
Una de las cuestiones que más felicidad puede traer a nuestras vidas es conocer nuestro propósito vital y dedicarnos a ello. En este artículo voy a hablar sobre cómo acompañar a la infancia preservando esa sabiduría con la que nacemos, creando un espacio que acoja con cariño incondicional su expresión.
Cada persona posee ciertos rasgos que no provienen de la familia, ni del entorno, ni de las circunstancias; son una parte intrínseca del alma. Estos dones son las fuerzas que traemos para desarrollar lo que hemos venido a hacer. Podemos verlas como virtudes o incluso como defectos, pero lo suyo es considerarlas fuerzas que podemos canalizar, que podemos poner a nuestro servicio para ser felices y construir un lugar en el mundo, aportando lo que traemos a la sociedad.
Cuando no somos conscientes de estos rasgos o incluso se ven criticados y rechazados por los demás, la vida se convierte en una lucha constante por ser quienes no somos, por adaptarnos y parecer aquello que pide el entorno. Una lucha perdida que nos puede llevar a una vida vacía, desconectada de su verdadero propósito.
Como adultos, a menudo olvidamos ver y reconocer lo auténtico en la infancia y nos centramos en corregir todo aquello que pensamos que no está bien. Nuestros ojos dejan de brillar cuando ese ser tan especial para nosotros entra por la puerta, porque estamos ocupados en decirle que llame antes de entrar, que no grite o que se coloque bien el vestido. Esto hace que tanto nosotros como los niños llevemos la atención constantemente a lo que hay que cambiar.
Tenemos que ser conscientes de que nuestros juicios de valor, nuestras creencias y opiniones, son como un libro abierto para la infancia. De forma inconsciente, captan aquellas cosas que valoramos más, nuestro concepto de éxito, lo que significa triunfar en la vida. Si tenemos una actitud que valora el intelecto por encima del arte, lo vamos a expresar en todas nuestras opiniones, a veces de forma más consciente y contundente, otras casi sin darnos cuenta. Y los pequeños que nos rodeen van a captar que es más importante el intelecto que el arte, y, según su necesidad de ser apreciados y valorados, es posible que dejen de lado su parte artística para concentrarse en lo intelectual.
Que expresemos nuestros valores es natural e inevitable. Tampoco sería sano esconder nuestra forma de pensar. Sin embargo, es preciso observar nuestras creencias, la forma que tenemos de hablar, los juicios que valoran o desprecian una u otra disciplina, un modo u otro de vida, y ver si realmente sentimos todo eso o son creencias heredadas, ya sea de la familia o del inconsciente colectivo. Necesitamos revisar qué es lo que estamos transmitiendo a nuestro alrededor y ser coherentes. Y, sobre todo, ser respetuosos con todo aquello que nos resulte diferente, evitando hablar de forma negativa sobre aquello que no elegimos. Es posible que, precisamente nuestro hijo o hija, sienta gran inclinación por algo que nos resulta ajeno, y trae esa semilla para compartirla con nosotros. En ese caso, sólo en un ambiente de acogimiento y respeto, podrá desarrollarse plenamente.
Recuerdo cuando volví de mi primer viaje a la India, con unos 23 años. Regresé durante un tiempo a casa de mis padres, mientras encontraba piso para alquilar. Allí, en mi habitación, llena de telas estampadas de dioses hindúes, encendía incienso y velas y hacía yoga. Mi familia, de religión cristiana católica, no decía nada, como mucho a veces mi madre me proponía que abriese la ventana para no asfixiarme. El yoga le llamaba la atención e hicimos algunos ejercicios juntas. Al cabo de un tiempo, se apuntó a yoga con una amiga.
Llegó el verano y fuimos al pueblo, a Galicia. Yo me llevé mis dioses conmigo, poniendo un pequeño altar en mi mesita de noche. Un día llegué a mi habitación y vi que alguien había puesto flores en mi altar. Le pregunté a mi abuela y ella me dijo que cómo era que tenía a mis santos sin flores, que se las había puesto ella. Esta aceptación sin duda, esta asimilación de una cultura totalmente ajena como parte de la suya propia, me marcó profundamente. El mensaje que me trasmitió fue que todo es posible, que todo se puede asimilar y comprender, pues al fin y al cabo, todo es lo mismo pero con formas y palabras diferentes.
Reflexionando ahora creo que estas experiencias me han hecho ser capaz de percibir cualquier filosofía, incluso cualquier religión, desde una perspectiva amplia, comprensiva, que reconoce los puntos de unión y observa con curiosidad las peculiaridades de cada forma de pensamiento, de cada estilo de vida, de cada corriente educativa. Así, he podido leer entre líneas y acoger todo aquello que resonaba conmigo, viniese de donde viniese, creando mi propia manera de entender la pedagogía y el mundo.
Y no es porque mi familia no tuviese creencias propias, o no me transmitiese lo que, en su opinión, era mejor para mí. Es porque tuvieron la capacidad de quererme y aceptarme fuese como fuese, viniese de la India o de Australia, hiciese yoga o taichi, fuese vegetariana o carnívora. Y me consta que no debió ser fácil. Incluso cuando lo que yo era chocaba firmemente con sus creencias, que era muy a menudo, el mensaje final siempre era de amor y de respeto, de «haz lo que te haga feliz, nosotros estamos aquí para apoyarte en lo que necesites».
Este respaldo es un impulso incomparable, un colchón que te asegura que vayas donde vayas, vueles donde vueles, siempre tienes dónde regresar. Esta es la libertad que permite ser quien eres y expresar tu potencial. Y es también lo que te llena de un profundo agradecimiento que te impulsa a aportar al mundo los dones que traes.
Extracto de mi libro “Crecer para educar”
Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.