La importancia de los límites sanos en la infancia

Padre con bebé al atardecer

A menudo reflexiono sobre la importancia que tienen los límites en la infancia, pues observo las dificultades que presenta este tema, tanto en el hogar como en la escuela. Durante mis años de maestra y ahora también como asesora de maestros y familias, me encuentro con niños que no perciben las normas básicas de convivencia, entre ellas prestar atención a otras personas. Y esto es muy curioso, pues los niños, de manera natural, nacen con un gran interés hacia el otro, utilizando la imitación para aprender a través del ejemplo que les ofrecemos.

El hecho de que no presten atención a un adulto de forma espontánea me hace pensar en dos posibles causas, la primera, que no esperen nada del adulto porque no lo consideran como una posible fuente de aprendizaje, y la segunda, que estén imitando la falta de presencia y de atención que mostramos hoy en día muchas personas, a causa del tipo de sociedad que hemos construido, llena de distracciones que nos apartan del momento presente. De hecho, puede ser una combinación de ambas, así que veo muy necesario plantearnos qué estamos enseñando a los niños con nuestra manera de actuar y cómo es que no nos consideran como una fuente de posibles aprendizajes.

Para que seamos dignos de imitar, tenemos que estar en nuestro centro y ser capaces de mostrar que nosotros también sentimos deseos y tenemos sueños, que hemos sido pequeños como ellos y hemos ido aprendiendo a través de nuestros errores, que sabemos tomar decisiones y asumir nuestras equivocaciones y que somos capaces de poner límites cuando son necesarios.

Si además los escuchamos desde la paciencia y el respeto, se crea un vínculo sano y de confianza y ellos también aprenden a escuchar y a ser conscientes de la necesidad del otro. Si estamos demasiado pendientes de la vorágine diaria, distraídos por las redes sociales y sin un momento de verdadera presencia, esto será lo que enseñemos a los niños que nos rodean.

Por otro lado, quizá para compensar nuestra falta de presencia, es posible que escuchemos las demandas de los niños y las pongamos por delante de temas importantes como son el descanso, la economía familiar, el respeto e incluso el disfrute de la vida. Descuidamos nuestras necesidades por cumplir peticiones que, en ocasiones, son más bien caprichos.

En estos casos, en lugar de beneficiar a los niños, lo que hacemos es que sientan que sus deseos son lo único que importa, que el adulto está allí a su servicio y que no tiene necesidades propias. Se sienten el centro del universo, pues todo gira en torno suyo y no saben que su libertad termina donde empieza la del otro.

Cuando salen al mundo exterior, más allá de su hogar, o incluso de la escuela, se frustran con todo lo que sucede en contra de sus deseos, incluso con el tiempo.

No han aprendido que el otro también tiene necesidades, con lo cual no son capaces de respetarlo ni de seguir normas de convivencia importantes, como por ejemplo, el respeto de las señales de tráfico o el turno de palabra en el aula.

Y todo esto, como decía al principio, no es una actitud con la que se nace… Se aprende cuando se recibe el mensaje constante de que lo único que importa son los deseos propios, por delante de los de los demás.

Por ello es tan importante que los adultos expresemos quienes somos y tengamos en cuenta el bienestar de toda la familia, o de toda la clase, incluidos nosotros, cuando tomamos decisiones.

No es un bueno para nadie sentir que tiene prioridad sobre los demás. Una cosa es proteger a la infancia y darle lo que necesita y otra muy distinta es desvivirnos y dejarnos de lado por contentar cada petición que nos hacen, por evitar cada frustración natural de la vida. Tenemos que ocupar nuestro lugar como adultos, mostrando a los niños con nuestros actos que todos necesitamos las mismas cosas en esencia; respeto, escucha, cariño, atención, presencia y amor, y que es un camino de dos direcciones.

Y lo mismo con todas nuestras relaciones, pues ellas son el ejemplo vivo que verá la infancia para aprender cómo relacionarse con el otro de forma sana, con responsabilidad emocional, expresando nuestro sentir y respetando el del otro.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Cómo acompañar el desarrollo emocional en la adolescencia

Jóvenes al atardecer

En el último artículo hablaba sobre la importancia de la experiencia propia como base del aprendizaje en la infancia. Esto evoluciona y se transforma a partir de los doce años, así que hoy voy a ampliar el tema, llevándolo al terreno del acompañamiento del desarrollo emocional en la adolescencia.

El ser humano necesita ser reconocido y escuchado, en todas las etapas de la vida. En la adolescencia, que es cuando más se necesita ese reconocimiento, es cuando resulta más difícil para los adultos darlo. ¿Por qué? Porque el adolescente pone en duda nuestras creencias más firmes sobre la vida, aquello que sustenta el modo en que hacemos las cosas y las elecciones que hemos hecho y hacemos cada día.

Algunas de estas creencias las hemos heredado, otras las hemos adquirido a través de las situaciones que hemos experimentado o las hemos adoptado porque son lo adecuado según la sociedad en la que estamos inmersos. Todas ellas están fuertemente enraizadas en nosotros y es muy posible que las percibamos como la única manera en la que se deben hacer las cosas. Incluso aunque no nos causen felicidad, sentimos que la vida es así y es así como se debe vivir.

Cuando tratamos de transmitir nuestra forma de ver la vida a un adolescente, no tiene más remedio que rebelarse. Necesita romper con todo para descubrir sus propias normas, debe experimentar por si mismo para poder actuar con plena responsabilidad y conciencia. No le sirve nuestra experiencia, porque es una persona diferente a nosotros y no tiene el mismo entorno ni las mismas circunstancias que dieron lugar a nuestro saber.

Cuando tiene un conflicto o una nueva situación, lo que realmente necesita es poder expresar su opinión, escuchar su propia voz expresar lo que su mente discurre, argumentar sus ideas sin tener ya encima el peso de las nuestras.

Y después, si somos capaces de escuchar con plena apertura y sin prejuicios, es posible que incluso nos pida nuestra opinión.

No debemos decidir por él, podemos pintar una imagen, aportar nuestro saber sin imponerlo, contar una pequeña anécdota de una situación similar que hayamos vivido, de alguna vez que hayamos metido la pata hasta el fondo. Pero siempre dejando la puerta abierta a posibles opciones, sin sentenciar a una única salida.

El problema es que queremos evitar que se equivoque, porque sentimos que va a sufrir. Queremos allanar el camino, ahorrarle disgustos y a veces incluso, caminar por él, haciendo aquello que debería hacer por sí mismo. Y esto mina su confianza, pues el mensaje que escucha es: “Te vas a equivocar, tú no sabes, no puedes, yo lo hago por ti”, aunque no lo expresemos con palabras.

Nos puede ayudar recordar cuando era bebé e intentaba aprender a darse la vuelta solo. Ese momento en el que dejas al bebé sobre la cama boca arriba e intenta darse la vuelta para ponerse boca abajo. Hasta que lo aprende, se frustra y llora. Nos encantaría poder decirle cómo se hace, pero no podemos. Ni siquiera poniéndonos al lado y haciéndolo nosotros para que nos imite. No funciona, lo tiene que aprender desde dentro, tras muchos intentos fallidos. Y si le damos la vuelta, entonces intenta volver a darse la vuelta o se pone a llorar, porque lo que quiere es aprender y hacerlo solo. Lo único que podemos hacer es acompañarlo en su sentir, en su frustración, y confiar en que un día será capaz de darse la vuelta. Y así sucede cuando llega el momento.

Esta imagen nos puede ayudar a entender qué necesita verdaderamente un adolescente: Confianza. Apoyo y acompañamiento en sus descubrimientos. Cariño. Que lo miremos con amor y una sonrisa, sabiendo que llegará donde se proponga. Y, si nos pide consejo, unas palabras amables que no determinen una única verdad absoluta, sino que apunten a las posibilidades que tiene la vida.

Desde este enfoque dejamos en sus manos las decisiones que les conciernen, evitando intervenir incluso si no estamos de acuerdo. Y decidimos en aquellas que nos competen como padres y educadores. Esto es lo difícil, entender la diferencia entre ambas cosas y saber cuándo debemos dejar ese espacio de decisión. Una pista puede ser sentir qué aspectos son esenciales para ellos y qué otros aspectos tienen que ver más con la convivencia o con la enseñanza. Cuanta más autonomía podamos dar, sin abandonar lo que consideramos esencial, mejor.

Por ejemplo, si llega el fin de semana y quiero que mi hija venga conmigo al teatro, pero ella prefiere quedar con sus amigos, debo respetar esa decisión. Estamos hablando ya de los catorce años en adelante. Si insisto en que venga en contra de sus deseos, solo voy a conseguir despertar aversión y minar mi autoridad. Sin embargo, si dejo que elija estar con sus amigos, quizá descubra más adelante la belleza del teatro. O no. Pero por lo menos no habremos creado rechazo. Esto también sucede si intento convencerla diciéndole lo mucho que me gustaría que viniese; si se siente obligada a venir para que yo me sienta bien, produce el mismo efecto.

A partir de los 12 años, la socialidad con los iguales ocupa el puesto prioritario. Todo lo demás es secundario. Los adolescentes necesitan entenderse con el otro, encontrar su lugar, aprender a decir lo que piensan y ser parte del grupo sin perder su individualidad. Es el momento de hacer este trabajo y ellos inconscientemente lo saben. Por eso lo piden y lo buscan. Si los sacamos de ahí para hacerles ver algo que como adulto consideramos cultura, lo que conseguimos es que no lleguen a disfrutar ni una cosa ni la otra.

Ni que decir tiene que hay tiempo para todo, y que, si hemos sembrado ciertas semillas durante la infancia, es muy probable que sí que quieran seguir haciendo algunas cosas con nosotros, o practicando hobbies que ya están instaurados desde la infancia, como tocar un instrumento, hacer deporte o actividades artísticas. Esto puede acompañarlos y ser un pilar básico en las transiciones de la vida.

En cualquier caso y como conclusión, lo esencial a la hora de acompañar el desarrollo emocional en la adolescencia es recordar que cada uno encuentra su felicidad en su propio camino y que todos necesitamos ser reconocidos en nuestra esencia y en nuestro sentir. Y que lo que más puede acompañar a otro ser humano es el calor de la confianza y el amor.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Foto de Helena Lopes

Cómo reparar los efectos de la pandemia en las relaciones sociales

Bosque en otoño

Hace unos días recordaba las reflexiones que gran parte de la sociedad hizo al principio de la pandemia, durante los meses de confinamiento. Aquel parón forzado nos dio la oportunidad de pensar sobre la forma en que vivimos y el efecto que tenemos sobre el medio que nos rodea. Yo incluso sentí que un nuevo modo de vida, más sano y más respetuoso con la naturaleza, era posible, y que aquella situación podía enseñarnos a valorar lo que realmente nos hace felices.

La realidad es que, ese primer momento de reflexión, se perdió en gran parte cuando volvimos a la calle. El miedo y las restricciones nos llevaron a separarnos todavía más unos de otros y a dejar de vernos de forma amigable y positiva. Se instaló la desconfianza y el temor por la incertidumbre de no saber de dónde venía el peligro.

Había personas que seguían a rajatabla las instrucciones de las autoridades y otras que no; unas por convicción, otras por el qué dirán, algunas por cansancio acumulado y muchas por miedo, lo que llevaba a cada persona a defender su propia verdad como única opción y juzgar al otro como erróneo. Era común encontrar campos de batalla entre familiares y amigos, entre colegas en el trabajo.

Toda esta situación, que se ha expandido en el tiempo hasta el día de hoy, unida al aumento del uso de pantallas y redes sociales, ha tenido un efecto desastroso en la sociedad, creando una gran distancia entre las personas y una sensación de hartazgo y desconfianza enorme.

Encuentro más que nunca a personas que no ven a los demás, que no los registran ni los reconocen. Se cuelan en las rotondas y en la cola del supermercado y del autobús, o se chocan contigo porque no te han visto, y si te han visto, no les ha importado. Es como si el otro hubiera dejado de ser un igual, de ser persona. Hay una creciente ceguera que solo nos permite percibir, con suerte, a los de nuestro clan, y sin ella, a nosotros mismos y nada más. Es una especie de modo de supervivencia, en el que la ley del más fuerte, o en este caso, del más rápido, está volviendo a imperar, escalando como nunca la agresividad y el desdén hacia los demás.

Me parece urgente que abramos los ojos y hagamos todo lo que esté en nuestra mano para sanar estas emociones y volver a ver las relaciones interpersonales como fuente de bienestar, salud y felicidad. Especialmente por la infancia y por la juventud. Han tenido que vivir reprimiendo lo que en estas edades es más necesario; el contacto físico, la caricia, la sonrisa, el juego, los abrazos, las charlas interminables con los amigos… Algunos han pasado al extremo opuesto y ya no consiguen relacionarse con nadie, excepto con los familiares más cercanos, otros intentan recuperar el tiempo perdido quizá con una punzada de culpabilidad. Sea como sea, todos ellos necesitan de nuestro apoyo para poder recuperar la tranquilidad, la confianza y la alegría.

Una de las maneras más sencillas que conozco para ello es volver a la naturaleza. Hemos pasado un tiempo de mucho pensar y mucho temer, un tiempo en el que nuestra mente era la gran protagonista y reinaba sobre todo lo demás. Necesitamos hacer borrón y cuenta nueva y sentir que tenemos la suerte de estar vivos; habitar nuestro cuerpo, percibir el calor del sol y la caricia del agua en la piel, tocar tierra, caminar por la arena…

Si unimos esto a volver a mirar a los ojos a las personas que se crucen en nuestro camino, ofrecer una sonrisa, una palabra amable, un “pasa tú primero que llevas cuatro cosas” en el supermercado y un interés genuino por el bienestar del otro, conseguiremos volver a sentir la grandeza de ser humanos y estar vivos, juntos.

Ojalá así sea.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Foto de Jamie Taylor

Qué nos impide hacer realidad nuestro verdadero propósito

Paisaje en acuarela

Siguiendo el hilo de mi último artículo, en el que hablaba sobre la importancia de distinguir lo esencial de lo urgente, hoy voy a hablar sobre los motivos que nos impiden dedicarnos a aquello que nos hace realmente felices. Tomar conciencia de ello puede ayudarnos a dar a nuestro verdadero propósito el espacio que merece.

Una de las causas principales es nuestra percepción del deber. Solemos dedicarnos en primer lugar a lo que sentimos como una obligación y dejamos para después lo que percibimos como un disfrute, casi como un lujo.

Generalmente consideramos obligaciones aquellas tareas que nos requiere el mundo desde fuera y que se relacionan con un ideal, o con el bienestar material o social. A menudo las percibimos como algo que cuesta esfuerzo y que hacemos por un sentido del deber.

Esta percepción de lo que es obligatorio pone los requerimientos externos por delante de lo que, en nuestro fuero interno, sabemos que nos hace bien. La cuestión es que postergar la escucha interna y las necesidades propias por las necesidades ajenas o las demandas del mundo exterior, puede traer sufrimiento y nos desconecta de nuestro verdadero propósito.

Algo que nos puede ayudar a reorientar el sentido del deber es meditar sobre para qué estamos vivos. Todas las personas tenemos dones, habilidades que nos hacen sentir plenos y felices. Y en vez de dedicarnos a ello, nos enfocamos en lo que supuestamente va a darnos un sustento, en lo que la sociedad pide de nosotros o en lo que nos va dar un reconocimiento externo. Y el trabajo se convierte en una obligación en vez de en algo que nos llena y nos nutre. Y todo aquello que podríamos aportar a la sociedad desde lo que realmente hemos nacido para hacer, se pierde. Y con ello se pierde también el posible cambio de un mundo que va a la deriva.

Las nuevas generaciones no están dispuestas a poner por delante el deber, pero, enterradas en las redes sociales, tampoco conocen su verdadero propósito y a menudo se aferran a aquello que les produce un placer momentáneo, un reconocimiento superficial, para sentirse vivas. Y, si los adultos no hemos descubierto cómo ser felices y vivimos desde la obligación, difícilmente vamos a poder ofrecerles una alternativa digna a ese mundo virtual.

Es preciso tomar conciencia de todo esto y plantearse cuál es nuestro verdadero deber y colocarlo en primer lugar. Y la mejor pista es saber que nuestro propósito real nos hace sentir bien, plenos y entregados a la vida. Es aquello que hace que el tiempo se pare y que aporta felicidad, tanto a nosotros mismos como a nuestro entorno.

Otra de las causas fundamentales de la postergación de aquello que nos hace felices es el miedo al resultado, el miedo a qué pasaría si realmente nos dedicáramos a lo que nos gusta de verdad, a lo que valoramos profundamente.

Mostrar al mundo algo que es una parte esencial de nosotros, apostando por hacer realidad nuestros sueños, implica un gran riesgo. Salga bien o salga mal, provocará un cambio en nuestras vidas y tendremos que tomar nuevas decisiones y asumir nuevos retos. Si no lo conseguimos, tendremos que lidiar con la desilusión y con el hecho de volver a empezar. Y, si tenemos éxito, será un gran desafío, pues parte del mundo conocido desaparecerá y habrá que caminar por un terreno totalmente nuevo.

Esto da mucho vértigo, así que a menudo preferimos quedarnos como estamos pues, tal como dice el refrán: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Este dicho refleja claramente ese miedo tan humano al cambio, a lo que la vida nos pueda traer si intentamos conseguir lo que realmente queremos.

Sin embargo, cuando nos atrevemos de verdad y salimos de la comodidad de lo malo conocido, nos llenamos de una vitalidad que regenera por completo nuestra existencia.

Estos dos factores; colocar en primer lugar el deber mal entendido y el miedo a hacer nuestros sueños realidad, dificultan que nos dediquemos a lo que verdaderamente amamos. En vez de vivir desde nuestra esencia, estamos viviendo una vida prestada, una vida de otro. Y desde esa infelicidad, difícilmente podemos mostrar un camino que merezca la pena andar a los que vienen detrás.

Pero si logramos esclarecer nuestro propósito y nos atrevemos a hacerlo realidad, recuperaremos ese entusiasmo por la vida que puede hacer de esta tierra un verdadero paraíso. Y lograremos ser un valioso referente para aquellos que están en proceso de convertirse en adultos.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La importancia de distinguir lo esencial de lo urgente

Central Park

En otras ocasiones he hablado sobre la incidencia que tiene nuestra sociedad y su ritmo frenético en las relaciones sociales y en la capacidad de formar vínculos y percibir al otro. Hoy quiero profundizar en algo más concreto, que es la importancia de aprender a priorizar lo que consideramos esencial, lo que verdaderamente amamos.

A menudo observo cómo nuestra forma actual de vivir deja lo importante en un rincón, esperando a un tiempo posterior en el que hipotéticamente tendremos más calma y claridad para ocuparnos de ello. Lo urgente, aquello que se debe hacer sin demora, ocupa el primer lugar y tendemos a acumular largas listas de tareas pendientes, encadenando una tras otra de la mañana a la noche. Con suerte, cuando estamos en la cama, nos damos cuenta de que otra vez hemos olvidado escucharnos y dedicar un tiempo a ese algo esencial que nos da paz y nos ayuda a estar más presentes.

Si nos paramos a pensar qué cosas priorizamos porque son urgentes, nos daremos cuenta de que no siempre son tan importantes como aquello que estamos postergando. A veces es preciso llegar tarde para dedicar tiempo a solucionar un malentendido. O dejar a un lado las tareas de casa para poder jugar con tu hija durante una hora con toda tu atención y presencia. O incluso para disfrutar del sol, que ha salido después de esconderse durante meses.

El problema es que la urgencia se adueña de nuestra mente y nos hace creer que, hasta que no solucionemos aquello, no podremos disfrutar de la calma y la presencia. Nos seduce con la idea de que después de hacerlo estaremos más tranquilos y tendremos tiempo para lo que queramos, pero la realidad es que, probablemente vuelva a aparecer algo urgente en cuanto terminemos.

Esta manera de vivir hace que podamos pasar mucho tiempo sin ocuparnos de nosotros, sin dedicar tiempo a actividades que nos hacen sentir realizados o que nos aportan serenidad.

Para poder ser felices, necesitamos aprender a equilibrar los tiempos, reflexionando sobre lo importante, sin dejarnos llevar por lo urgente. Es posible que tengamos un trabajo que nos llene y nos nutra o que nos ocupemos con amor y total dedicación a nuestra familia, o incluso ambos. Si cualquiera de estas áreas se lleva toda nuestra presencia y energía, sin dejar ese tiempo sagrado para uno mismo, llegará un momento en que sintamos un gran vacío, y nos demos cuenta de que hemos perdido lo más importante por el camino. No es posible ocuparse adecuadamente de algo si no nos ocupamos de nosotros mismos, si nos desatendemos.

Necesitamos recordar qué es aquello que hace que el tiempo se pare y darle un espacio en nuestras vidas. Para cada persona es diferente, pero todos tenemos algo que nos hace volver al centro y recuperar las fuerzas perdidas. Dar un tiempo a esa actividad que nos llena hace que podamos encargarnos mucho mejor de todo lo que venga.

Cuando estamos haciendo aquello que nos hace sentir en casa, es mucho más fácil escuchar a la intuición y ver qué cosas no funcionan en nuestra vida y qué podemos transformar para ser más felices. Cuando estamos siempre a la carrera, resulta mucho más difícil escucharse y encontrar soluciones, por ello es tan importante tener aunque sea cinco minutos al día para recuperar la conexión con uno mismo.

Hay muchas prácticas que nos pueden ayudar a aprender a serenar la mente y crear ese espacio de escucha, como la meditación o el mindfulness. Se puede comenzar simplemente por encontrar un momento durante el día en el que dedicarse varios minutos a llevar la atención a la respiración. Este espacio de silencio es suficiente para empezar a vislumbrar lo esencial.

Cuando tomamos conciencia de nosotros y salimos de la prisa diaria, podemos percibir a los demás de forma real, sin las proyecciones habituales. Nos ayuda a decidir mejor, a elegir aquello que es verdaderamente importante. También a relacionarnos con mayor presencia y a acompañar a la infancia con el amor y la serenidad que merece y necesita. Es uno de los mejores modos de conocernos y realizar nuestro trabajo en el mundo desde la conciencia y la alegría.

Si además conseguimos transmitir el valor de este hábito a las nuevas generaciones, en este mundo donde ya casi sólo existe lo inmediato, estaremos aportando nuestro granito de arena a una necesaria transformación social.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La desconexión del sentir en la infancia

Paisaje en acuarela

En mi último artículo hablé sobre las dificultades que puede producir la intelectualización temprana en la infancia, refieriéndome sobre todo a la enseñanza de materias formales como las matemáticas o la lecto-escritura.

En esta ocasión, voy a hablar sobre la importancia de evitar la racionalización del mundo emocional, describiendo cómo acompañar a la infancia de manera que pueda gestionar sus emociones y conformar, en el momento adecuado, un pensamiento ético propio.

Para ello es necesario revisar la forma en que nos dirigimos a los niños y el lugar donde los posicionamos. A menudo les pedimos que respondan como adultos ante situaciones que todavía no pueden llegar a comprender, como por ejemplo, ante conflictos con otros niños, o cuando queremos convencerlos de que algo es bueno o no para ellos.

El problema es que, con nuestros razonamientos y palabras, les alejamos de su sentir y les llevamos a un aprendizaje aparente de lo moral, de lo que está bien o mal. Por su amor al adulto y sin estar preparados, aprenden “de carrerilla” lo que es correcto y lo que no, sin entender por qué, y esto se convierte frecuentemente en un obstáculo que dificulta la comprensión verdadera que puede llegar más adelante, si esperamos al momento adecuado.

Cuando los juzgamos por sus acciones, pueden sentir que hay algo erróneo en ellos, por querer hacer algo que no está bien. A veces, simplemente para evitar la situación conflictiva, la tensión y el enfado del adulto, aprenden las fórmulas que les ofrecemos, como por ejemplo “lo siento” o “perdóname”, y lo dicen porque perciben que así nos complacen, pero no saben realmente lo que significa.

En muchas ocasiones, para evitar ser autoritarios o imponer nuestro parecer, nos justificamos dando explicaciones destinadas a que entiendan algo que todavía no pueden comprender. Pero en realidad esto no ayuda, pues no se trata de convencer a nadie. Se trata de tener claro qué es lo correcto en ese momento, tomar la decisión y comunicarla con claridad, en vez de intentar que nos comprendan desde una abstracción que les queda muy lejos.

Por ejemplo; cuando un niño muy pequeño va a cruzar la calle sin mirar, lo hace porque está en la acción, en el movimiento, y no va a entender que, si le pides que se detenga antes de cruzar, es porque vienen coches y puede haber un accidente. Todavía no es capaz de percibir ese peligro y menos aún si no vienen coches en ese momento. Da igual cómo se lo expliques, cuanto más larga sea la explicación, menos lo entenderá; tendrá una rabieta, asentirá con la cabeza o lo aprenderá de memoria, pero la explicación probablemente le confunda más que otra cosa.

Lo que sí entenderá es que le digas que pare cuando vea la carretera y que te coja de la mano para cruzar. Así de simple.

El adulto sabe por qué no hay que cruzar sin mirar y decide cómo se debe actuar para cruzar la carretera. Lo único necesario es indicar cómo se tiene que hacer y practicar varias veces, llevándolo incluso a la complicidad de tener una señal entre ambos que indique que hay que parar.

Si, en vez de eso, le decimos que está mal lo que hace, que no debe correr así, y que debe entender que eso no se puede hacer porque pueden venir coches, y los coches son peligrosos y mamá se asusta mucho, probablemente lo único que perciba es el susto y el enfado de mamá por algo que ha hecho, y se asuste también, sin entender por qué.

He puesto este ejemplo porque aquí está muy clara la necesidad de actuación. Pero hay otras situaciones en las que no resulta tan obvio cómo acompañar a la infancia sin entrar en juicios y razones.

Por ejemplo, cuando varios niños no se llevan bien entre sí y los adultos nos empeñamos en que hay que llevarse bien con todo el mundo. O que hay que compartir los juguetes y si no lo haces eres egoísta, o que hay que tener amigos para ser feliz, así que debes ceder para conseguirlo. O que hay que besar a los conocidos de tus padres porque es una costumbre social, aunque alguno de ellos te dé repelús.

A menudo les pedimos cosas que nosotros no hacemos, por un código moral que en realidad va en contra de la libertad individual de cada uno y de la conexión con el cuidado de nuestra esencia.

La creencia “hay que ser amigo de todos” es un arma de doble filo, pues puede hacer sentir a los niños que deben aceptar al otro bajo cualquier circunstancia, incluso si molesta, o grita o no los trata bien. Esto hace que se desconecten de su intuición ante el otro y que quizá acepten cosas que no deben.

“Pedir perdón” cuando uno está enfadado y todavía siente que ha hecho bien, hace que se desvirtúe totalmente la palabra. Hay que llegar antes a un sentimiento, a una comprensión profunda del origen del enfado, del dolor… Para poder escuchar y entender el dolor del otro, primero necesitamos descubrir qué es lo que nos ha dañado y comunicarlo. Y, a partir de ahí, podemos comprender al otro, desde el sentir, y abrirnos a la posibilidad del cambio.

Si no acompañamos a los niños en este proceso y los forzamos directamente a pedir perdón, es posible que se cierren al aprendizaje y al cambio y que no integren correctamente el significado verdadero del perdón, de la escucha, del agradecimiento y de la responsabilidad. En su lugar, sentirán culpa y frustración y posiblemente su autoestima se reducirá y el enfado hacia el otro quedará escondido y dispuesto a saltar de nuevo a la mínima ocasión.

Es muy importante tener en cuenta que, para poder percibir las necesidades del otro y empezar a comprender las interacciones sociales, primero tengo que haber desarrollado mi propio autoconcepto de forma sana, y esto no empieza a suceder hasta el paso del rubicón, hacia los nueve años. A partir de esta edad se puede iniciar un trabajo de acompañamiento en este sentido, siempre observando y respetando el ritmo de desarrollo individual.

Es preciso que revisemos la forma en que acompañamos el desarrollo anímico de la infancia y que seamos capaces de escuchar y respetar las emociones y las necesidades innatas de cada niño, sin permitir por ello conductas dañinas, desterrando el moralismo y ayudando a encontrar una solución común, desde el apoyo, el cariño y la presencia. Y, por supuesto, esperar al momento adecuado para poder hacerlo.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

Preservando la esencia de la infancia

Plaza con palomas y una niña

Una de las cuestiones que más felicidad puede traer a nuestras vidas es conocer nuestro propósito vital y dedicarnos a ello. En este artículo voy a hablar sobre cómo acompañar a la infancia preservando esa sabiduría con la que nacemos, creando un espacio que acoja con cariño incondicional su expresión.

Cada persona posee ciertos rasgos que no provienen de la familia, ni del entorno, ni de las circunstancias; son una parte intrínseca del alma. Estos dones son las fuerzas que traemos para desarrollar lo que hemos venido a hacer. Podemos verlas como virtudes o incluso como defectos, pero lo suyo es considerarlas fuerzas que podemos canalizar, que podemos poner a nuestro servicio para ser felices y construir un lugar en el mundo, aportando lo que traemos a la sociedad.

Cuando no somos conscientes de estos rasgos o incluso se ven criticados y rechazados por los demás, la vida se convierte en una lucha constante por ser quienes no somos, por adaptarnos y parecer aquello que pide el entorno. Una lucha perdida que nos puede llevar a una vida vacía, desconectada de su verdadero propósito.

Como adultos, a menudo olvidamos ver y reconocer lo auténtico en la infancia y nos centramos en corregir todo aquello que pensamos que no está bien. Nuestros ojos dejan de brillar cuando ese ser tan especial para nosotros entra por la puerta, porque estamos ocupados en decirle que llame antes de entrar, que no grite o que se coloque bien el vestido. Esto hace que tanto nosotros como los niños llevemos la atención constantemente a lo que hay que cambiar.

Tenemos que ser conscientes de que nuestros juicios de valor, nuestras creencias y opiniones, son como un libro abierto para la infancia. De forma inconsciente, captan aquellas cosas que valoramos más, nuestro concepto de éxito, lo que significa triunfar en la vida. Si tenemos una actitud que valora el intelecto por encima del arte, lo vamos a expresar en todas nuestras opiniones, a veces de forma más consciente y contundente, otras casi sin darnos cuenta. Y los pequeños que nos rodeen van a captar que es más importante el intelecto que el arte, y, según su necesidad de ser apreciados y valorados, es posible que dejen de lado su parte artística para concentrarse en lo intelectual.

Que expresemos nuestros valores es natural e inevitable. Tampoco sería sano esconder nuestra forma de pensar. Sin embargo, es preciso observar nuestras creencias, la forma que tenemos de hablar, los juicios que valoran o desprecian una u otra disciplina, un modo u otro de vida, y ver si realmente sentimos todo eso o son creencias heredadas, ya sea de la familia o del inconsciente colectivo. Necesitamos revisar qué es lo que estamos transmitiendo a nuestro alrededor y ser coherentes. Y, sobre todo, ser respetuosos con todo aquello que nos resulte diferente, evitando hablar de forma negativa sobre aquello que no elegimos. Es posible que, precisamente nuestro hijo o hija, sienta gran inclinación por algo que nos resulta ajeno, y trae esa semilla para compartirla con nosotros. En ese caso, sólo en un ambiente de acogimiento y respeto, podrá desarrollarse plenamente.

Recuerdo cuando volví de mi primer viaje a la India, con unos 23 años. Regresé durante un tiempo a casa de mis padres, mientras encontraba piso para alquilar. Allí, en mi habitación, llena de telas estampadas de dioses hindúes, encendía incienso y velas y hacía yoga. Mi familia, de religión cristiana católica, no decía nada, como mucho a veces mi madre me proponía que abriese la ventana para no asfixiarme. El yoga le llamaba la atención e hicimos algunos ejercicios juntas. Al cabo de un tiempo, se apuntó a yoga con una amiga.

Llegó el verano y fuimos al pueblo, a Galicia. Yo me llevé mis dioses conmigo, poniendo un pequeño altar en mi mesita de noche. Un día llegué a mi habitación y vi que alguien había puesto flores en mi altar. Le pregunté a mi abuela y ella me dijo que cómo era que tenía a mis santos sin flores, que se las había puesto ella. Esta aceptación sin duda, esta asimilación de una cultura totalmente ajena como parte de la suya propia, me marcó profundamente. El mensaje que me trasmitió fue que todo es posible, que todo se puede asimilar y comprender, pues al fin y al cabo, todo es lo mismo pero con formas y palabras diferentes.

Reflexionando ahora creo que estas experiencias me han hecho ser capaz de percibir cualquier filosofía, incluso cualquier religión, desde una perspectiva amplia, comprensiva, que reconoce los puntos de unión y observa con curiosidad las peculiaridades de cada forma de pensamiento, de cada estilo de vida, de cada corriente educativa. Así, he podido leer entre líneas y acoger todo aquello que resonaba conmigo, viniese de donde viniese, creando mi propia manera de entender la pedagogía y el mundo.

Y no es porque mi familia no tuviese creencias propias, o no me transmitiese lo que, en su opinión, era mejor para mí. Es porque tuvieron la capacidad de quererme y aceptarme fuese como fuese, viniese de la India o de Australia, hiciese yoga o taichi, fuese vegetariana o carnívora. Y me consta que no debió ser fácil. Incluso cuando lo que yo era chocaba firmemente con sus creencias, que era muy a menudo, el mensaje final siempre era de amor y de respeto, de «haz lo que te haga feliz, nosotros estamos aquí para apoyarte en lo que necesites».

Este respaldo es un impulso incomparable, un colchón que te asegura que vayas donde vayas, vueles donde vueles, siempre tienes dónde regresar. Esta es la libertad que permite ser quien eres y expresar tu potencial. Y es también lo que te llena de un profundo agradecimiento que te impulsa a aportar al mundo los dones que traes.

Extracto de mi libro “Crecer para educar

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

La clave del aprendizaje y del cambio interior

Escultura tiempo y espacio en Ibiza

Para poder descubrir qué es lo que facilita el aprendizaje y el cambio interior, primero necesitamos saber qué es lo que dificulta que estemos dispuestos a transformarnos y evolucionar.

En la infancia, la disposición hacia el aprendizaje es innata. Es algo que viene dado de forma natural, pues si un bebé no estuviese totalmente orientado hacia la evolución, no podría sobrevivir. Hay muy pocas situaciones en las que se inhibe esta disposición natural: la más común es cuando nos sentimos atacados por el ambiente. Cuando esto sucede, levantamos barreras que intentan no dejar pasar nada del exterior, ni siquiera aquello que nos puede nutrir. Entramos en modo protección y nos hacemos impermeables a lo que viene de fuera.

Por este motivo, es muy difícil intentar convencer a alguien de algo con una crítica o con un juicio sobre su acción. Esto hace saltar las alarmas y lo coloca en modo defensa: le lleva a negar cualquier cosa que digamos, y dificulta que pueda asumir lo que sea que queremos aportar en ese momento.

Se puede ver claramente cuando alguien nos da un consejo; según cómo lo haga, lo aceptaremos o lo rechazaremos. Lo que hace que yo esté receptiva o no al mensaje es la forma en que éste me llega y también el vínculo que tenga con esa persona. Si siento que soy criticada y desvalorizada, será más difícil que asuma un cambio sin que haya una herida en mi autoestima.

Según la fortaleza interior que tenga, reaccionaré atacando, defendiéndome o hundiéndome en mi sensación de no ser suficiente. Pero probablemente no seré capaz de realizar ese cambio que se me está mostrando. Sólo aquellas personas que han realizado un gran trabajo interior y que se aman tal como son, con total confianza en sí mismas, son capaces de obviar la crítica y percibir el aprendizaje que porta el mensaje.

La mayoría de las personas todavía no estamos ahí, y la crítica hará saltar el resorte de la defensa que nos impide acoger lo que viene de fuera cuando viene en forma de flecha. Quizá días después seamos capaces de recordar la situación y, ya sin las defensas a flor de piel, entendamos mejor qué es lo que el otro quería señalar, y qué es lo que podemos aprender de esa situación. Pero incluso esto puede no darse en algunas situaciones.

Por este motivo, es especialmente importante aprender a expresarnos de forma que nuestros comentarios no sean una flecha. No es necesario desvalorizar al otro, ni criticar, ni juzgar para ofrecer herramientas que puedan servirle. Basta con expresar de forma objetiva aquello que el otro está haciendo, indagar qué necesidad está intentando cubrir, qué busca con esa acción, y reflexionar juntos sobre si está consiguiendo lo que necesita. La respuesta suele ser que no. Desde ahí es mucho más fácil ofrecer nuevos caminos, porque el otro se da cuenta por sí mismo de lo que no funciona y puede probar otras opciones para conseguir lo que quiere.

Por ejemplo, si yo veo que mi hija intenta hacer amigos mostrando lo estupenda que es en todo y diciendo cosas negativas sobre los demás, en vez de decirle algo así como: “Hija, es que eres muy prepotente y por eso los demás no quieren ser amigos tuyos”, puedes acompañarla con una conversación en la que se dé cuenta de que lo que realmente quiere es tener amigos, y que, de ese modo, no lo está consiguiendo. Y, llegados a ese punto, seguramente es ella misma quien encuentra una nueva forma de relacionarse con los demás.

En el primer caso, la palabra “prepotente” hace que identifiquemos la acción con la persona, y esto es un juicio de valor que omite el resto de cualidades hermosas y positivas que tiene. La coloca en un sitio de desvalorización, de carencia, y además no le ofrece ninguna solución, sólo expresa el problema. Esto duele mucho, pues además de sentir que no tiene amigos, percibe el juicio en el adulto. Su autoestima baja y necesitará más que nunca mostrar lo estupenda que es, reforzando el problema inicial. Incluso si el adulto no dice nada pero piensa de este modo, una sola mirada reprobadora o incluso pasar por alto la actitud de la pequeña por no saber cómo actuar, puede tener el mismo efecto.

En el segundo caso, no se juzga si la acción es buena o mala per se, ni si la niña es de un modo u otro. A través de la conversación objetiva, ella misma se da cuenta de que su acción no le funciona, incluso puede llegar a entender cómo se siente el otro cuando ella actúa de ese modo y por qué se aleja en lugar de acercarse. Esto hace que pueda elegir otras opciones para conseguir lo que necesita. En este caso, nadie pone en tela de juicio su esencia y es ella quien encuentra la solución.

Para conseguir actuar de este modo, es imprescindible que dejemos de considerar las acciones de los niños como buenas o malas, que hagamos un trabajo profundo sobre las cosas que nos afectan, lo que nos hace reaccionar con un juicio de valor, y que seamos capaces de darnos cuenta de que estamos reaccionando desde una herida personal. Sólo así podremos ayudarles en su proceso, desterrando el juicio y llegando al origen de las heridas, que son las necesidades no satisfechas. Esto es un camino que lleva atención, tiempo y mucho amor y que describiré con detalle en el nuevo libro que estoy escribiendo.

Como educadores y padres tenemos que ver cuál es la mejor manera de llegar a nuestros hijos y alumnos y cómo podemos ayudarles a ver todo lo bueno que hay en su interior. Esto se hace reconociendo sus cualidades y facilitando que perciban qué necesitan y cómo pueden conseguirlo de la mejor manera.

Por otro lado es importante también que, cuando recibimos un consejo en forma crítica, aprendamos a desentrañar su significado sin que nos dañe, desarrollando la capacidad de leer entre líneas para no tener que levantar barreras ni entrar en modo protección. Esto se consigue trabajando profundamente nuestra autoestima, amando quiénes somos y confiando en que todo lo que nos llega es un mensaje que nos puede servir para crecer. Es una actitud que podemos cultivar, permanecer abiertos escuchando con atención la esencia del mensaje y no su forma. Esta actitud hace que pueda considerar de forma objetiva si lo que llega de fuera es beneficioso para mí o no, y que decida qué es lo que acojo en mi interior y qué es lo que dejo pasar de largo, sin sentirme afectada en lo más mínimo.

Es muy importante acompañar a la infancia en el desarrollo de esta actitud. Marshall Rosenberg, el creador de la comunicación no violenta, cuenta una anécdota que le sucedió a su hijo cuando fue al colegio por primera vez. El niño llevaba el pelo largo y su maestro todos los días le decía que parecía una niña y que los niños no llevan el pelo largo. El pequeño lo comentó en casa y su padre le preguntó cómo había respondido. Su respuesta fue más o menos la siguiente: “No le he dicho nada, creo que se siente mal porque él no tiene pelo”. Es decir, en vez de tomárselo como una crítica, fue capaz de percibir que el problema en realidad no era suyo, sino del otro. Y no le dio más importancia. Es una de las reacciones más compasivas y a la vez emocionalmente inteligentes que he escuchado nunca.

Si somos capaces de acompañar a la infancia expresándonos desde el amor y no desde la crítica, y enseñándoles a recibir de los demás la parte del mensaje que puede ser de utilidad, desechando las formas inadecuadas y comprendiendo la necesidad del otro, crearemos un espacio de serenidad y comprensión en el que el aprendizaje fluirá con gran facilidad.

Y además, conseguiremos crear una sociedad mucho más compasiva y feliz. La clave está en desarrollar estas cualidades en nuestro interior, para poder así ser más felices y transmitir un ejemplo a seguir.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

El impacto de las pantallas en la psique infantil

Atardecer en Camogli

En mis últimos artículos he hablado a menudo sobre los límites, entendiéndolos como la estructura que da forma a un espacio de relación social, tanto entre adultos como en la educación de la infancia.

La expresión “poner límites” puede sonar a frenar una expansión, a detener y reducir algo, a no dejar que avance. En realidad tiene más que ver con establecer un espacio propio y definir qué es lo quiero dejar pasar y lo que no. Es la definición de una frontera que puede ser traspasada si uno sabe la contraseña, si entiende las leyes de ese lugar y las respeta. Me gusta esta definición porque nos acerca a la idea de que cada uno habitamos un espacio que nos pertenece y, en el encuentro con el otro, tenemos que decidir hasta dónde y de qué manera puede entrar en este espacio. Cuando alguien nos invade, es porque se ha saltado la frontera sin nuestro permiso.

Otra imagen que utilizo a menudo es la que da Mauricio Wild; él dice que, cuando nos relacionamos con el exterior, somos como una célula, protegida por una membrana. Esta membrana puede ser permeable y dejar pasar todo lo que hay alrededor, o puede hacerse impermeable. A veces está en modo protección, y no deja pasar nada, y otras en modo evolución o crecimiento e interactúa con el medio, dejando pasar el alimento y otras sustancias.

Para establecer límites sanos, tengo que saber qué necesito, qué es lo que me hace bien y qué es lo que me hace mal, qué es lo que me nutre y cómo puedo cuidarme. Una vez tengo claro esto y soy capaz de respetar mis propias fronteras, entonces puedo expresarlas también a los que me rodean. Y con mi ejemplo, soy capaz de mostrar a los demás cómo hacerlo, especialmente a la infancia.

Si utilizamos la imagen de Mauricio Wild, los niños nacen con una membrana totalmente permeable, pues están en un proceso de crecimiento constante que necesita del medio exterior para sobrevivir. Al nacer son totalmente dependientes del adulto y esto hace que no puedan poner un filtro ni detener los peligros potenciales para su integridad. Es más, el único modo que tienen de digerir aquello que les llega es repetirlo, para poder entenderlo e integrarlo. Sea bueno para ellos o no. No pueden elegir, están completamente expuestos. Si en su entorno hay violencia, expresarán esta violencia en sus juegos. Si en su entorno hay cuidado y amor, también se verá en su forma de actuar. Si hay mucho ruido, serán niños que hablen fuerte y griten mucho. Esto sucede incluso en contra de su propia naturaleza, no pueden evitarlo, sólo pueden imitar y reproducir.

Como adultos, gestionamos de otra manera las influencias externas; en principio somos capaces de elegir a qué queremos exponernos y no nos afecta del mismo modo, porque podemos juzgar si estamos de acuerdo o no con lo que nos llega del exterior. Por ese motivo, a menudo nos cuesta ser conscientes de que todo aquello que permitimos que llegue a los niños, va a formar parte de ellos, sin filtro alguno. Si dejamos que jueguen a videojuegos llenos de violencia o miedo, van a normalizar lo que ven como si fuera la realidad. Lo que para el adulto puede ser entretenido porque sabe que no es real, para el niño se convierte en realidad. Es un impacto profundo en su psique, como si estuviera viviendo una experiencia en primera persona. Y más todavía cuando hay una pantalla de por medio.

Durante muchos años no tuve televisión y tampoco iba al cine y, un día, se me ocurrió ir a ver Avatar en la gran pantalla, en 3D. Fue tan grande el impacto de las imágenes que estuve soñando con los avatares durante un mes. Cuando cerraba los ojos podía ver su piel azulada, sus gestos, cómo se movían.

En aquellos tiempos, también me sucedía algo muy curioso. Cuando entraba en una sala donde había una televisión, me fascinaba de tal forma que dejaba de escuchar a las personas que me hablaban. Tenía que hacer un gran esfuerzo por liberarme de su encantamiento y regresar a mí, recuperando mi atención y mi consciencia.

Todo esto me hizo darme cuenta de lo potentes que son las imágenes y cómo pueden afectar a nuestro espacio mental, especialmente cuando no estamos habituados o en la infancia, cuando todavía no podemos filtrar esas imágenes. Son una interferencia en todo lo demás. Son tan fuertes que aparecen en medio de la clase de mates, o en el recreo, cambiando el juego libre por un juego repetitivo que reproduce aquello que han visto, eliminando la creatividad natural de los niños, el desarrollo de su propia imaginación. Por no hablar de los efectos nocivos que tienen en nuestra visión, empezando por la capacidad que tenemos para enfocar la vista, habilidad imprescindible para aprender a leer.

Por eso es tan importante que seamos nosotros, los adultos, los que pongamos ese límite. Ellos no pueden protegerse, son como Ícaro queriendo volar cerca del sol… Las imágenes llaman de forma tan poderosa su atención que se convierten en pura adicción y dejan de ser libres, dejan de notar ese calor extremo que está quemando sus alas.

Es nuestro cometido aprender a manejarnos con la tecnología de forma que no acabe con nuestra libertad y con nuestra presencia. Sabemos todo lo bueno que nos aporta, pero creo que no somos conscientes del impacto tan destructivo que puede tener, especialmente sobre los niños. Esta misma semana se han publicado varias noticias sobre cómo reproducen en los recreos juegos violentos que ven en series de adultos, llegando a un nivel extremo de agresividad.

Sólo conseguiremos frenar esto tomando consciencia y poniendo ese límite tan necesario a todo aquello que la infancia todavía no puede filtrar. Si pensamos en las graves consecuencias que tienen estas imágenes, nos será más sencillo decir no.

La infancia necesita tanto del cuidado como de la protección del adulto, es hora de tomar las riendas y ser capaces de sentar las bases para que puedan crecer en libertad, para que poco a poco puedan desarrollar también su espacio interior y sepan colocar sus propias fronteras, dejando pasar sólo aquello que les nutre y les hace bien.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

Cómo mejorar nuestras relaciones a través de la responsabilidad emocional

Dos personas meditando en Dartmoor
Fotografía de Ben Heron

La responsabilidad emocional es la base de cualquier relación sana. Es una cualidad necesaria en todas las áreas de la vida, tanto para el crecimiento personal como para entender mejor las situaciones y las personas que forman parte de nuestro entorno.

Cuando hemos aprendido a desarrollarla, sabemos que el origen de nuestras emociones está en el interior. Somos conscientes de que el piloto automático nos lleva a mirar fuera, a buscar en el exterior al causante de cómo nos sentimos, en vez de ver qué es lo que depende de uno mismo para poder sentirse bien. También somos capaces de no cargar con las emociones de otras personas y podemos sentir empatía y acompañarlas en lo que necesiten.

Si no hemos desarrollado esta cualidad, buscamos en el otro el responsable de cómo nos sentimos y nos sentimos culpables cuando sufre. Esta dinámica es el fundamento de la dependencia emocional. Confundimos la culpa con la responsabilidad y también con la empatía, y a menudo sentimos un conflicto interior entre lo que necesitamos y lo que precisa el otro.

Por este motivo, es preciso que aprendamos a distinguir lo que está en nuestra mano cambiar y lo que pertenece al otro, y que acompañemos a la infancia en el desarrollo de esta cualidad tan importante para su felicidad.

Para ello, en primer lugar, tenemos que tener muy claro que cada uno es responsable de sus emociones. No es el otro quien me saca de mis casillas, ni siquiera su conducta, es el estado emocional que aporto a la ecuación. Esto se puede ver muy fácilmente cuando comprobamos que, ante una misma situación, reaccionamos de formas muy diferentes según nuestro estado de ánimo. Si nos encontramos animados y serenos, el hecho de encontrarnos detrás de un coche que circula muy lento en la carretera, no nos altera, esperamos pacientemente a poder adelantarlo, pero si estamos estresados y enfadados, muy probablemente acabemos pitando, haciendo luces y acercándonos demasiado al coche de delante para meterle prisa.

En segundo lugar, es muy importante saber cómo me encuentro emocionalmente para entender las situaciones en las que me relaciono con los demás. Esto es especialmente importante en la crianza y en la enseñanza. Cuando yo estoy en calma, puedo acoger a los niños desde ese estado y, muy a menudo, esto hace que se calmen casi de forma inmediata. Si estoy al borde del enfado solo es necesario una gota que colme el vaso para estallar.

¿Qué sucede cuando no he podido tomarme unos segundos para ser consciente de mi estado emocional? Que voy a ver la conducta ajena o cualquier cosa que suceda como la causa de mis emociones. Y lo más curioso es que puede ser lo contrario; que la conducta del otro sea la consecuencia de mi estado anímico.

Por este motivo es tan importante el descanso, tomarse el tiempo necesario para respirar, sentir cómo estamos y recuperar la calma. Si no podemos hacerlo, solo el hecho de ser consciente de nuestro estado emocional, evitará que proyectemos sobre el otro la causa de nuestras emociones.

Si me encuentro en una situación conflictiva y no he podido percibir de antemano cómo me siento, puedo tomarme un segundo después, para recordar todo lo que ha sucedido antes de ese momento y así descubrir dónde se originó el malestar. Esto me ayudará a responsabilizarme de mis emociones y ver el efecto que pueden tener en mi vida y en mis relaciones.

También es posible que yo haya llegado a la situación feliz y en calma y sea el otro quien esté alterado por algo que le ha sucedido antes. Si observo que está reaccionando con un enfado desproporcionado ante algo nimio, es muy posible que la causa del enfado sea otra. En ese caso, también la calma ayuda; podemos proponerle respirar y parar un segundo. Más tarde, cuando llegue la serenidad, se puede hablar y descubrir el origen de esa ira.

Cuando actuamos de esta forma, desde la observación, dejamos de sentirnos responsables por las emociones ajenas y empezamos a ocuparnos de trabajar las propias. Descubrimos que los demás son personas independientes que pueden resolver sus problemas, y no nos sentimos culpables por las emociones del otro, ni culpabilizamos al otro por lo que sentimos. Así deshacemos la dependencia emocional y vemos cómo somos realmente, qué tipo de pensamientos o acciones podemos cultivar para sentirnos bien, en vez de percibir al otro como la causa o la solución de nuestros problemas.

Al aprender a ocuparnos de nuestras emociones, también aprendemos a acompañar a la infancia en su desarrollo emocional. Si yo me responsabilizo por las emociones de mis hijos, ellos no van a encontrar el verdadero origen de su frustración. Sin embargo, si yo no cargo con su emoción, no me siento culpable y puedo acompañarlos a descubrir la causa de esa emoción. Además, seré capaz de poner los límites necesarios en el momento preciso, con amor y comprensión.

Una vez tuve un alumno al que admiraba profundamente por su sabiduría emocional. En cierta ocasión, cuando tenía once años, tuvo un desencuentro con un compañero, que lloraba porque se había sentido abandonado por él en el recreo y se lo decía con tanta tristeza que hasta yo misma me estaba sintiendo culpable. Sin embargo, este alumno, le puso la mano en el hombro, y con la mayor empatía y sintiéndolo profundamente le dijo: “Entiendo tu tristeza y tu pena, te has sentido sólo. Yo ahora estoy jugando a algo que a ti no te gusta y a mí sí, por eso no jugamos juntos en el recreo. ¿Por qué no te vienes a casa esta tarde y jugamos a algo que nos guste a los dos?”.

Lo más maravilloso de esta situación es que, sin sentir un ápice de culpa ni cargar con la emoción de su compañero, entendió su pena, vio el origen de su tristeza y fue capaz de proponer una situación que no chocaba con sus propios deseos. Si este alumno se hubiera sentido culpable, probablemente hubiera cedido a la emoción del otro y hubiera dejado de hacer lo que quería hacer realmente en los recreos, o quizá se hubiera enfadado por la presión y lo hubiera mandado a paseo, perdiendo una oportunidad para encontrarse.

Y esto es lo que a menudo sucede en nuestras relaciones, si nos sentimos presionados, nos enfadamos o nos sentimos culpables, y esto enturbia la comprensión de la situación. Sin embargo, si somos capaces de entender que cada uno es responsable de sus emociones, podemos comprender mejor al otro, pues no se pone en tela de juicio lo que cada uno necesita, sino que se busca algo que pueda servir a ambos, sin obligar al otro a ceder o a cambiar.

Cuando somos capaces de hacernos responsables de nuestras emociones, vemos que la felicidad depende de cómo veamos las cosas y de la actitud que tomemos ante ellas. Y nuestro ejemplo se convierte en la mejor manera de acompañar a la infancia en el desarrollo de esta gran cualidad.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«