Cómo aprender a estar presentes para acompañar a la infancia

Niño en la playa entrando en el agua al atardecer

Acompañar a la infancia, ya sea en el ámbito familiar o en el escolar, es un gran reto y a la vez una enorme responsabilidad. Si te dedicas a ello, lo sabes bien.

Hay momentos realmente preciosos, que te emocionan y te inspiran, que te recuerdan por qué has elegido hacerlo… Y otros en los que te sientes perdida y confusa, sin saber bien cómo gestionar alguna de las situaciones que aparecen en el día a día.

A veces sientes que te tocan una herida muy profunda, que quizá se creó en tu propia infancia, o ya nació contigo, y te impide ver con claridad.

Otras veces, una sabiduría ancestral que no sabes bien de dónde viene, te ayuda a colocarte en tu centro y convertirte en el pilar necesario, decir la palabra adecuada que conforta y acoge, que produce crecimiento y seguridad.

En mi camino como maestra, he vivido experiencias muy ricas y diversas. Las más difíciles son las que me han traído un mayor crecimiento y me han hecho entender lo que necesito para ser feliz y también, lo que necesitan los que me rodean. Y, aunque nunca es lo mismo ni de la misma forma, hay ciertas maneras de estar que facilitan la creación de un espacio amoroso, donde cada persona puede ser ella misma y encontrar aquello que le hace verdaderamente feliz.

No sé bien cómo llamarlas, porque no son exactamente herramientas, ni habilidades, son más bien, como decía en el párrafo anterior, maneras de estar, modos de conciencia, estados anímicos que facilitan esa percepción clara del otro y de uno mismo.

Me estoy poniendo muy metafísica, pero en realidad es sencillo. Es un estado de conexión con una misma, de presencia consciente, en el que no interviene el parloteo habitual de la mente con sus dudas y sus juicios, en el que nos convertimos en escucha y simplemente somos.

No sé si lo has sentido alguna vez, pero estoy segura de que sí. Quizá nadando en el mar, o pintando, o haciendo algo que te encanta con plena concentración natural.

Ese estado es lo que necesitamos para acompañar a la infancia.

Desde ahí desaparece cualquier interferencia que nos impide ver y somos capaces de crear el espacio que mencionaba.

Pues bien, no hay recetas exactas para conseguir entrar en ese estado, pero sí que podemos descubrir qué cosas hay en nuestra vida que nos acercan y cuáles son las que nos alejan. Mirando limpiamente hacia dentro, podemos ver cómo caminar hacia ello y multiplicar estos momentos de conciencia y conexión.

Hay que desterrar la idea de que no tenemos el tiempo suficiente, pues esto nos frena para siquiera intentarlo. Sólo unos minutos al día hacen una gran diferencia y, para ilustrarlo, te voy a contar una breve anécdota.

Yo pensaba que, para estar en forma, había que esforzarse y dedicarle mucho tiempo al día, así que no lo hacía porque no tenía ese tiempo, pensaba yo… Pues bien, llevo un mes haciendo tres ejercicios de fuerza por la tarde, antes de cenar. No me lleva más de 10 minutos y todavía me tiene maravillada el efecto que está teniendo en mi tono muscular y en mi bienestar general.

Esto es una cuestión de decisión: lo más importante es sentir ese impulso de querer ser cada día más consciente y crear y mantener una práctica, que nos sirva para seguir aprendiendo, para seguir evolucionando.

Y poco a poco, con paciencia y constancia, va llegando la transformación deseada.

Si quieres ponerte a ello, yo te acompaño.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía cortesía de David Sanchez

El tesoro escondido de la incomodidad

Duende navideño deslizándose por la nieve

Hace unos días escuchaba a un gran amigo hablar sobre cómo los seres humanos nos pasamos el tiempo huyendo de las emociones que nos incomodan, las que no nos gustan.

Y, curiosamente, yo llevaba un tiempo reflexionando sobre lo incómodo en general, sobre cómo evitamos, por ejemplo, el cansancio físico, o tener esa conversación que sabemos que tenemos pendiente con alguien y que no va a ser fácil.

Cada persona evita aquello que le resulta más incómodo, pueden ser emociones o puede ser simplemente, hacer algo de ejercicio. A veces evitamos aprender algo nuevo porque es muy incómodo no saber cómo hacerlo, o incluso ir a un sitio que nunca hemos ido por la incomodidad que resulta la posibilidad de perderse.

No es una cuestión de dificultad, es más bien algo que hace que se nos gire el estómago por algún motivo, quizá porque sentimos que no va a ir bien, o por simple falta de práctica. Lo curioso es que suelen ser cosas que, si las hacemos, luego nos sentimos mucho mejor.

Es muy interesante observar esto: es como un autosabotaje, nos autoconvencemos de que es mejor no hacerlo, pero, si conseguimos hacerlo, luego nos sentimos mejor que nunca y nos alegramos de haberlo hecho.

Una vez escuché a un escritor, Steven Pressfield, definir este autosabotaje como una fuerza de la naturaleza, la ley física de la resistencia. Él decía que la sentía cada día antes de sentarse a escribir, que, por otro lado, era su pasión. Pero, por lo que fuese, cada vez que empezaba un nuevo día, se le ocurrían miles de razones por las cuales no escribir. Tareas pendientes, llamadas, dolores corporales, lo que sea. Y hablaba justamente de lo bien que se sentía cada vez que vencía esa resistencia y conseguía escribir, aunque sólo fueran unas líneas.

Qué curioso, ¿verdad? Es como si esa incomodidad, esa resistencia, guardase un tesoro escondido. Es como el dragón que guarda riquezas inimaginables dentro de una cueva, hay que vencerlo para entrar y descubrirlas.

Pues bien, esto de enfrentarse a la incomodidad es algo que no es nada cómodo ni está de moda. Todo nuestro entorno nos habla de la comodidad, los coches, las casas, la temperatura ideal, los electrodomésticos… Hasta las tapas de los inodoros se bajan solas, para no tener que sufrir la incomodidad de bajarla uno mismo.

Y esto, lo que produce en primer lugar, es una resistencia cero a cualquier contratiempo y, en segundo lugar, apatía y falta de energía vital. Si seguimos así, la humanidad va a perder la maravillosa resiliencia que cultivaron y nos transmitieron nuestros abuelos y nos convertiremos en seres adormilados carentes de fuerza de voluntad.

Lo observo día tras día en la infancia, cada vez hay un mayor rechazo a lo que cuesta un esfuerzo, a lo incómodo, a lo que tarda un tiempo, incluso al aprendizaje en sí mismo. Y es un grandísimo desastre consentir que ya de pequeños perdamos la alegría del reto, de lo incómodo, probablemente porque los adultos nos han mostrado que es mejor no arriesgarse y quedarse tras una pantalla, donde (casi) nadie te puede ver.

Lo interesante sería saber transmitir a la infancia que nos rodea que lo incómodo es precisamente una fuente de conocimiento propio, una señal que te indica dónde está tu tesoro más profundo, aquel que te va a generar alegría vital, avivando el fuego de tu alma, cuando te atrevas a entrar en la cueva y venzas al dragón de la resistencia.

Ojalá seamos conscientes de esto y sepamos llevarlo a la práctica, pues sólo a través del propio ejemplo seremos capaces de generar en la infancia el entusiasmo y la fuerza de superar cualquier dificultad.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Mi amigo se llama Jose Luis y tiene un canal en Youtube genial, que se llama “El paso consciente”. Allí puedes encontrar el vídeo en el que habla sobre las emociones 😉

**La entrevista a Steven Pressfield la escuché en Super Soul Special with Oprah y tenía por título “Unlock your creative genius”.

*** La foto maravillosa es de Susanne Jutzeler

Concédete el tiempo que necesitas

Atardecer en la Albufera

Desde bien pequeña, he tenido prisa por ir más allá. Prisa por crecer, por ir y por volver. Por enamorarme, por viajar, por terminar la semana.

En el colegio, terminaba en dos segundos la tarea, con una letra terrible que casi no se podía entender, y me solían enviar de vuelta a mi sitio a repetirlo, o me ponían ejercicios más difíciles, intentando que tardase un poco más en resolverlos. Pero mi afán consistía precisamente en terminar lo más rápido posible.

Más adelante he sentido prisa también en la carretera o en el metro, aunque realmente no esté llegando tarde a ninguna parte.

Esto ha sido algo que he tenido que trabajar toda mi vida, pues mi impulso de hacer las cosas con gran rapidez hace que deje muchos detalles en el tintero.

Me di cuenta de esto viendo la película El último samurai. En ella, hay una escena donde Tom Cruise observa cómo preparan el té en el pueblecito japonés que lo tiene cautivo, y se maravilla del cuidado y la atención con que lo hacen, pues raya la perfección. Es pura presencia.

Después de verla, me hice un cartel que decía: “No hay prisa. Date el tiempo suficiente”, y lo colgué en la pared de mi habitación. Y también me aficioné a la escritura con plumilla y tinta, que es una de las cosas que no puedes hacer rápido aunque quieras.

¿Y para qué tanta prisa?

Me he hecho esta pregunta muchas veces, al darme cuenta de lo acelerada que voy por la vida.

Sé que hay una parte que viene en mis genes, pues me parezco mucho a mi madre y a mi abuela y ellas también van de una cosa a otra como un relámpago, tanto en el pensamiento como en la acción.

También debe ser mi propio temperamento pues, ya de entrada, mi llegada al mundo duró 20 minutos, casi nazco en un taxi.

Pero hay otra parte que tiene que ver con la sociedad de hoy en día, que fomenta y nos pide cada vez mayor rapidez. Nos inunda de contenidos, que no tenemos tiempo de digerir, y también de actividades y opciones. Nuestra capacidad de prestar atención se dispersa y disminuye radicalmente su calidad. Al igual que nuestra capacidad de observar, de estar presentes e incluso de amar.

A esta velocidad, no se puede profundizar. Y si no se puede profundizar, no se puede conocer realmente a nadie. Y así crece la distancia entre las personas y se pierde la empatía. La prisa hace que no veamos al otro, que no lo reconozcamos y que no nos demos cuenta de que, a veces, pasamos de largo sin darnos cuenta de que quizá alguien necesita un abrazo, un saludo, una sonrisa.

Cuando observo tanta prisa a mi alrededor, me doy cuenta de que necesitamos parar y respirar. Replantearnos cómo vivimos y, especialmente, qué tipo de rutina y ritmo de vida estamos dando a nuestros hijos. Y, sobre todo, darnos cuenta del tipo de atención que les estamos ofreciendo.

¿Les escuchamos con verdadera presencia?

¿Tienen tiempo real para jugar? ¿para dormir? ¿para comer?

¿Les damos el tiempo que necesitan para aprender las cosas por sí mismos? ¿O las hacemos nosotros para “ahorrar” tiempo?

¡Qué frase esta! Ahorrar tiempo… Como si pudiéramos hacerlo…

Vivimos esclavos de la vorágine que hemos creado y, cuando llegan las vacaciones, no sabemos bien cómo descansar. A veces incluso nos enfermamos cuando soltamos la prisa, o nos sentimos incómodos cuando no somos productivos, cuando “no hacemos nada”.

Sé que no es fácil parar. Soy consciente de que, cuando se tiene un sueño, el impulso es hacer de forma constante. Sea el sueño un gran proyecto, crear una familia o simplemente, llegar a fin de mes con tranquilidad.

Pero, si conseguir ese sueño nos quita la salud, la capacidad de disfrutar, de amar y de vivir la vida de forma consciente… ¿Habrá valido la pena? ¿Seremos capaces de disfrutarlo cuando llegue?

Siento que es una reflexión necesaria y quizá las vacaciones sean el momento perfecto para ello.

Ojalá disfrutes al máximo de cada instante.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La importancia de distinguir lo esencial de lo urgente

Camino entre los árboles en Central Park

En otras ocasiones he hablado sobre la incidencia que tiene nuestra sociedad y su ritmo frenético en las relaciones sociales y en la capacidad de formar vínculos y percibir al otro. Hoy quiero profundizar en algo más concreto, que es la importancia de aprender a priorizar lo que consideramos esencial, lo que verdaderamente amamos.

A menudo observo cómo nuestra forma actual de vivir deja lo importante en un rincón, esperando a un tiempo posterior en el que hipotéticamente tendremos más calma y claridad para ocuparnos de ello. Lo urgente, aquello que se debe hacer sin demora, ocupa el primer lugar y tendemos a acumular largas listas de tareas pendientes, encadenando una tras otra de la mañana a la noche. Con suerte, cuando estamos en la cama, nos damos cuenta de que otra vez hemos olvidado escucharnos y dedicar un tiempo a ese algo esencial que nos da paz y nos ayuda a estar más presentes.

Si nos paramos a pensar qué cosas priorizamos porque son urgentes, nos daremos cuenta de que no siempre son tan importantes como aquello que estamos postergando. A veces es preciso llegar tarde para dedicar tiempo a solucionar un malentendido. O dejar a un lado las tareas de casa para poder jugar con tu hija durante una hora con toda tu atención y presencia. O incluso para disfrutar del sol, que ha salido después de esconderse durante meses.

El problema es que la urgencia se adueña de nuestra mente y nos hace creer que, hasta que no solucionemos aquello, no podremos disfrutar de la calma y la presencia. Nos seduce con la idea de que después de hacerlo estaremos más tranquilos y tendremos tiempo para lo que queramos, pero la realidad es que, probablemente vuelva a aparecer algo urgente en cuanto terminemos.

Esta manera de vivir hace que podamos pasar mucho tiempo sin ocuparnos de nosotros, sin dedicar tiempo a actividades que nos hacen sentir realizados o que nos aportan serenidad.

Para poder ser felices, necesitamos aprender a equilibrar los tiempos, reflexionando sobre lo importante, sin dejarnos llevar por lo urgente. Es posible que tengamos un trabajo que nos llene y nos nutra o que nos ocupemos con amor y total dedicación a nuestra familia, o incluso ambos. Si cualquiera de estas áreas se lleva toda nuestra presencia y energía, sin dejar ese tiempo sagrado para uno mismo, llegará un momento en que sintamos un gran vacío, y nos demos cuenta de que hemos perdido lo más importante por el camino. No es posible ocuparse adecuadamente de algo si no nos ocupamos de nosotros mismos, si nos desatendemos.

Necesitamos recordar qué es aquello que hace que el tiempo se pare y darle un espacio en nuestras vidas. Para cada persona es diferente, pero todos tenemos algo que nos hace volver al centro y recuperar las fuerzas perdidas. Dar un tiempo a esa actividad que nos llena hace que podamos encargarnos mucho mejor de todo lo que venga.

Cuando estamos haciendo aquello que nos hace sentir en casa, es mucho más fácil escuchar a la intuición y ver qué cosas no funcionan en nuestra vida y qué podemos transformar para ser más felices. Cuando estamos siempre a la carrera, resulta mucho más difícil escucharse y encontrar soluciones, por ello es tan importante tener aunque sea cinco minutos al día para recuperar la conexión con uno mismo.

Hay muchas prácticas que nos pueden ayudar a aprender a serenar la mente y crear ese espacio de escucha, como la meditación o el mindfulness. Se puede comenzar simplemente por encontrar un momento durante el día en el que dedicarse varios minutos a llevar la atención a la respiración. Este espacio de silencio es suficiente para empezar a vislumbrar lo esencial.

Cuando tomamos conciencia de nosotros y salimos de la prisa diaria, podemos percibir a los demás de forma real, sin las proyecciones habituales. Nos ayuda a decidir mejor, a elegir aquello que es verdaderamente importante. También a relacionarnos con mayor presencia y a acompañar a la infancia con el amor y la serenidad que merece y necesita. Es uno de los mejores modos de conocernos y realizar nuestro trabajo en el mundo desde la conciencia y la alegría.

Si además conseguimos transmitir el valor de este hábito a las nuevas generaciones, en este mundo donde ya casi sólo existe lo inmediato, estaremos aportando nuestro granito de arena a una necesaria transformación social.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.