Concédete el tiempo que necesitas

Atardecer en la Albufera

Desde bien pequeña, he tenido prisa por ir más allá. Prisa por crecer, por ir y por volver. Por enamorarme, por viajar, por terminar la semana.

En el colegio, terminaba en dos segundos la tarea, con una letra terrible que casi no se podía entender, y me solían enviar de vuelta a mi sitio a repetirlo, o me ponían ejercicios más difíciles, intentando que tardase un poco más en resolverlos. Pero mi afán consistía precisamente en terminar lo más rápido posible.

Más adelante he sentido prisa también en la carretera o en el metro, aunque realmente no esté llegando tarde a ninguna parte.

Esto ha sido algo que he tenido que trabajar toda mi vida, pues mi impulso de hacer las cosas con gran rapidez hace que deje muchos detalles en el tintero.

Me di cuenta de esto viendo la película El último samurai. En ella, hay una escena donde Tom Cruise observa cómo preparan el té en el pueblecito japonés que lo tiene cautivo, y se maravilla del cuidado y la atención con que lo hacen, pues raya la perfección. Es pura presencia.

Después de verla, me hice un cartel que decía: “No hay prisa. Date el tiempo suficiente”, y lo colgué en la pared de mi habitación. Y también me aficioné a la escritura con plumilla y tinta, que es una de las cosas que no puedes hacer rápido aunque quieras.

¿Y para qué tanta prisa?

Me he hecho esta pregunta muchas veces, al darme cuenta de lo acelerada que voy por la vida.

Sé que hay una parte que viene en mis genes, pues me parezco mucho a mi madre y a mi abuela y ellas también van de una cosa a otra como un relámpago, tanto en el pensamiento como en la acción.

También debe ser mi propio temperamento pues, ya de entrada, mi llegada al mundo duró 20 minutos, casi nazco en un taxi.

Pero hay otra parte que tiene que ver con la sociedad de hoy en día, que fomenta y nos pide cada vez mayor rapidez. Nos inunda de contenidos, que no tenemos tiempo de digerir, y también de actividades y opciones. Nuestra capacidad de prestar atención se dispersa y disminuye radicalmente su calidad. Al igual que nuestra capacidad de observar, de estar presentes e incluso de amar.

A esta velocidad, no se puede profundizar. Y si no se puede profundizar, no se puede conocer realmente a nadie. Y así crece la distancia entre las personas y se pierde la empatía. La prisa hace que no veamos al otro, que no lo reconozcamos y que no nos demos cuenta de que, a veces, pasamos de largo sin darnos cuenta de que quizá alguien necesita un abrazo, un saludo, una sonrisa.

Cuando observo tanta prisa a mi alrededor, me doy cuenta de que necesitamos parar y respirar. Replantearnos cómo vivimos y, especialmente, qué tipo de rutina y ritmo de vida estamos dando a nuestros hijos. Y, sobre todo, darnos cuenta del tipo de atención que les estamos ofreciendo.

¿Les escuchamos con verdadera presencia?

¿Tienen tiempo real para jugar? ¿para dormir? ¿para comer?

¿Les damos el tiempo que necesitan para aprender las cosas por sí mismos? ¿O las hacemos nosotros para “ahorrar” tiempo?

¡Qué frase esta! Ahorrar tiempo… Como si pudiéramos hacerlo…

Vivimos esclavos de la vorágine que hemos creado y, cuando llegan las vacaciones, no sabemos bien cómo descansar. A veces incluso nos enfermamos cuando soltamos la prisa, o nos sentimos incómodos cuando no somos productivos, cuando “no hacemos nada”.

Sé que no es fácil parar. Soy consciente de que, cuando se tiene un sueño, el impulso es hacer de forma constante. Sea el sueño un gran proyecto, crear una familia o simplemente, llegar a fin de mes con tranquilidad.

Pero, si conseguir ese sueño nos quita la salud, la capacidad de disfrutar, de amar y de vivir la vida de forma consciente… ¿Habrá valido la pena? ¿Seremos capaces de disfrutarlo cuando llegue?

Siento que es una reflexión necesaria y quizá las vacaciones sean el momento perfecto para ello.

Ojalá disfrutes al máximo de cada instante.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La clave del aprendizaje y del cambio interior

Escultura tiempo y espacio en Ibiza

Para poder descubrir qué es lo que facilita el aprendizaje y el cambio interior, primero necesitamos saber qué es lo que dificulta que estemos dispuestos a transformarnos y evolucionar.

En la infancia, la disposición hacia el aprendizaje es innata. Es algo que viene dado de forma natural, pues si un bebé no estuviese totalmente orientado hacia la evolución, no podría sobrevivir. Hay muy pocas situaciones en las que se inhibe esta disposición natural: la más común es cuando nos sentimos atacados por el ambiente. Cuando esto sucede, levantamos barreras que intentan no dejar pasar nada del exterior, ni siquiera aquello que nos puede nutrir. Entramos en modo protección y nos hacemos impermeables a lo que viene de fuera.

Por este motivo, es muy difícil intentar convencer a alguien de algo con una crítica o con un juicio sobre su acción. Esto hace saltar las alarmas y lo coloca en modo defensa: le lleva a negar cualquier cosa que digamos, y dificulta que pueda asumir lo que sea que queremos aportar en ese momento.

Se puede ver claramente cuando alguien nos da un consejo; según cómo lo haga, lo aceptaremos o lo rechazaremos. Lo que hace que yo esté receptiva o no al mensaje es la forma en que éste me llega y también el vínculo que tenga con esa persona. Si siento que soy criticada y desvalorizada, será más difícil que asuma un cambio sin que haya una herida en mi autoestima.

Según la fortaleza interior que tenga, reaccionaré atacando, defendiéndome o hundiéndome en mi sensación de no ser suficiente. Pero probablemente no seré capaz de realizar ese cambio que se me está mostrando. Sólo aquellas personas que han realizado un gran trabajo interior y que se aman tal como son, con total confianza en sí mismas, son capaces de obviar la crítica y percibir el aprendizaje que porta el mensaje.

La mayoría de las personas todavía no estamos ahí, y la crítica hará saltar el resorte de la defensa que nos impide acoger lo que viene de fuera cuando viene en forma de flecha. Quizá días después seamos capaces de recordar la situación y, ya sin las defensas a flor de piel, entendamos mejor qué es lo que el otro quería señalar, y qué es lo que podemos aprender de esa situación. Pero incluso esto puede no darse en algunas situaciones.

Por este motivo, es especialmente importante aprender a expresarnos de forma que nuestros comentarios no sean una flecha. No es necesario desvalorizar al otro, ni criticar, ni juzgar para ofrecer herramientas que puedan servirle. Basta con expresar de forma objetiva aquello que el otro está haciendo, indagar qué necesidad está intentando cubrir, qué busca con esa acción, y reflexionar juntos sobre si está consiguiendo lo que necesita. La respuesta suele ser que no. Desde ahí es mucho más fácil ofrecer nuevos caminos, porque el otro se da cuenta por sí mismo de lo que no funciona y puede probar otras opciones para conseguir lo que quiere.

Por ejemplo, si yo veo que mi hija intenta hacer amigos mostrando lo estupenda que es en todo y diciendo cosas negativas sobre los demás, en vez de decirle algo así como: “Hija, es que eres muy prepotente y por eso los demás no quieren ser amigos tuyos”, puedes acompañarla con una conversación en la que se dé cuenta de que lo que realmente quiere es tener amigos, y que, de ese modo, no lo está consiguiendo. Y, llegados a ese punto, seguramente es ella misma quien encuentra una nueva forma de relacionarse con los demás.

En el primer caso, la palabra “prepotente” hace que identifiquemos la acción con la persona, y esto es un juicio de valor que omite el resto de cualidades hermosas y positivas que tiene. La coloca en un sitio de desvalorización, de carencia, y además no le ofrece ninguna solución, sólo expresa el problema. Esto duele mucho, pues además de sentir que no tiene amigos, percibe el juicio en el adulto. Su autoestima baja y necesitará más que nunca mostrar lo estupenda que es, reforzando el problema inicial. Incluso si el adulto no dice nada pero piensa de este modo, una sola mirada reprobadora o incluso pasar por alto la actitud de la pequeña por no saber cómo actuar, puede tener el mismo efecto.

En el segundo caso, no se juzga si la acción es buena o mala per se, ni si la niña es de un modo u otro. A través de la conversación objetiva, ella misma se da cuenta de que su acción no le funciona, incluso puede llegar a entender cómo se siente el otro cuando ella actúa de ese modo y por qué se aleja en lugar de acercarse. Esto hace que pueda elegir otras opciones para conseguir lo que necesita. En este caso, nadie pone en tela de juicio su esencia y es ella quien encuentra la solución.

Para conseguir actuar de este modo, es imprescindible que dejemos de considerar las acciones de los niños como buenas o malas, que hagamos un trabajo profundo sobre las cosas que nos afectan, lo que nos hace reaccionar con un juicio de valor, y que seamos capaces de darnos cuenta de que estamos reaccionando desde una herida personal. Sólo así podremos ayudarles en su proceso, desterrando el juicio y llegando al origen de las heridas, que son las necesidades no satisfechas. Esto es un camino que lleva atención, tiempo y mucho amor y que describiré con detalle en el nuevo libro que estoy escribiendo.

Como educadores y padres tenemos que ver cuál es la mejor manera de llegar a nuestros hijos y alumnos y cómo podemos ayudarles a ver todo lo bueno que hay en su interior. Esto se hace reconociendo sus cualidades y facilitando que perciban qué necesitan y cómo pueden conseguirlo de la mejor manera.

Por otro lado es importante también que, cuando recibimos un consejo en forma crítica, aprendamos a desentrañar su significado sin que nos dañe, desarrollando la capacidad de leer entre líneas para no tener que levantar barreras ni entrar en modo protección. Esto se consigue trabajando profundamente nuestra autoestima, amando quiénes somos y confiando en que todo lo que nos llega es un mensaje que nos puede servir para crecer. Es una actitud que podemos cultivar, permanecer abiertos escuchando con atención la esencia del mensaje y no su forma. Esta actitud hace que pueda considerar de forma objetiva si lo que llega de fuera es beneficioso para mí o no, y que decida qué es lo que acojo en mi interior y qué es lo que dejo pasar de largo, sin sentirme afectada en lo más mínimo.

Es muy importante acompañar a la infancia en el desarrollo de esta actitud. Marshall Rosenberg, el creador de la comunicación no violenta, cuenta una anécdota que le sucedió a su hijo cuando fue al colegio por primera vez. El niño llevaba el pelo largo y su maestro todos los días le decía que parecía una niña y que los niños no llevan el pelo largo. El pequeño lo comentó en casa y su padre le preguntó cómo había respondido. Su respuesta fue más o menos la siguiente: “No le he dicho nada, creo que se siente mal porque él no tiene pelo”. Es decir, en vez de tomárselo como una crítica, fue capaz de percibir que el problema en realidad no era suyo, sino del otro. Y no le dio más importancia. Es una de las reacciones más compasivas y a la vez emocionalmente inteligentes que he escuchado nunca.

Si somos capaces de acompañar a la infancia expresándonos desde el amor y no desde la crítica, y enseñándoles a recibir de los demás la parte del mensaje que puede ser de utilidad, desechando las formas inadecuadas y comprendiendo la necesidad del otro, crearemos un espacio de serenidad y comprensión en el que el aprendizaje fluirá con gran facilidad.

Y además, conseguiremos crear una sociedad mucho más compasiva y feliz. La clave está en desarrollar estas cualidades en nuestro interior, para poder así ser más felices y transmitir un ejemplo a seguir.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

El impacto de las pantallas en la psique infantil

Atardecer de colores violeta sobre el mar

En mis últimos artículos he hablado a menudo sobre los límites, entendiéndolos como la estructura que da forma a un espacio de relación social, tanto entre adultos como en la educación de la infancia.

La expresión “poner límites” puede sonar a frenar una expansión, a detener y reducir algo, a no dejar que avance. En realidad tiene más que ver con establecer un espacio propio y definir qué es lo quiero dejar pasar y lo que no. Es la definición de una frontera que puede ser traspasada si uno sabe la contraseña, si entiende las leyes de ese lugar y las respeta. Me gusta esta definición porque nos acerca a la idea de que cada uno habitamos un espacio que nos pertenece y, en el encuentro con el otro, tenemos que decidir hasta dónde y de qué manera puede entrar en este espacio. Cuando alguien nos invade, es porque se ha saltado la frontera sin nuestro permiso.

Otra imagen que utilizo a menudo es la que da Mauricio Wild; él dice que, cuando nos relacionamos con el exterior, somos como una célula, protegida por una membrana. Esta membrana puede ser permeable y dejar pasar todo lo que hay alrededor, o puede hacerse impermeable. A veces está en modo protección, y no deja pasar nada, y otras en modo evolución o crecimiento e interactúa con el medio, dejando pasar el alimento y otras sustancias.

Para establecer límites sanos, tengo que saber qué necesito, qué es lo que me hace bien y qué es lo que me hace mal, qué es lo que me nutre y cómo puedo cuidarme. Una vez tengo claro esto y soy capaz de respetar mis propias fronteras, entonces puedo expresarlas también a los que me rodean. Y con mi ejemplo, soy capaz de mostrar a los demás cómo hacerlo, especialmente a la infancia.

Si utilizamos la imagen de Mauricio Wild, los niños nacen con una membrana totalmente permeable, pues están en un proceso de crecimiento constante que necesita del medio exterior para sobrevivir. Al nacer son totalmente dependientes del adulto y esto hace que no puedan poner un filtro ni detener los peligros potenciales para su integridad. Es más, el único modo que tienen de digerir aquello que les llega es repetirlo, para poder entenderlo e integrarlo. Sea bueno para ellos o no. No pueden elegir, están completamente expuestos. Si en su entorno hay violencia, expresarán esta violencia en sus juegos. Si en su entorno hay cuidado y amor, también se verá en su forma de actuar. Si hay mucho ruido, serán niños que hablen fuerte y griten mucho. Esto sucede incluso en contra de su propia naturaleza, no pueden evitarlo, sólo pueden imitar y reproducir.

Como adultos, gestionamos de otra manera las influencias externas; en principio somos capaces de elegir a qué queremos exponernos y no nos afecta del mismo modo, porque podemos juzgar si estamos de acuerdo o no con lo que nos llega del exterior. Por ese motivo, a menudo nos cuesta ser conscientes de que todo aquello que permitimos que llegue a los niños, va a formar parte de ellos, sin filtro alguno. Si dejamos que jueguen a videojuegos llenos de violencia o miedo, van a normalizar lo que ven como si fuera la realidad. Lo que para el adulto puede ser entretenido porque sabe que no es real, para el niño se convierte en realidad. Es un impacto profundo en su psique, como si estuviera viviendo una experiencia en primera persona. Y más todavía cuando hay una pantalla de por medio.

Durante muchos años no tuve televisión y tampoco iba al cine y, un día, se me ocurrió ir a ver Avatar en la gran pantalla, en 3D. Fue tan grande el impacto de las imágenes que estuve soñando con los avatares durante un mes. Cuando cerraba los ojos podía ver su piel azulada, sus gestos, cómo se movían.

En aquellos tiempos, también me sucedía algo muy curioso. Cuando entraba en una sala donde había una televisión, me fascinaba de tal forma que dejaba de escuchar a las personas que me hablaban. Tenía que hacer un gran esfuerzo por liberarme de su encantamiento y regresar a mí, recuperando mi atención y mi consciencia.

Todo esto me hizo darme cuenta de lo potentes que son las imágenes y cómo pueden afectar a nuestro espacio mental, especialmente cuando no estamos habituados o en la infancia, cuando todavía no podemos filtrar esas imágenes. Son una interferencia en todo lo demás. Son tan fuertes que aparecen en medio de la clase de mates, o en el recreo, cambiando el juego libre por un juego repetitivo que reproduce aquello que han visto, eliminando la creatividad natural de los niños, el desarrollo de su propia imaginación. Por no hablar de los efectos nocivos que tienen en nuestra visión, empezando por la capacidad que tenemos para enfocar la vista, habilidad imprescindible para aprender a leer.

Por eso es tan importante que seamos nosotros, los adultos, los que pongamos ese límite. Ellos no pueden protegerse, son como Ícaro queriendo volar cerca del sol… Las imágenes llaman de forma tan poderosa su atención que se convierten en pura adicción y dejan de ser libres, dejan de notar ese calor extremo que está quemando sus alas.

Es nuestro cometido aprender a manejarnos con la tecnología de forma que no acabe con nuestra libertad y con nuestra presencia. Sabemos todo lo bueno que nos aporta, pero creo que no somos conscientes del impacto tan destructivo que puede tener, especialmente sobre los niños. Esta misma semana se han publicado varias noticias sobre cómo reproducen en los recreos juegos violentos que ven en series de adultos, llegando a un nivel extremo de agresividad.

Sólo conseguiremos frenar esto tomando consciencia y poniendo ese límite tan necesario a todo aquello que la infancia todavía no puede filtrar. Si pensamos en las graves consecuencias que tienen estas imágenes, nos será más sencillo decir no.

La infancia necesita tanto del cuidado como de la protección del adulto, es hora de tomar las riendas y ser capaces de sentar las bases para que puedan crecer en libertad, para que poco a poco puedan desarrollar también su espacio interior y sepan colocar sus propias fronteras, dejando pasar sólo aquello que les nutre y les hace bien.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

Cómo mejorar nuestras relaciones a través de la responsabilidad emocional

Dos personas meditando en Dartmoor
Fotografía de Ben Heron

La responsabilidad emocional es la base de cualquier relación sana. Es una cualidad necesaria en todas las áreas de la vida, tanto para el crecimiento personal como para entender mejor las situaciones y las personas que forman parte de nuestro entorno.

Cuando hemos aprendido a desarrollarla, sabemos que el origen de nuestras emociones está en el interior. Somos conscientes de que el piloto automático nos lleva a mirar fuera, a buscar en el exterior al causante de cómo nos sentimos, en vez de ver qué es lo que depende de uno mismo para poder sentirse bien. También somos capaces de no cargar con las emociones de otras personas y podemos sentir empatía y acompañarlas en lo que necesiten.

Si no hemos desarrollado esta cualidad, buscamos en el otro el responsable de cómo nos sentimos y nos sentimos culpables cuando sufre. Esta dinámica es el fundamento de la dependencia emocional. Confundimos la culpa con la responsabilidad y también con la empatía, y a menudo sentimos un conflicto interior entre lo que necesitamos y lo que precisa el otro.

Por este motivo, es preciso que aprendamos a distinguir lo que está en nuestra mano cambiar y lo que pertenece al otro, y que acompañemos a la infancia en el desarrollo de esta cualidad tan importante para su felicidad.

Para ello, en primer lugar, tenemos que tener muy claro que cada uno es responsable de sus emociones. No es el otro quien me saca de mis casillas, ni siquiera su conducta, es el estado emocional que aporto a la ecuación. Esto se puede ver muy fácilmente cuando comprobamos que, ante una misma situación, reaccionamos de formas muy diferentes según nuestro estado de ánimo. Si nos encontramos animados y serenos, el hecho de encontrarnos detrás de un coche que circula muy lento en la carretera, no nos altera, esperamos pacientemente a poder adelantarlo, pero si estamos estresados y enfadados, muy probablemente acabemos pitando, haciendo luces y acercándonos demasiado al coche de delante para meterle prisa.

En segundo lugar, es muy importante saber cómo me encuentro emocionalmente para entender las situaciones en las que me relaciono con los demás. Esto es especialmente importante en la crianza y en la enseñanza. Cuando yo estoy en calma, puedo acoger a los niños desde ese estado y, muy a menudo, esto hace que se calmen casi de forma inmediata. Si estoy al borde del enfado solo es necesario una gota que colme el vaso para estallar.

¿Qué sucede cuando no he podido tomarme unos segundos para ser consciente de mi estado emocional? Que voy a ver la conducta ajena o cualquier cosa que suceda como la causa de mis emociones. Y lo más curioso es que puede ser lo contrario; que la conducta del otro sea la consecuencia de mi estado anímico.

Por este motivo es tan importante el descanso, tomarse el tiempo necesario para respirar, sentir cómo estamos y recuperar la calma. Si no podemos hacerlo, solo el hecho de ser consciente de nuestro estado emocional, evitará que proyectemos sobre el otro la causa de nuestras emociones.

Si me encuentro en una situación conflictiva y no he podido percibir de antemano cómo me siento, puedo tomarme un segundo después, para recordar todo lo que ha sucedido antes de ese momento y así descubrir dónde se originó el malestar. Esto me ayudará a responsabilizarme de mis emociones y ver el efecto que pueden tener en mi vida y en mis relaciones.

También es posible que yo haya llegado a la situación feliz y en calma y sea el otro quien esté alterado por algo que le ha sucedido antes. Si observo que está reaccionando con un enfado desproporcionado ante algo nimio, es muy posible que la causa del enfado sea otra. En ese caso, también la calma ayuda; podemos proponerle respirar y parar un segundo. Más tarde, cuando llegue la serenidad, se puede hablar y descubrir el origen de esa ira.

Cuando actuamos de esta forma, desde la observación, dejamos de sentirnos responsables por las emociones ajenas y empezamos a ocuparnos de trabajar las propias. Descubrimos que los demás son personas independientes que pueden resolver sus problemas, y no nos sentimos culpables por las emociones del otro, ni culpabilizamos al otro por lo que sentimos. Así deshacemos la dependencia emocional y vemos cómo somos realmente, qué tipo de pensamientos o acciones podemos cultivar para sentirnos bien, en vez de percibir al otro como la causa o la solución de nuestros problemas.

Al aprender a ocuparnos de nuestras emociones, también aprendemos a acompañar a la infancia en su desarrollo emocional. Si yo me responsabilizo por las emociones de mis hijos, ellos no van a encontrar el verdadero origen de su frustración. Sin embargo, si yo no cargo con su emoción, no me siento culpable y puedo acompañarlos a descubrir la causa de esa emoción. Además, seré capaz de poner los límites necesarios en el momento preciso, con amor y comprensión.

Una vez tuve un alumno al que admiraba profundamente por su sabiduría emocional. En cierta ocasión, cuando tenía once años, tuvo un desencuentro con un compañero, que lloraba porque se había sentido abandonado por él en el recreo y se lo decía con tanta tristeza que hasta yo misma me estaba sintiendo culpable. Sin embargo, este alumno, le puso la mano en el hombro, y con la mayor empatía y sintiéndolo profundamente le dijo: “Entiendo tu tristeza y tu pena, te has sentido sólo. Yo ahora estoy jugando a algo que a ti no te gusta y a mí sí, por eso no jugamos juntos en el recreo. ¿Por qué no te vienes a casa esta tarde y jugamos a algo que nos guste a los dos?”.

Lo más maravilloso de esta situación es que, sin sentir un ápice de culpa ni cargar con la emoción de su compañero, entendió su pena, vio el origen de su tristeza y fue capaz de proponer una situación que no chocaba con sus propios deseos. Si este alumno se hubiera sentido culpable, probablemente hubiera cedido a la emoción del otro y hubiera dejado de hacer lo que quería hacer realmente en los recreos, o quizá se hubiera enfadado por la presión y lo hubiera mandado a paseo, perdiendo una oportunidad para encontrarse.

Y esto es lo que a menudo sucede en nuestras relaciones, si nos sentimos presionados, nos enfadamos o nos sentimos culpables, y esto enturbia la comprensión de la situación. Sin embargo, si somos capaces de entender que cada uno es responsable de sus emociones, podemos comprender mejor al otro, pues no se pone en tela de juicio lo que cada uno necesita, sino que se busca algo que pueda servir a ambos, sin obligar al otro a ceder o a cambiar.

Cuando somos capaces de hacernos responsables de nuestras emociones, vemos que la felicidad depende de cómo veamos las cosas y de la actitud que tomemos ante ellas. Y nuestro ejemplo se convierte en la mejor manera de acompañar a la infancia en el desarrollo de esta gran cualidad.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

La importancia de ser el cambio que necesitamos

Atardecer en la albufera de Valencia

A menudo observo lo complejas que son las relaciones entre las personas, tanto desde mis propias relaciones como desde mi trabajo como docente. Ese baile entre dar y recibir, entre ver y ser visto, entre amar y ser amado. Hay personas que dan mucho y les cuesta recibir. Otras se sienten cómodas recibiendo y les cuesta dar. Hay personas que necesitan ser vistas pero no lo expresan, y otras que se colocan en el centro del escenario sin ninguna dificultad. Personas que confían en los demás sin sombra de duda y otras que tienen grandes problemas para confiar incluso en sí mismas.

Estas actitudes que tomamos en relación al otro forman parte de nuestro ser, digamos que el germen de nuestros rasgos más característicos viene ya con nosotros al nacer. Algunos de ellos nos traerán muchas alegrías y otros serán fuente de conflicto en nuestra relación con los demás, creando situaciones que se repetirán a lo largo de nuestra vida hasta que podamos ver más allá y cambiar lo que sea necesario.

Si nos identificamos con un rasgo propio que nos trae dolor y nos aferramos a él pensando que somos eso, estaremos creando un gran obstáculo en nuestra capacidad para ser felices. Somos mucho más que ese rasgo y tenemos la habilidad infinita de cambiar y liberarnos, de ser quienes queramos ser.

Todas estas cualidades, combinadas con las experiencias que vamos teniendo en la vida, van conformando nuestra forma de ser. Será en la infancia y en el seno de la familia donde aprendamos a actuar para sentirnos seguros, queridos, protegidos y a salvo. Y también allí aprenderemos cómo percibir el mundo, siguiendo el ejemplo de nuestras figuras de referencia. Su esencia, su actitud ante la vida, sus creencias más arraigadas, tendrán un gran impacto en nuestro ser, grabándose de forma indeleble en las profundidades de nuestra psique, e influyendo nuestra forma de pensar y de sentir.

Es por ello imprescindible que los adultos trabajemos en nuestro desarrollo emocional. Somos la fuente de la que bebe la infancia, aquello que va a imitar y que va a llevar como guía en su interior. Sólo desde nuestro intento constante por llevar a la conciencia quiénes somos verdaderamente, podemos crear un espacio de presencia donde la infancia pueda a su vez crecer sana, desarrollando todo su potencial para ser feliz y aportar al mundo su luz.

Somos capaces de mirar hacia dentro y desentrañar qué estrategias elegimos de pequeños para sobrevivir y ya no nos sirven y qué nos hace vibrar de alegría, qué cosas nos entusiasman, en qué momentos perdemos el sentido del tiempo y nos enfrascamos con toda nuestra atención en algo. Lo sabemos, sólo tenemos que parar, observar y escuchar. Lo difícil viene después, pues, si estamos muy lejos de nuestra esencia, será preciso cambiar de rumbo. Es muy posible que necesitemos ayuda externa, alguien que nos pueda acompañar en esta nueva senda. Es también posible que conlleve una crisis, pero es el único camino para ser auténticos y sentirnos realmente bien en nuestra piel.

Todo este proceso nos hará ser más reales, y el solo hecho de intentarlo tendrá un efecto positivo e inmediato en quienes nos rodeen.

Para este desarrollo interior es especialmente importante ver de qué manera estamos contribuyendo a crear las situaciones conflictivas que encontramos y tomar la oportunidad para cambiar y crecer. Es preciso aprender a observarnos con objetividad y sin juicio, reconocer aquello que nos hace mal y transformarlo, en vez de mirar hacia fuera y buscar a los culpables en el exterior.

Es algo que, como adultos, podemos transmitir a la infancia a través de nuestro intento. Sólo con poner la atención y la voluntad en ello es suficiente. Si poco a poco soy capaz de frenar la queja, de cambiar mi percepción del mundo como enemigo, de la sociedad como causante de mis males, del vecino como invasor de mi paz, y empiezo a mirar hacia dentro y a actuar de otra manera, a buscar qué puedo hacer yo para que esta situación se convierta en una oportunidad en vez de ser un obstáculo, estoy regalando a la infancia que me rodea un tesoro, el tesoro de ser capaz de tomar el mando de mi propia vida y hacer lo que esté en mi mano para darle la vuelta a la tortilla.

Siento que el único modo real de hacer que nuestra vida mejore es cambiar nosotros mismos. Descubrir quiénes somos, qué nos hace bien y qué nos hace mal, qué consecuencias tienen nuestras acciones en el mundo, en las personas, y elegir cómo queremos actuar y hacia dónde queremos dirigirnos… Ésta es la verdadera libertad.

Esperar a que cambien los demás es una actitud estéril, que desgasta y llena de frustración al más paciente. Esperar a que cambie el mundo, o a que la gente piense como nosotros para hacer algo, consigue que nuestro entusiasmo se apague y se mustie como una flor que espera a la primavera en un jarrón.

Necesitamos escuchar, sentir, entrar en acción, hacer nuestra parte, vivir desde la coherencia y empezar a cambiar desde dentro. Así la infancia, al percibirlo, tendrá la posibilidad de vivir en la libertad que nos ofrece esta perspectiva ante la vida.

Y quizá poco a poco empecemos a ser una sociedad más consciente y feliz.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«