Efectos de la era de la información en la lectura

La gran avalancha de estímulos que recibimos a diario a través de las pantallas es sobrecogedora. Al móvil llega información de todo tipo; a un mensaje del banco le sigue otro de un amigo y otro del trabajo. Se suceden las notificaciones más variadas, creando una mezcla insana que hace que nuestra mente se disperse y nuestra memoria sea cada vez más pobre, pues es tal el bombardeo, que no conseguimos prestar la atención necesaria para asimilar y recordar.

A todo esto hay que sumarle el impacto de la imagen y el sonido de las publicaciones, a menudo estridentes y en ráfagas, para captar una atención que, los creadores digitales, saben ya que escasea.

Y lo consiguen, pues un gran porcentaje de la población escoge ser entretenido con vídeos que provoquen emociones rápidas, sean positivas o negativas, en lugar de concentrarse para leer las palabras de otra persona, aunque el tema le interese.

Esto puede ser debido, en parte, a lo incómodo que es leer en la pantalla de un móvil, o en una tableta, y también a los niveles de estrés y de prisa que llenan el día a día. Cuando vivo en movimiento, sin parar un segundo, con miles de tareas en la cabeza, no dispongo de la atención necesaria ni del espacio interior para acoger otras ideas.

Y así, los escasos momentos que se dedican a la lectura, se convierten en una mera búsqueda de información, que retenemos a medias, sin llegar a profundizar, ni nutrirnos plenamente de ella. Con el móvil siempre en la mano, creemos que estamos al día cuando, en realidad, nos falta la profundidad de una lectura plena, sin distracciones.

El acto de leer un libro, significa, en primer lugar, tomar una decisión y comprometerse con ella. Escojo un libro y lo llevo conmigo; me centro, por un tiempo, en su contenido, renunciando a todos los demás. Cargo con su peso cuando lo llevo al trabajo, o de vacaciones, y busco los momentos adecuados para poder sumergirme en su lectura. No necesito enchufarlo ni tener cobertura, es totalmente autónomo.

Leyendo en el móvil, desde luego, no pasa nada de eso.

Como escritora veo con tristeza cómo las pantallas están desplazando a los libros físicos. Es cierto que, en un pequeño aparato, tienes la mayor biblioteca que ha existido nunca, pero más no quiere decir mejor. Me parece que puede convertirse en un engaño, pues la abundancia a menudo hace que no profundicemos en nada, que vayamos picoteando de aquí para allá, sin centrar realmente nuestra atención, sin dejar que las ideas nos toquen y nos transformen.

Para mí, leer en el móvil se convierte en una odisea. Toda mi atención se dispersa, la máquina que tengo ante mí es una fuente de distracciones al alcance de un clic. De un texto salto a otro, no consigo acabar lo que leo ni centrar mi atención completa. La luz de la pantalla cansa mis ojos, los colores y las imágenes que acompañan al texto me distraen y, a la que me doy cuenta, ya no estoy leyendo.

Los textos que encuentro suelen ser artículos de opinión interesantes, pero muy breves, así que voy leyendo de aquí para allá. Y cuando termino mi sesión de búsqueda y lectura, estoy agotada y distraída, veo borroso y tengo la cabeza embotada, sin haber sacado mucho en claro y recordando muy poco de lo que he leído.

Sin embargo, cuando tomo un libro entre mis manos, es una experiencia totalmente diferente…

Percibo la textura de su portada y de sus páginas antes de leerlo. Lo siento como un tesoro, lleno de riquezas por explorar.

El libro me ayuda a centrarme en una sola cosa, pongo mi atención en las páginas escritas, y casi me parece estar en mi sofá, con la luz precisa y el silencio del hogar, aunque esté en un vagón del metro o en el aeropuerto. A veces, incluso, paro la lectura para reflexionar y dejo que mi mirada se pierda durante un rato en la lejanía, antes de retomar el texto.

Para mí los libros son una gran fuente de saber, lo que más pesa en mis mudanzas, mi manera de abrir las ventanas a otros mundos y formas de pensar, mi impulso para viajar y aprender cosas nuevas.

Es pura magia sumergirse en las palabras de otro, palabras que seguramente ha moldeado múltiples veces hasta que ha conseguido que reflejen fielmente un pensamiento, una idea, una emoción. Y, si en vez de ser un breve artículo como este, es un libro, estamos ante una obra que ha sido elaborada durante meses o incluso años, con un entramado complejo y estructurado que nos invita a profundizar en el mundo interior del autor.

Hay ocasiones en las que un libro puede ser nuestra salvación, nos lleva a otro lugar, en el que nos dejamos llevar por el autor hacia una vida distinta. Por un momento desaparecen los pensamientos cotidianos y nos sumergimos en la vida de otro, descansando del obsesivo circular que puede crearnos una situación por resolver.

Otras veces, un libro puede ser la respuesta que no lográbamos encontrar. Probablemente ya existía dentro de nosotros, pero al verla reflejada en las palabras de otra persona, nos damos cuenta del valor que tiene, nos alegramos y nos atrevemos a acogerla y actuar en consecuencia.

Un libro también puede despertar preguntas dormidas, cuestionar nuestro parecer y hacernos ver la vida desde una perspectiva muy distinta a la nuestra, aportando esa desazón que a veces necesitamos para crecer.

Leyendo un libro, salimos de lo inmediato para entrar en lo profundo.

Ojalá sepamos cómo preservar esta profundidad, y no perdamos el maravilloso hábito de leer libros…

Que la infancia nos vea con un buen libro en la mano, disfrutando, incluso riendo, con atención plena.

Y que recordemos siempre, el valor de leer y narrar historias largas, llenas de aventuras y sentires, que estimulan la memoria y la imaginación.

Feliz día del libro 🌹

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Freepik

La importancia de la autonomía en la infancia

Niño de tres años barriendo una terraza al sol

Una de las cosas que nos pone difícil este ritmo frenético que llevamos, es generar el tiempo y el espacio suficiente para que la infancia pueda aprender por sí misma aquello que necesita aprender.

Por ejemplo, si tenemos prisa porque llegamos tarde a la escuela, es muy difícil que podamos dejar que nuestro peque se vista, se calce y se encargue de su parte. Lo más probable es que nos impacientemos y acabemos por hacerlo rápidamente para evitar el retraso.

Esto provoca una sensación en la infancia de no ser capaz de hacer las cosas, pues no puede hacerlas ni tan rápido ni con la eficacia de la persona adulta. Si, además, las pocas veces que le dejamos intentarlo, siente nuestra prisa, nuestra presión para que termine rápido, es muy probable que ni siquiera lo intente, que tire la toalla o que lo haga todavía más despacio.

No sé si a ti te pasa, a mí me pone muy nerviosa que haya alguien esperando a que acabe de hacer algo que no controlo demasiado. Incluso si se me da bien, no me gusta sentir a la persona que me espera transmitiendo prisa e impaciencia con su mirada, su actitud o su sola presencia.

Es una sensación muy incómoda, que no genera confianza ni seguridad, y que puede hacer incluso que aparezca una mayor torpeza o confusión.

Es precisamente la visión crítica del adulto, su necesidad de corregir y su prisa por obtener resultados lo que crea actitudes dependientes y falta de seguridad en la infancia. Ante la presión, es muy posible que prefiera que lo hagas tú, que se niegue a hacerlo, o que lo haga con tanta duda que te pregunte todo el tiempo si está bien, y necesite tu compañía constante.

Para que la infancia sea autónoma, tenemos que permitirle ese tiempo y ese espacio, y también evitar corregir su acción para que sea “perfecta”, según nuestro criterio.

Si evitamos que se ponga a prueba en situaciones nuevas y hacemos lo que le cuesta o lo que no sabe hacer, estamos generando que, cuando crezca, no se atreva a enfrentar sus retos.

Un ejemplo curioso y muy común es cuando un niño pequeño nos pide que lo subamos a un árbol. Si el adulto lo hace, lo coloca en una situación para la que no está preparado aún, pues si no ha sabido cómo subir, tampoco va a saber cómo permanecer en la altura, ni cómo bajar.

Igual de nocivo es “ayudarle” a subir con nuestro apoyo, pues esto hará que dependa de nosotros cada vez que quiera subir.

Lo suyo es estar cerca, dar confianza y dejar que suba al árbol cuando realmente esté preparado y lo pueda hacer por sí mismo, sin limitarlo con nuestros miedos ni hacerlo dependiente de nuestra ayuda.

Hace muchos años, cuando trabajaba en una preciosa escuela libre que hay en Cataluña, había una pequeña que siempre lanzaba sus brazos hacia mí para que la cogiese en alto. Yo me quedaba quieta como un palo y le decía que, si quería, podía trepar hasta arriba. Ella se reía y lo intentaba, agarrándose a mis piernas, sin conseguir llegar más allá. Por más que me lo pidiese, yo siempre le daba la misma respuesta, quedándome inmóvil y sonriendo, animándola con mi mirada.

Después de meses de intentarlo, consiguió llegar hasta mis brazos sin que yo me moviera, por sí misma, y su sonrisa y el brillo de sus ojos fueron algo incomparable. Lo repitió durante varias semanas y después pasó a trepar árboles con gran facilidad.

Con este ejemplo no estoy diciendo que no cojamos nunca a los niños en brazos, en absoluto. Lo que quiero transmitir es que, lo único que necesitan de nosotros para crecer y aprender, es que tengamos confianza y creemos ese espacio en el que se pueden desplegar de forma segura, sin prisas ni apuros.

Y, si nuestro día a día no nos permite estos espacios, realmente hay que replantearse muchas cosas, observar nuestros ladrones de tiempo, identificarlos y recuperar esos momentos perdidos y también, la capacidad de prestar atención al instante presente.

Hay que recordar que menos es más, que no siempre hay que llegar a todo, sino que hay que saber llegar a lo verdaderamente importante, a lo esencial.

Tanto en el hogar como en la escuela, cada vez tenemos más prisa por alcanzar todo lo abarcable y, en nuestro esfuerzo, llevamos a la infancia a esta carrera, en la que acaban memorizando sin entender y racionalizando conceptos que deberían provenir de la experiencia propia.

Esto genera en las personas un “pensar prestado”, una confianza ciega en lo que nos enseñan, pues, como no podemos comprobar los hechos a través de nuestra propia experiencia, solo nos queda creer lo que se no dice e incluso dejar de fiarnos de nuestras propias percepciones, poniendo la confianza fuera.

Todo lo que nos aleja de la experiencia y del descubrimiento propio, crea inseguridad y falta de comprensión, especialmente antes del desarrollo del pensamiento abstracto, entre el nacimiento y los doce años. Y esto, a su vez, nos hace dependientes y aniquila nuestra capacidad de pensar y discurrir de forma original.

Si queremos cambiar esta sociedad, que va cada vez más hacia la adicción a los medios y a las redes sociales, a la dependencia del pensamiento ajeno y a la superficialidad, necesitamos llevar nuestra atención a estos temas y crear el cambio necesario a través de una crianza y una educación consciente, presente, que permita a la infancia desarrollarse plenamente y aportar la luz que traen al mundo.

Y esto solo es posible a través de la auto educación, el desarrollo personal y la toma de decisiones que nos lleven a una vida más plena, digna de ser un ejemplo sano para la infancia que nos rodea.

Cada situación es diferente y cada persona tiene sus propios retos pero, si pones tu intención y tu atención en ello, podrás encontrar la manera de aumentar los momentos en los que estás plenamente presente.

Si quieres, te acompaño 😉

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Yan Krukao

El tesoro escondido de la incomodidad

Duende navideño deslizándose por la nieve

Hace unos días escuchaba a un gran amigo hablar sobre cómo los seres humanos nos pasamos el tiempo huyendo de las emociones que nos incomodan, las que no nos gustan.

Y, curiosamente, yo llevaba un tiempo reflexionando sobre lo incómodo en general, sobre cómo evitamos, por ejemplo, el cansancio físico, o tener esa conversación que sabemos que tenemos pendiente con alguien y que no va a ser fácil.

Cada persona evita aquello que le resulta más incómodo, pueden ser emociones o puede ser simplemente, hacer algo de ejercicio. A veces evitamos aprender algo nuevo porque es muy incómodo no saber cómo hacerlo, o incluso ir a un sitio que nunca hemos ido por la incomodidad que resulta la posibilidad de perderse.

No es una cuestión de dificultad, es más bien algo que hace que se nos gire el estómago por algún motivo, quizá porque sentimos que no va a ir bien, o por simple falta de práctica. Lo curioso es que suelen ser cosas que, si las hacemos, luego nos sentimos mucho mejor.

Es muy interesante observar esto: es como un autosabotaje, nos autoconvencemos de que es mejor no hacerlo, pero, si conseguimos hacerlo, luego nos sentimos mejor que nunca y nos alegramos de haberlo hecho.

Una vez escuché a un escritor, Steven Pressfield, definir este autosabotaje como una fuerza de la naturaleza, la ley física de la resistencia. Él decía que la sentía cada día antes de sentarse a escribir, que, por otro lado, era su pasión. Pero, por lo que fuese, cada vez que empezaba un nuevo día, se le ocurrían miles de razones por las cuales no escribir. Tareas pendientes, llamadas, dolores corporales, lo que sea. Y hablaba justamente de lo bien que se sentía cada vez que vencía esa resistencia y conseguía escribir, aunque sólo fueran unas líneas.

Qué curioso, ¿verdad? Es como si esa incomodidad, esa resistencia, guardase un tesoro escondido. Es como el dragón que guarda riquezas inimaginables dentro de una cueva, hay que vencerlo para entrar y descubrirlas.

Pues bien, esto de enfrentarse a la incomodidad es algo que no es nada cómodo ni está de moda. Todo nuestro entorno nos habla de la comodidad, los coches, las casas, la temperatura ideal, los electrodomésticos… Hasta las tapas de los inodoros se bajan solas, para no tener que sufrir la incomodidad de bajarla uno mismo.

Y esto, lo que produce en primer lugar, es una resistencia cero a cualquier contratiempo y, en segundo lugar, apatía y falta de energía vital. Si seguimos así, la humanidad va a perder la maravillosa resiliencia que cultivaron y nos transmitieron nuestros abuelos y nos convertiremos en seres adormilados carentes de fuerza de voluntad.

Lo observo día tras día en la infancia, cada vez hay un mayor rechazo a lo que cuesta un esfuerzo, a lo incómodo, a lo que tarda un tiempo, incluso al aprendizaje en sí mismo. Y es un grandísimo desastre consentir que ya de pequeños perdamos la alegría del reto, de lo incómodo, probablemente porque los adultos nos han mostrado que es mejor no arriesgarse y quedarse tras una pantalla, donde (casi) nadie te puede ver.

Lo interesante sería saber transmitir a la infancia que nos rodea que lo incómodo es precisamente una fuente de conocimiento propio, una señal que te indica dónde está tu tesoro más profundo, aquel que te va a generar alegría vital, avivando el fuego de tu alma, cuando te atrevas a entrar en la cueva y venzas al dragón de la resistencia.

Ojalá seamos conscientes de esto y sepamos llevarlo a la práctica, pues sólo a través del propio ejemplo seremos capaces de generar en la infancia el entusiasmo y la fuerza de superar cualquier dificultad.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Mi amigo se llama Jose Luis y tiene un canal en Youtube genial, que se llama “El paso consciente”. Allí puedes encontrar el vídeo en el que habla sobre las emociones 😉

**La entrevista a Steven Pressfield la escuché en Super Soul Special with Oprah y tenía por título “Unlock your creative genius”.

*** La foto maravillosa es de Susanne Jutzeler

Qué hacer cuando nada funciona

Atardecer luminoso

A veces hay cosas que no parecen solucionarse por más que lo intentemos.

Pueden ser rasgos de nuestra personalidad que queremos cambiar sin conseguirlo, o situaciones de conflicto con alguien de nuestro entorno cercano, que nos duelen y no sabemos cómo resolver. Quizá queremos cambiar la forma en que hacemos algo, porque sabemos que no tiene buenos resultados, pero acabamos repitiendo el mismo patrón ya conocido.

Son temas que suelen tener una raíz profunda, ya sea en nuestra infancia o incluso en nuestro árbol familiar, y que no parecen tener solución. Es posible que hayamos ido a cursos, hayamos leído libros y hayamos hecho terapia sobre ello, pero sigue repitiéndose.

Ese algo que no conseguimos resolver existe en todas las personas y, a menudo, se puede ver y entender mejor en el otro que en nosotros mismos. Cuando los niños son pequeños y eres maestra, lo puedes identificar fácilmente, es el tema estrella de todas las tutorías con las familias y lo que causa conflicto con el entorno.

Es ese algo que hemos venido a aprender y que no se suelta con facilidad, por mucho que lo intentemos, quizá porque tenemos que abrazarlo en vez de intentar que desaparezca.

Ese es precisamente el quid de la cuestión, que no se trata de vencerlo sino de integrarlo, de hacerse amigo, de asimilarlo… Con amor, con cariño y con respeto, pues nos trae un mensaje profundo de una herida no sanada que necesitamos acoger.

Hablo de todo esto porque veo que es una causa grande de sufrimiento, tanto para uno mismo como cuando lo vemos en nuestros hijos o alumnos. Queremos solucionarlo ya, transformarlo, dejar de sentir la frustración que nos provoca y el malestar que supone, pero esta actitud solo añade presión y magnifica las sensaciones negativas.

Siento que la solución real es tener compasión por uno mismo, entender que no somos perfectos, abrazar esa parte nuestra que no nos gusta y permitir que nos entregue su mensaje, en vez de seguir intentando cambiarla a la fuerza.

Esta actitud no implica resignarse o dar por bueno todo lo que somos sin hacer nada para convertirnos en nuestra mejor versión. Es más bien desarrollar la capacidad de confiar en la vida, en el tiempo y en los procesos. Es el descanso del guerrero, la calma de aquel que sabe que ha hecho todo lo que está en su mano y que ahora ya no depende de él.

Cuando llegamos a ese momento, hay algo que se aquieta en nuestro interior y conseguimos ser más generosos con nosotros mismos y con los demás. Entendemos que no todo se puede o se debe cambiar y que hay cosas que todavía no podemos comprender, pero que seguro tienen un sentido, aunque quizá ahora no lo veamos.

Ojalá estas palabras te acompañen y sean la serenidad que necesitas para acoger ese algo con amor y confianza, ya sea en ti o en el otro. Una vez acogido y aceptado plenamente, es muy probable que tu percepción se transforme y, lo que veías como un problema, pueda incluso ser una solución.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Cómo empezar el curso con buen pie

Atardecer de colores violetas sobre el mar

Una de las transiciones del año con mayor potencial para ser estresante es el inicio del curso escolar y la vuelta al trabajo tras las vacaciones.

Durante el tiempo de descanso, hemos bajado el ritmo y nos hemos acostumbrado al aire libre, al agua y el sol, a dormir más y dedicar más tiempo a nuestras relaciones personales.

Lo más probable es que hayamos perdido los hábitos que mantenemos durante el año y que tengamos una gran resistencia a volver a la rutina, así que solemos apurar hasta el final y lo alargamos todo lo que podemos.

Esto hace que la vuelta sea muy cuesta arriba, especialmente para los niños, que tendrán dificultades para ajustarse al nuevo horario, y el momento de levantarse e ir al cole se convertirá probablemente en un caos de estrés, sueño y prisas.

Para que esta transición sea mucho más sencilla, es importante volver a entrar en el ritmo escolar poco a poco. No podemos pretender, ni siquiera nosotros los adultos, que nuestro cuerpo pase de ir a dormir tarde y levantarse con calma a ir a la cama pronto y madrugar, sin un proceso de adaptación.

Si lo hacemos así, aparece el mal humor, la depresión post vacacional y la desmotivación ante los nuevos retos que presenta este cambio, cuando en realidad se podría ver como un nuevo comienzo de ciclo e iniciarlo con gran ilusión.

Para lograr que así sea, voy a darte algunas ideas que puedes probar estos últimos días de vacaciones.

-Empieza a despertarte un poco más temprano de forma natural, dejando que el sol entre por la ventana abriendo las cortinas y subiendo las persianas. Permítete remolonear un poco en la cama, dejando que la luz te vaya despertando.

-Realiza excursiones largas, que requieran de gran actividad física, para que el cuerpo tenga ganas de descansar más temprano.

-Reduce poco a poco las actividades que generen más excitación e introduce otro tipo de actividades como narrar y escuchar cuentos, leer, cocinar en familia, etc.

-Concentra los encuentros sociales durante el día y reserva las últimas horas de la tarde y la cena para la intimidad familiar y la calma.

-Observa el atardecer en silencio, viendo cómo el sol se va a dormir.

También es muy buena idea aprovechar los últimos días de vacaciones para poner en orden la casa, cuidar las plantas del hogar o del jardín, realizar tareas pendientes y retomar el contacto con los compañeros de la escuela o del trabajo, para poder encontrarse en un ambiente relajado y ponerse al día.

Si conseguimos poner en marcha alguna de estas propuestas, seguro que la transición se hace mucho más agradable y conseguimos generar el entusiasmo necesario para iniciar un nuevo ciclo con energía y presencia.

Que así sea y que tengas un muy feliz regreso.

*Si estas propuestas no funcionan, tal y como comentaba en la newsletter de esta semana, es importante plantearse por qué no tenemos ganas de volver al trabajo. Puede ser porque hemos acumulado un cansancio profundo por el estrés continuado o porque realmente no nos estamos dedicando a lo que realmente nos mueve y nos apasiona. En cualquiera de los dos casos, es una buena oportunidad para plantearse qué y cómo podemos cambiar nuestro día a día para generar el cambio que necesitamos.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Concédete el tiempo que necesitas

Atardecer en la Albufera

Desde bien pequeña, he tenido prisa por ir más allá. Prisa por crecer, por ir y por volver. Por enamorarme, por viajar, por terminar la semana.

En el colegio, terminaba en dos segundos la tarea, con una letra terrible que casi no se podía entender, y me solían enviar de vuelta a mi sitio a repetirlo, o me ponían ejercicios más difíciles, intentando que tardase un poco más en resolverlos. Pero mi afán consistía precisamente en terminar lo más rápido posible.

Más adelante he sentido prisa también en la carretera o en el metro, aunque realmente no esté llegando tarde a ninguna parte.

Esto ha sido algo que he tenido que trabajar toda mi vida, pues mi impulso de hacer las cosas con gran rapidez hace que deje muchos detalles en el tintero.

Me di cuenta de esto viendo la película El último samurai. En ella, hay una escena donde Tom Cruise observa cómo preparan el té en el pueblecito japonés que lo tiene cautivo, y se maravilla del cuidado y la atención con que lo hacen, pues raya la perfección. Es pura presencia.

Después de verla, me hice un cartel que decía: “No hay prisa. Date el tiempo suficiente”, y lo colgué en la pared de mi habitación. Y también me aficioné a la escritura con plumilla y tinta, que es una de las cosas que no puedes hacer rápido aunque quieras.

¿Y para qué tanta prisa?

Me he hecho esta pregunta muchas veces, al darme cuenta de lo acelerada que voy por la vida.

Sé que hay una parte que viene en mis genes, pues me parezco mucho a mi madre y a mi abuela y ellas también van de una cosa a otra como un relámpago, tanto en el pensamiento como en la acción.

También debe ser mi propio temperamento pues, ya de entrada, mi llegada al mundo duró 20 minutos, casi nazco en un taxi.

Pero hay otra parte que tiene que ver con la sociedad de hoy en día, que fomenta y nos pide cada vez mayor rapidez. Nos inunda de contenidos, que no tenemos tiempo de digerir, y también de actividades y opciones. Nuestra capacidad de prestar atención se dispersa y disminuye radicalmente su calidad. Al igual que nuestra capacidad de observar, de estar presentes e incluso de amar.

A esta velocidad, no se puede profundizar. Y si no se puede profundizar, no se puede conocer realmente a nadie. Y así crece la distancia entre las personas y se pierde la empatía. La prisa hace que no veamos al otro, que no lo reconozcamos y que no nos demos cuenta de que, a veces, pasamos de largo sin darnos cuenta de que quizá alguien necesita un abrazo, un saludo, una sonrisa.

Cuando observo tanta prisa a mi alrededor, me doy cuenta de que necesitamos parar y respirar. Replantearnos cómo vivimos y, especialmente, qué tipo de rutina y ritmo de vida estamos dando a nuestros hijos. Y, sobre todo, darnos cuenta del tipo de atención que les estamos ofreciendo.

¿Les escuchamos con verdadera presencia?

¿Tienen tiempo real para jugar? ¿para dormir? ¿para comer?

¿Les damos el tiempo que necesitan para aprender las cosas por sí mismos? ¿O las hacemos nosotros para “ahorrar” tiempo?

¡Qué frase esta! Ahorrar tiempo… Como si pudiéramos hacerlo…

Vivimos esclavos de la vorágine que hemos creado y, cuando llegan las vacaciones, no sabemos bien cómo descansar. A veces incluso nos enfermamos cuando soltamos la prisa, o nos sentimos incómodos cuando no somos productivos, cuando “no hacemos nada”.

Sé que no es fácil parar. Soy consciente de que, cuando se tiene un sueño, el impulso es hacer de forma constante. Sea el sueño un gran proyecto, crear una familia o simplemente, llegar a fin de mes con tranquilidad.

Pero, si conseguir ese sueño nos quita la salud, la capacidad de disfrutar, de amar y de vivir la vida de forma consciente… ¿Habrá valido la pena? ¿Seremos capaces de disfrutarlo cuando llegue?

Siento que es una reflexión necesaria y quizá las vacaciones sean el momento perfecto para ello.

Ojalá disfrutes al máximo de cada instante.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Cómo despertar el amor por las matemáticas en la infancia

Un rosal silvestre en flor

Es curioso observar el efecto que produce la mención de las matemáticas en una conversación. Casi de forma inmediata, se puede escuchar a alguien decir, con cierto desánimo, que nunca se le dieron bien. También se pronuncian aquellos que las entendieron de forma innata y se sintieron cómodos en el mundo del cálculo desde pequeños.

Cuando somos pequeños y vamos a la escuela, nos comparamos inevitablemente con los compañeros y esto hace que decidamos si somos “buenos” o “malos” en algo. Todos tenemos ritmos muy diferentes, tanto de resolución como de comprensión, y, por desgracia, este ritmo distinto nos hace pensar que los que vamos más despacio no somos buenos en matemáticas. Y ahí nace el bloqueo de nuestra capacidad de aprendendizaje.

La labor del maestro también influye poderosamente en la percepción que tenemos de nuestras capacidades y, si existe mucha alabanza y mención de los alumnos más veloces y queja o presión a los que van más despacio, la brecha se hace todavía más amplia.

Por otro lado, también influye la manera en la que nos han enseñado la materia. En muchas escuelas se enseñan los números de forma aislada, a través de fichas, sin relacionarlos de ninguna manera con su referente real, que es la propia vida. Y sucede lo mismo con las operaciones, se enseña cómo operar de forma mecánica, dando instrucciones, sin permitir que sea el propio niño quien construya el algoritmo. Esto significa que los alumnos deben aprender de memoria, a menudo sin comprender lo que hacen, la manera de resolver una operación. Y muchos creen que no lo entienden porque hay un fallo en ellos, cuando en realidad el problema está en el método de enseñanza.

Las matemáticas surgen de la observación de la naturaleza y sus leyes. En la historia de la humanidad, hay un proceso constante de descubrimientos matemáticos que nacen de la necesidad de resolver los problemas diarios con los que se encontraban nuestros antepasados. Cuando presentamos a los niños situaciones reales en las que tienen que resolver, desde la experiencia práctica, un problema, podemos ver que encuentran la solución con mayor facilidad que sobre un papel.

Esto nos indica que lo primero para aprender matemáticas es haber tenido muchas experiencias prácticas en las que desarrollar la resolución de problemas a través de la investigación propia. Si empezamos con lo abstracto antes de haber tenido este contacto directo con la experiencia, nos saltamos un paso imprescindible.

Los primeros años de vida y también el jardín de infancia son el momento idóneo para dedicarse al juego libre, en un entorno rico en experiencias sensoriales. Jugar en el arenero a construir, calculando pesos y medidas, investigando cómo hacer un dique para que no pase el agua, repartiendo el material a partes iguales, haciendo montones que tengan la misma cantidad, etc. Aprovechar cada paseo en el bosque para observar las plantas y los números que esconden. Descubrirlos también en el cuerpo humano, en las naranjas que hemos recogido del árbol, en los platos que necesito para poner la mesa.

También es muy importante todo aquello que implique percibir y ordenar el espacio y el tiempo: escuchar y recordar cuentos, tomar turnos, ver cuántos somos y quién falta en el aula, recoger y ordenar los juguetes según una característica, comprobar que hay un lápiz para cada uno y un sinfín de actividades que se dan en el día a día del jardín de infancia.

Si llevamos la atención a lo matemático de esta manera, los niños tienen constantemente una sensación de descubrimiento propio que les hace amar los números y les llena de entusiasmo. Y cuando llega la hora de traducirlo al aprendizaje formal, se sienten felices y seguros y se comparan mucho menos, pues ya saben que saben y están ocupados en aprender más y evolucionar a su propio ritmo.

Como ya he contado algunas veces, gracias a mi trabajo como maestra en escuelas Waldorf, he podido acompañar a muchos alumnos como maestra tutora, desde primero hasta sexto de primaria y he visto el efecto que tiene esta manera de enfocar la enseñanza de las matemáticas. Por supuesto, sigue habiendo alumnos que tienen más dificultades que otros, pero aun así, se alegran cuando llega el momento de las matemáticas.

Esto confirma plenamente que sí se puede lograr una enseñanza significativa y que produzca entusiasmo en vez de rechazo, y que todos, sin excepción, podemos llegar a ser grandes matemáticos.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*He elegido la fotografía de un rosal silvestre porque, tanto en el cáliz como en la corola y en el número de hojas, se encuentra el número cinco y sus múltiplos.

Imagen de Gerald Thurner

El respeto a la madurez escolar

Niños jugando al atardecer

Hoy voy a hablar de un tema delicado, difícil de abordar por la vorágine en la que vivimos y el ritmo que marca esta sociedad frenética. Con este texto quiero proponer una mirada profunda al inicio de la escolarización infantil, que tenga en cuenta la madurez de cada niño y ofrezca en cada etapa lo que necesita.

En España, la educación primaria comienza en el año natural en que se cumplen los seis años de vida. Esto quiere decir que, en septiembre, al inicio del curso escolar, hay alumnos que tan sólo tienen cinco años: son aquellos que cumplirán los seis entre septiembre y diciembre, en comparación con otros que ya tienen los seis y que cumplirán los siete a partir de enero.

Este gran rango de edad hace que las clases estén formadas por alumnos que se encuentran en diferentes momentos evolutivos. Unos pocos meses no afectan mucho en la vida adulta, pero al principio de la vida, es otro cantar.

A lo largo de mis años de maestra, he sido tutora de una clase de primero de primaria en dos ocasiones, y en ambas he podido constatar el esfuerzo titánico que hacen los más pequeños para alcanzar a los mayores, y la frustración que supone no conseguirlo y no entender muchas de las cosas que se exponen en el aula.

Ellos no saben de edades y, al compararse con los que creen sus iguales, su autoestima disminuye, pues perciben que la mayoría de las veces no consiguen llegar donde llegan los demás. Esto puede bloquear los aprendizajes e incluso convertirse en un estigma, solo mitigado por un buen profesional de la enseñanza, que sea consciente de esto y ponga su atención en evitar las comparaciones y en ayudar a los alumnos a desarrollar una autoestima sana.

Aun así, es difícil evitar que los alumnos de un mismo grupo se comparen y es una ardua tarea conseguir que se valoren por lo que son y no en relación a los demás.

La situación se agrava por el hecho de que hay niños que necesitan más tiempo para madurar, y si esto coincide con que además sean los más pequeños de la clase, la diferencia es todavía mayor.

Tal y como comentaba en otros artículos, durante los primeros siete años de vida, todo el organismo está ocupado en aprender a moverse de forma coordinada, en el buen desarrollo de los órganos, de los sentidos, del habla, etc. Esto quiere decir que dedicar fuerzas al desarrollo intelectual implica no utilizarlas en el buen asentamiento y manejo del cuerpo. Cuando nos centramos en el aprendizaje formal antes de tiempo, cambiamos las actividades de movimiento libre por otras en las que los niños están sentados y prestando atención. Esto hace que no puedan seguir trabajando su coordinación, equilibrio y lateralidad a tiempo completo. Además, en muchas ocasiones, dedicarse al aprendizaje formal cuando hay procesos de crecimiento físico en marcha no da ningún fruto, pues resulta mucho más difícil concentrarse y realizar tareas mentales; pasa lo mismo que cuando estamos enfermos, nuestras fuerzas van allí donde son más necesarias.

A los seis años, hay niños y niñas que todavía tienen mucho camino por hacer en cuanto al desarrollo físico y no están preparados para prestar atención a lo intelectual. Es por eso que no dejan de moverse y no hacen caso: su sabiduría interior les guía hacia la actividad que conseguirá que se desarrollen de forma sana: el movimiento y el juego libre.

Por este motivo, si intentamos enseñarles a leer y escribir cuando todavía no están preparados, es posible que creemos un rechazo o una dificultad que más adelante no existiría. Tal y como he comentado a menudo, muchos niños aprenden por complacer al adulto, y esto hace que desoigan sus propias necesidades y dejen este importante desarrollo físico en segundo plano para centrarse en aquello que les pedimos. De hecho, están tan atentos a nuestras reacciones que no necesitan que se lo pidamos, perciben inmediatamente aquello a lo que damos valor.

Es preciso que llevemos la atención a estos temas, pues la lectoescritura es la base de la mayoría de los futuros aprendizajes en la escuela, y si aceleramos su enseñanza, en vez de facilitar el proceso de aprendizaje, puede ser que lo estemos bloqueando.

Me pregunto a menudo de dónde viene esta prisa, como si no hubiera tiempo suficiente durante la educación primaria para aprender y afianzar estas habilidades, con paciencia, en el momento adecuado para todos los alumnos, cuando ya están verdaderamente listos y con el entusiasmo preciso para descubrir el mundo de las letras.

Veo muy necesario que encontremos la forma de respetar la evolución de cada alumno, sin prisas, desde la observación individual, dando tiempo suficiente para jugar de forma libre y para construir los andamiajes de toda una vida de aprendizaje, de forma equilibrada y consciente, sin dejar de lado las tan importantes habilidades motrices, el despliegue de un organismo sano, fuerte, flexible y coordinado.

Ojalá podamos transformar todo esto y llevar mayor conciencia y serenidad al acompañamiento de una de las etapas más bonitas e importantes de la vida.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Este artículo es parte de la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber cómo conseguirlo, tienes toda la información en el siguiente enlace: El tesoro del tío William

*Fotografía de Chanwit Whanset

La experiencia propia como base del aprendizaje en la infancia

Tres amigas sentadas al atardecer

Una de las fases que más me llama la atención del crecimiento infantil es la etapa del «por qué». Es ese momento en el que empiezan a tener un mayor dominio del lenguaje y hacen preguntas de todo tipo al adulto, desde una curiosidad innata e inocente, desde las ganas de descubrir el mundo que les rodea.

Cuando esto sucede, el adulto empieza a dar explicaciones, a veces simples, otras mucho más complejas, pero normalmente sin conseguir saciar la curiosidad del niño. Esto sucede porque lo que necesita ese niño no es una respuesta racional, una teoría que no puede comprender. Lo que necesita quizá es escuchar su propia voz y la del adulto, encontrar sus propias respuestas y vivir desde la experiencia todo aquello que será el andamiaje de sus futuros saberes. O incluso vivir en la pregunta y dejar que sea ella quien guíe sus descubrimientos.

Cuando ofrecemos una explicación teórica y puramente intelectual antes de tiempo, tal y como comentaba en varios artículos anteriores, llenamos de ideas vacías la cabeza del niño, lo llevamos a adquirir un pensar prestado que todavía no puede ni siquiera poner en tela de juicio.

Recuerdo con cariño una charla con una de mis primas pequeñas sobre la fuerza de la gravedad. Era verano, yo debía tener unos catorce años y ella nueve. Me contaba que en la escuela le habían explicado qué era la fuerza de la gravedad y cómo funcionaba, y lo había entendido casi todo, pero tenía una pregunta sin resolver, que era la siguiente: “Si todo cae hacia abajo, ¿cómo es que los que están en el hemisferio sur no se caen?”

Y yo me pregunto, ¿qué necesidad hay de explicar de forma teórica este tipo de conceptos en una edad en la que deberían estar experimentando por sí mismos los principios de la física? ¿No tendría mucho más sentido hacerse preguntas sobre sus propios descubrimientos en el medio que les rodea y sobre el que pueden experimentar?

La educación Waldorf en la escuela primaria parte desde este principio: lo primero es la experiencia y el sentir. Cuando presentamos un nuevo tema, es desde la actividad propia y la emoción del descubrimiento. Después proponemos integrar este nuevo conocimiento de forma artística, ya sea a través del dibujo, de la creación de una maqueta o cualquier otra forma de expresión. Y ya por último, cuando se ha comprendido de forma viva ese contenido, se plasma en el cuaderno para ponerlo en palabras y acabar de integrar su significado.

Cuando trabajamos de esta manera, dejando la conceptualización para el final, los contenidos pueden expandirse mucho más, dando lugar a hallazgos inesperados y nuevas conexiones, dejando espacio para que el propio concepto pueda crecer a lo largo de toda la vida.

Esto es especialmente importante entre los 6 y los 12 años, y se refiere sobre todo al contenido académico. A partir de los 12 años, ya con el desarrollo pleno del pensamiento abstracto, se puede ir más allá, presentando distintos puntos de vista y trabajando desde lo conceptual, evitando las verdades absolutas, dejando espacio para el descubrimiento propio e incluso, la intuición.

Recuerdo a un maravilloso maestro que conocí en la formación Waldorf de Oriago, que siempre dejaba una pregunta en el aire al terminar la clase, pregunta que dejaba sin contestar y que sembraba en los alumnos la capacidad de reflexionar, de discurrir y descubrir por sí mismos las posibles respuestas…o incluso más preguntas. Conseguía encender el fuego del entusiasmo por el conocimiento del mundo y así acogía todas las respuestas con gran reverencia, descubriendo en cada una de ellas tesoros geniales.

Si enseñamos desde conceptos fijos, no hay posibilidad de ampliación, de encontrar algo nuevo, ni de hacer nuestro el contenido. La educación puramente intelectual que excluye la experiencia propia del alumno se convierte casi en un acto de fe, pues no parte del descubrimiento propio, sino del ajeno.

Para que las nuevas generaciones puedan aportar lo que traen al mundo, tenemos que crear un espacio en el que puedan descubrir y expresar quiénes son, desarrollar su conocimiento propio y tener la libertad de pensar por sí mismos. Si partimos con las respuestas ya dadas, matamos de algún modo el motor del aprendizaje real. Además, no hay nada que recordemos mejor que lo que hemos descubierto a través de nuestra propia experiencia.

Ojalá podamos dar un paso atrás para dejar ese espacio de creatividad y descubrimiento, que pueda dar lugar al desarrollo de personas libres en el pensar, en el sentir y en el actuar en el mundo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Foto de Charlein Gracia

Cómo reparar los efectos de la pandemia en las relaciones sociales

Dos niños de espaldas paseando por un bosque

Hace unos días recordaba las reflexiones que gran parte de la sociedad hizo al principio de la pandemia, durante los meses de confinamiento. Aquel parón forzado nos dio la oportunidad de pensar sobre la forma en que vivimos y el efecto que tenemos sobre el medio que nos rodea. Yo incluso sentí que un nuevo modo de vida, más sano y más respetuoso con la naturaleza, era posible, y que aquella situación podía enseñarnos a valorar lo que realmente nos hace felices.

La realidad es que, ese primer momento de reflexión, se perdió en gran parte cuando volvimos a la calle. El miedo y las restricciones nos llevaron a separarnos todavía más unos de otros y a dejar de vernos de forma amigable y positiva. Se instaló la desconfianza y el temor por la incertidumbre de no saber de dónde venía el peligro.

Había personas que seguían a rajatabla las instrucciones de las autoridades y otras que no; unas por convicción, otras por el qué dirán, algunas por cansancio acumulado y muchas por miedo, lo que llevaba a cada persona a defender su propia verdad como única opción y juzgar al otro como erróneo. Era común encontrar campos de batalla entre familiares y amigos, entre colegas en el trabajo.

Toda esta situación, que se ha expandido en el tiempo hasta el día de hoy, unida al aumento del uso de pantallas y redes sociales, ha tenido un efecto desastroso en la sociedad, creando una gran distancia entre las personas y una sensación de hartazgo y desconfianza enorme.

Encuentro más que nunca a personas que no ven a los demás, que no los registran ni los reconocen. Se cuelan en las rotondas y en la cola del supermercado y del autobús, o se chocan contigo porque no te han visto, y si te han visto, no les ha importado. Es como si el otro hubiera dejado de ser un igual, de ser persona. Hay una creciente ceguera que solo nos permite percibir, con suerte, a los de nuestro clan, y sin ella, a nosotros mismos y nada más. Es una especie de modo de supervivencia, en el que la ley del más fuerte, o en este caso, del más rápido, está volviendo a imperar, escalando como nunca la agresividad y el desdén hacia los demás.

Me parece urgente que abramos los ojos y hagamos todo lo que esté en nuestra mano para sanar estas emociones y volver a ver las relaciones interpersonales como fuente de bienestar, salud y felicidad. Especialmente por la infancia y por la juventud. Han tenido que vivir reprimiendo lo que en estas edades es más necesario; el contacto físico, la caricia, la sonrisa, el juego, los abrazos, las charlas interminables con los amigos… Algunos han pasado al extremo opuesto y ya no consiguen relacionarse con nadie, excepto con los familiares más cercanos, otros intentan recuperar el tiempo perdido quizá con una punzada de culpabilidad. Sea como sea, todos ellos necesitan de nuestro apoyo para poder recuperar la tranquilidad, la confianza y la alegría.

Una de las maneras más sencillas que conozco para ello es volver a la naturaleza. Hemos pasado un tiempo de mucho pensar y mucho temer, un tiempo en el que nuestra mente era la gran protagonista y reinaba sobre todo lo demás. Necesitamos hacer borrón y cuenta nueva y sentir que tenemos la suerte de estar vivos; habitar nuestro cuerpo, percibir el calor del sol y la caricia del agua en la piel, tocar tierra, caminar por la arena…

Si unimos esto a volver a mirar a los ojos a las personas que se crucen en nuestro camino, ofrecer una sonrisa, una palabra amable, un “pasa tú primero que llevas cuatro cosas” en el supermercado y un interés genuino por el bienestar del otro, conseguiremos volver a sentir la grandeza de ser humanos y estar vivos, juntos.

Ojalá así sea.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Foto de Jamie Taylor