formado parte. Digamos que lo percibo de forma más intensa en proyectos que quieren manifestar un ideal en el mundo, y se puede dar también cuando uno intenta ser el padre o madre perfecto. Se trata del olvido de uno mismo.

Cuando nos mueven grandes ideales, a veces nos olvidamos de nuestras propias necesidades, y ponemos por delante todo lo que necesita el proyecto. En ocasiones, ponemos estos ideales por delante de nuestra familia, nuestras fuerzas, nuestra economía, nuestro descanso y nuestra salud.

Y, precisamente, es esto lo que hace que no podamos estar verdaderamente presentes y manifestar ese ideal en el mundo.

Es esa madre o padre que siente que tiene que estar presente a todas horas y responder a todas las demandas de su hijo, que no se puede permitir que nadie le ayude, ni abuelos, ni tíos, ni amigos, y acaba sin energía y dando a su hijo una presencia a medias y más de un grito por agotamiento.

Es ese maestro que se reúne con todos los padres y maestros que lo necesitan, llegando a casa a las tantas, sin poder atender a sus propios hijos, levantándose de madrugada para preparar las clases y llegando al aula con pocas horas de sueño y cierto malhumor interior.

Somos todos nosotros, cuando por un ideal abandonamos a tiempo completo el cuidado de nosotros mismos.

Es más, cuando alguien elige vivir su vida de esta manera dentro de un proyecto, no suele entender que el resto de personas no elijan vivir así, y si estamos hablando de un proyecto solidario o humanitario, hay todavía más presión institucionalizada para sentir que uno debe vivir así.

Y todavía puede ser más difícil si son los responsables de esos proyectos los que ven la vida de esta manera, pues tenderán a exigir a sus subordinados que también se entreguen de la forma que ellos lo hacen.

Esto lleva al síndrome del profesional quemado, que seguramente no se llama exactamente así, pero se entiende de forma muy gráfica. Y también lleva a que grandes profesionales, con mucho que aportar, abandonen un proyecto, o a que el propio proyecto fracase.

Me apena ver cómo grandes proyectos y grandes personas acaban dejando su vocación por haber olvidado el cuidado de si mismos o de las personas que forman parte del proyecto. Al poner por delante los objetivos y necesidades del proyecto se deja de tener en cuenta a las personas, que son el verdadero motor y fuerza del mismo, y esto acaba revertiendo de forma negativa en el propio funcionamiento del proyecto… Y aunque lo estoy enfocando a proyectos educativos, lo mismo sucede como decía antes, en la paternidad… A más desgaste, menos presencia y menos capacidad para acoger la necesidad del otro de forma amorosa, si yo no me sé cuidar, ¿cómo voy a cuidar de otro?

En el caso de los maestros, a veces intentamos que los niños hagan de todo, una obra de teatro, doce excursiones al año, los más complejos y elaborados regalos del día del padre y de la madre, celebrar el carnaval y todas las fiestas locales con ellos, y, en el camino, con tanta actividad, perdemos el norte, perdemos la mirada presente, perdemos ese recreo al sol en el que te sientas al lado de un alumno a compartir simplemente la compañía mutua, un pensamiento, una percepción, un chiste, una sonrisa… perdemos el tiempo para ofrecer una verdadera escucha, que es lo que el alma necesita para florecer… y todo lo demás muchas veces son distracciones que nos apartan de lo esencial.

Como pensamiento final, me gustaría decir que creo posible manifestar un ideal cuidando de todas las personas que lo forman, atendiendo a sus necesidades, ofreciendo una posibilidad de vida plena, con experiencias positivas que provoquen un estado de ánimo lleno de energía y entusiasmo, que sume al proyecto, que cree un ambiente de trabajo positivo donde todo es posible, donde la productividad aumenta en calidad y donde toda la comunidad rebosa cariño, comprensión y presencia. Y esto es posible aprendiendo a desarrollar la empatía, el cuidado de uno mismo y del otro y la responsabilidad de cada uno.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«