Cómo mejorar nuestras relaciones a través de la responsabilidad emocional

Dos personas meditando en Dartmoor
Fotografía de Ben Heron

La responsabilidad emocional es la base de cualquier relación sana. Es una cualidad necesaria en todas las áreas de la vida, tanto para el crecimiento personal como para entender mejor las situaciones y las personas que forman parte de nuestro entorno.

Cuando hemos aprendido a desarrollarla, sabemos que el origen de nuestras emociones está en el interior. Somos conscientes de que el piloto automático nos lleva a mirar fuera, a buscar en el exterior al causante de cómo nos sentimos, en vez de ver qué es lo que depende de uno mismo para poder sentirse bien. También somos capaces de no cargar con las emociones de otras personas y podemos sentir empatía y acompañarlas en lo que necesiten.

Si no hemos desarrollado esta cualidad, buscamos en el otro el responsable de cómo nos sentimos y nos sentimos culpables cuando sufre. Esta dinámica es el fundamento de la dependencia emocional. Confundimos la culpa con la responsabilidad y también con la empatía, y a menudo sentimos un conflicto interior entre lo que necesitamos y lo que precisa el otro.

Por este motivo, es preciso que aprendamos a distinguir lo que está en nuestra mano cambiar y lo que pertenece al otro, y que acompañemos a la infancia en el desarrollo de esta cualidad tan importante para su felicidad.

Para ello, en primer lugar, tenemos que tener muy claro que cada uno es responsable de sus emociones. No es el otro quien me saca de mis casillas, ni siquiera su conducta, es el estado emocional que aporto a la ecuación. Esto se puede ver muy fácilmente cuando comprobamos que, ante una misma situación, reaccionamos de formas muy diferentes según nuestro estado de ánimo. Si nos encontramos animados y serenos, el hecho de encontrarnos detrás de un coche que circula muy lento en la carretera, no nos altera, esperamos pacientemente a poder adelantarlo, pero si estamos estresados y enfadados, muy probablemente acabemos pitando, haciendo luces y acercándonos demasiado al coche de delante para meterle prisa.

En segundo lugar, es muy importante saber cómo me encuentro emocionalmente para entender las situaciones en las que me relaciono con los demás. Esto es especialmente importante en la crianza y en la enseñanza. Cuando yo estoy en calma, puedo acoger a los niños desde ese estado y, muy a menudo, esto hace que se calmen casi de forma inmediata. Si estoy al borde del enfado solo es necesario una gota que colme el vaso para estallar.

¿Qué sucede cuando no he podido tomarme unos segundos para ser consciente de mi estado emocional? Que voy a ver la conducta ajena o cualquier cosa que suceda como la causa de mis emociones. Y lo más curioso es que puede ser lo contrario; que la conducta del otro sea la consecuencia de mi estado anímico.

Por este motivo es tan importante el descanso, tomarse el tiempo necesario para respirar, sentir cómo estamos y recuperar la calma. Si no podemos hacerlo, solo el hecho de ser consciente de nuestro estado emocional, evitará que proyectemos sobre el otro la causa de nuestras emociones.

Si me encuentro en una situación conflictiva y no he podido percibir de antemano cómo me siento, puedo tomarme un segundo después, para recordar todo lo que ha sucedido antes de ese momento y así descubrir dónde se originó el malestar. Esto me ayudará a responsabilizarme de mis emociones y ver el efecto que pueden tener en mi vida y en mis relaciones.

También es posible que yo haya llegado a la situación feliz y en calma y sea el otro quien esté alterado por algo que le ha sucedido antes. Si observo que está reaccionando con un enfado desproporcionado ante algo nimio, es muy posible que la causa del enfado sea otra. En ese caso, también la calma ayuda; podemos proponerle respirar y parar un segundo. Más tarde, cuando llegue la serenidad, se puede hablar y descubrir el origen de esa ira.

Cuando actuamos de esta forma, desde la observación, dejamos de sentirnos responsables por las emociones ajenas y empezamos a ocuparnos de trabajar las propias. Descubrimos que los demás son personas independientes que pueden resolver sus problemas, y no nos sentimos culpables por las emociones del otro, ni culpabilizamos al otro por lo que sentimos. Así deshacemos la dependencia emocional y vemos cómo somos realmente, qué tipo de pensamientos o acciones podemos cultivar para sentirnos bien, en vez de percibir al otro como la causa o la solución de nuestros problemas.

Al aprender a ocuparnos de nuestras emociones, también aprendemos a acompañar a la infancia en su desarrollo emocional. Si yo me responsabilizo por las emociones de mis hijos, ellos no van a encontrar el verdadero origen de su frustración. Sin embargo, si yo no cargo con su emoción, no me siento culpable y puedo acompañarlos a descubrir la causa de esa emoción. Además, seré capaz de poner los límites necesarios en el momento preciso, con amor y comprensión.

Una vez tuve un alumno al que admiraba profundamente por su sabiduría emocional. En cierta ocasión, cuando tenía once años, tuvo un desencuentro con un compañero, que lloraba porque se había sentido abandonado por él en el recreo y se lo decía con tanta tristeza que hasta yo misma me estaba sintiendo culpable. Sin embargo, este alumno, le puso la mano en el hombro, y con la mayor empatía y sintiéndolo profundamente le dijo: “Entiendo tu tristeza y tu pena, te has sentido sólo. Yo ahora estoy jugando a algo que a ti no te gusta y a mí sí, por eso no jugamos juntos en el recreo. ¿Por qué no te vienes a casa esta tarde y jugamos a algo que nos guste a los dos?”.

Lo más maravilloso de esta situación es que, sin sentir un ápice de culpa ni cargar con la emoción de su compañero, entendió su pena, vio el origen de su tristeza y fue capaz de proponer una situación que no chocaba con sus propios deseos. Si este alumno se hubiera sentido culpable, probablemente hubiera cedido a la emoción del otro y hubiera dejado de hacer lo que quería hacer realmente en los recreos, o quizá se hubiera enfadado por la presión y lo hubiera mandado a paseo, perdiendo una oportunidad para encontrarse.

Y esto es lo que a menudo sucede en nuestras relaciones, si nos sentimos presionados, nos enfadamos o nos sentimos culpables, y esto enturbia la comprensión de la situación. Sin embargo, si somos capaces de entender que cada uno es responsable de sus emociones, podemos comprender mejor al otro, pues no se pone en tela de juicio lo que cada uno necesita, sino que se busca algo que pueda servir a ambos, sin obligar al otro a ceder o a cambiar.

Cuando somos capaces de hacernos responsables de nuestras emociones, vemos que la felicidad depende de cómo veamos las cosas y de la actitud que tomemos ante ellas. Y nuestro ejemplo se convierte en la mejor manera de acompañar a la infancia en el desarrollo de esta gran cualidad.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«