La importancia de los límites sanos en la infancia

Padre con bebé al atardecer

A menudo reflexiono sobre la importancia que tienen los límites en la infancia, pues observo las dificultades que presenta este tema, tanto en el hogar como en la escuela. Durante mis años de maestra y ahora también como asesora de maestros y familias, me encuentro con niños que no perciben las normas básicas de convivencia, entre ellas prestar atención a otras personas. Y esto es muy curioso, pues los niños, de manera natural, nacen con un gran interés hacia el otro, utilizando la imitación para aprender a través del ejemplo que les ofrecemos.

El hecho de que no presten atención a un adulto de forma espontánea me hace pensar en dos posibles causas, la primera, que no esperen nada del adulto porque no lo consideran como una posible fuente de aprendizaje, y la segunda, que estén imitando la falta de presencia y de atención que mostramos hoy en día muchas personas, a causa del tipo de sociedad que hemos construido, llena de distracciones que nos apartan del momento presente. De hecho, puede ser una combinación de ambas, así que veo muy necesario plantearnos qué estamos enseñando a los niños con nuestra manera de actuar y cómo es que no nos consideran como una fuente de posibles aprendizajes.

Para que seamos dignos de imitar, tenemos que estar en nuestro centro y ser capaces de mostrar que nosotros también sentimos deseos y tenemos sueños, que hemos sido pequeños como ellos y hemos ido aprendiendo a través de nuestros errores, que sabemos tomar decisiones y asumir nuestras equivocaciones y que somos capaces de poner límites cuando son necesarios.

Si además los escuchamos desde la paciencia y el respeto, se crea un vínculo sano y de confianza y ellos también aprenden a escuchar y a ser conscientes de la necesidad del otro. Si estamos demasiado pendientes de la vorágine diaria, distraídos por las redes sociales y sin un momento de verdadera presencia, esto será lo que enseñemos a los niños que nos rodean.

Por otro lado, quizá para compensar nuestra falta de presencia, es posible que escuchemos las demandas de los niños y las pongamos por delante de temas importantes como son el descanso, la economía familiar, el respeto e incluso el disfrute de la vida. Descuidamos nuestras necesidades por cumplir peticiones que, en ocasiones, son más bien caprichos.

En estos casos, en lugar de beneficiar a los niños, lo que hacemos es que sientan que sus deseos son lo único que importa, que el adulto está allí a su servicio y que no tiene necesidades propias. Se sienten el centro del universo, pues todo gira en torno suyo y no saben que su libertad termina donde empieza la del otro.

Cuando salen al mundo exterior, más allá de su hogar, o incluso de la escuela, se frustran con todo lo que sucede en contra de sus deseos, incluso con el tiempo.

No han aprendido que el otro también tiene necesidades, con lo cual no son capaces de respetarlo ni de seguir normas de convivencia importantes, como por ejemplo, el respeto de las señales de tráfico o el turno de palabra en el aula.

Y todo esto, como decía al principio, no es una actitud con la que se nace… Se aprende cuando se recibe el mensaje constante de que lo único que importa son los deseos propios, por delante de los de los demás.

Por ello es tan importante que los adultos expresemos quienes somos y tengamos en cuenta el bienestar de toda la familia, o de toda la clase, incluidos nosotros, cuando tomamos decisiones.

No es un bueno para nadie sentir que tiene prioridad sobre los demás. Una cosa es proteger a la infancia y darle lo que necesita y otra muy distinta es desvivirnos y dejarnos de lado por contentar cada petición que nos hacen, por evitar cada frustración natural de la vida. Tenemos que ocupar nuestro lugar como adultos, mostrando a los niños con nuestros actos que todos necesitamos las mismas cosas en esencia; respeto, escucha, cariño, atención, presencia y amor, y que es un camino de dos direcciones.

Y lo mismo con todas nuestras relaciones, pues ellas son el ejemplo vivo que verá la infancia para aprender cómo relacionarse con el otro de forma sana, con responsabilidad emocional, expresando nuestro sentir y respetando el del otro.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Preservando la esencia de la infancia

Una de las cuestiones que más felicidad puede traer a nuestras vidas es conocer nuestro propósito vital y dedicarnos a ello. En este artículo voy a hablar sobre cómo acompañar a la infancia preservando esa sabiduría con la que nacemos, creando un espacio que acoja con cariño incondicional su expresión.

Cada persona posee ciertos rasgos que no provienen de la familia, ni del entorno, ni de las circunstancias; son una parte intrínseca del alma. Estos dones son las fuerzas que traemos para desarrollar lo que hemos venido a hacer. Podemos verlas como virtudes o incluso como defectos, pero lo suyo es considerarlas fuerzas que podemos canalizar, que podemos poner a nuestro servicio para ser felices y construir un lugar en el mundo, aportando lo que traemos a la sociedad.

Cuando no somos conscientes de estos rasgos o incluso se ven criticados y rechazados por los demás, la vida se convierte en una lucha constante por ser quienes no somos, por adaptarnos y parecer aquello que pide el entorno. Una lucha perdida que nos puede llevar a una vida vacía, desconectada de su verdadero propósito.

Como adultos, a menudo olvidamos ver y reconocer lo auténtico en la infancia y nos centramos en corregir todo aquello que pensamos que no está bien. Nuestros ojos dejan de brillar cuando ese ser tan especial para nosotros entra por la puerta, porque estamos ocupados en decirle que llame antes de entrar, que no grite o que se coloque bien el vestido. Esto hace que tanto nosotros como los niños llevemos la atención constantemente a lo que hay que cambiar.

Tenemos que ser conscientes de que nuestros juicios de valor, nuestras creencias y opiniones, son como un libro abierto para la infancia. De forma inconsciente, captan aquellas cosas que valoramos más, nuestro concepto de éxito, lo que significa triunfar en la vida. Si tenemos una actitud que valora el intelecto por encima del arte, lo vamos a expresar en todas nuestras opiniones, a veces de forma más consciente y contundente, otras casi sin darnos cuenta. Y los pequeños que nos rodeen van a captar que es más importante el intelecto que el arte, y, según su necesidad de ser apreciados y valorados, es posible que dejen de lado su parte artística para concentrarse en lo intelectual.

Que expresemos nuestros valores es natural e inevitable. Tampoco sería sano esconder nuestra forma de pensar. Sin embargo, es preciso observar nuestras creencias, la forma que tenemos de hablar, los juicios que valoran o desprecian una u otra disciplina, un modo u otro de vida, y ver si realmente sentimos todo eso o son creencias heredadas, ya sea de la familia o del inconsciente colectivo. Necesitamos revisar qué es lo que estamos transmitiendo a nuestro alrededor y ser coherentes. Y, sobre todo, ser respetuosos con todo aquello que nos resulte diferente, evitando hablar de forma negativa sobre aquello que no elegimos. Es posible que, precisamente nuestro hijo o hija, sienta gran inclinación por algo que nos resulta ajeno, y trae esa semilla para compartirla con nosotros. En ese caso, sólo en un ambiente de acogimiento y respeto, podrá desarrollarse plenamente.

Recuerdo cuando volví de mi primer viaje a la India, con unos 23 años. Regresé durante un tiempo a casa de mis padres, mientras encontraba piso para alquilar. Allí, en mi habitación, llena de telas estampadas de dioses hindúes, encendía incienso y velas y hacía yoga. Mi familia, de religión cristiana católica, no decía nada, como mucho a veces mi madre me proponía que abriese la ventana para no asfixiarme. El yoga le llamaba la atención e hicimos algunos ejercicios juntas. Al cabo de un tiempo, se apuntó a yoga con una amiga.

Llegó el verano y fuimos al pueblo, a Galicia. Yo me llevé mis dioses conmigo, poniendo un pequeño altar en mi mesita de noche. Un día llegué a mi habitación y vi que alguien había puesto flores en mi altar. Le pregunté a mi abuela y ella me dijo que cómo era que tenía a mis santos sin flores, que se las había puesto ella. Esta aceptación sin duda, esta asimilación de una cultura totalmente ajena como parte de la suya propia, me marcó profundamente. El mensaje que me trasmitió fue que todo es posible, que todo se puede asimilar y comprender, pues al fin y al cabo, todo es lo mismo pero con formas y palabras diferentes.

Reflexionando ahora creo que estas experiencias me han hecho ser capaz de percibir cualquier filosofía, incluso cualquier religión, desde una perspectiva amplia, comprensiva, que reconoce los puntos de unión y observa con curiosidad las peculiaridades de cada forma de pensamiento, de cada estilo de vida, de cada corriente educativa. Así, he podido leer entre líneas y acoger todo aquello que resonaba conmigo, viniese de donde viniese, creando mi propia manera de entender la pedagogía y el mundo.

Y no es porque mi familia no tuviese creencias propias, o no me transmitiese lo que, en su opinión, era mejor para mí. Es porque tuvieron la capacidad de quererme y aceptarme fuese como fuese, viniese de la India o de Australia, hiciese yoga o taichi, fuese vegetariana o carnívora. Y me consta que no debió ser fácil. Incluso cuando lo que yo era chocaba firmemente con sus creencias, que era muy a menudo, el mensaje final siempre era de amor y de respeto, de «haz lo que te haga feliz, nosotros estamos aquí para apoyarte en lo que necesites».

Este respaldo es un impulso incomparable, un colchón que te asegura que vayas donde vayas, vueles donde vueles, siempre tienes dónde regresar. Esta es la libertad que permite ser quien eres y expresar tu potencial. Y es también lo que te llena de un profundo agradecimiento que te impulsa a aportar al mundo los dones que traes.

Extracto de mi libro “Crecer para educar

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Cómo mejorar nuestras relaciones a través de la responsabilidad emocional

Dos personas meditando en Dartmoor
Fotografía de Ben Heron

La responsabilidad emocional es la base de cualquier relación sana. Es una cualidad necesaria en todas las áreas de la vida, tanto para el crecimiento personal como para entender mejor las situaciones y las personas que forman parte de nuestro entorno.

Cuando hemos aprendido a desarrollarla, sabemos que el origen de nuestras emociones está en el interior. Somos conscientes de que el piloto automático nos lleva a mirar fuera, a buscar en el exterior al causante de cómo nos sentimos, en vez de ver qué es lo que depende de uno mismo para poder sentirse bien. También somos capaces de no cargar con las emociones de otras personas y podemos sentir empatía y acompañarlas en lo que necesiten.

Si no hemos desarrollado esta cualidad, buscamos en el otro el responsable de cómo nos sentimos y nos sentimos culpables cuando sufre. Esta dinámica es el fundamento de la dependencia emocional. Confundimos la culpa con la responsabilidad y también con la empatía, y a menudo sentimos un conflicto interior entre lo que necesitamos y lo que precisa el otro.

Por este motivo, es preciso que aprendamos a distinguir lo que está en nuestra mano cambiar y lo que pertenece al otro, y que acompañemos a la infancia en el desarrollo de esta cualidad tan importante para su felicidad.

Para ello, en primer lugar, tenemos que tener muy claro que cada uno es responsable de sus emociones. No es el otro quien me saca de mis casillas, ni siquiera su conducta, es el estado emocional que aporto a la ecuación. Esto se puede ver muy fácilmente cuando comprobamos que, ante una misma situación, reaccionamos de formas muy diferentes según nuestro estado de ánimo. Si nos encontramos animados y serenos, el hecho de encontrarnos detrás de un coche que circula muy lento en la carretera, no nos altera, esperamos pacientemente a poder adelantarlo, pero si estamos estresados y enfadados, muy probablemente acabemos pitando, haciendo luces y acercándonos demasiado al coche de delante para meterle prisa.

En segundo lugar, es muy importante saber cómo me encuentro emocionalmente para entender las situaciones en las que me relaciono con los demás. Esto es especialmente importante en la crianza y en la enseñanza. Cuando yo estoy en calma, puedo acoger a los niños desde ese estado y, muy a menudo, esto hace que se calmen casi de forma inmediata. Si estoy al borde del enfado solo es necesario una gota que colme el vaso para estallar.

¿Qué sucede cuando no he podido tomarme unos segundos para ser consciente de mi estado emocional? Que voy a ver la conducta ajena o cualquier cosa que suceda como la causa de mis emociones. Y lo más curioso es que puede ser lo contrario; que la conducta del otro sea la consecuencia de mi estado anímico.

Por este motivo es tan importante el descanso, tomarse el tiempo necesario para respirar, sentir cómo estamos y recuperar la calma. Si no podemos hacerlo, solo el hecho de ser consciente de nuestro estado emocional, evitará que proyectemos sobre el otro la causa de nuestras emociones.

Si me encuentro en una situación conflictiva y no he podido percibir de antemano cómo me siento, puedo tomarme un segundo después, para recordar todo lo que ha sucedido antes de ese momento y así descubrir dónde se originó el malestar. Esto me ayudará a responsabilizarme de mis emociones y ver el efecto que pueden tener en mi vida y en mis relaciones.

También es posible que yo haya llegado a la situación feliz y en calma y sea el otro quien esté alterado por algo que le ha sucedido antes. Si observo que está reaccionando con un enfado desproporcionado ante algo nimio, es muy posible que la causa del enfado sea otra. En ese caso, también la calma ayuda; podemos proponerle respirar y parar un segundo. Más tarde, cuando llegue la serenidad, se puede hablar y descubrir el origen de esa ira.

Cuando actuamos de esta forma, desde la observación, dejamos de sentirnos responsables por las emociones ajenas y empezamos a ocuparnos de trabajar las propias. Descubrimos que los demás son personas independientes que pueden resolver sus problemas, y no nos sentimos culpables por las emociones del otro, ni culpabilizamos al otro por lo que sentimos. Así deshacemos la dependencia emocional y vemos cómo somos realmente, qué tipo de pensamientos o acciones podemos cultivar para sentirnos bien, en vez de percibir al otro como la causa o la solución de nuestros problemas.

Al aprender a ocuparnos de nuestras emociones, también aprendemos a acompañar a la infancia en su desarrollo emocional. Si yo me responsabilizo por las emociones de mis hijos, ellos no van a encontrar el verdadero origen de su frustración. Sin embargo, si yo no cargo con su emoción, no me siento culpable y puedo acompañarlos a descubrir la causa de esa emoción. Además, seré capaz de poner los límites necesarios en el momento preciso, con amor y comprensión.

Una vez tuve un alumno al que admiraba profundamente por su sabiduría emocional. En cierta ocasión, cuando tenía once años, tuvo un desencuentro con un compañero, que lloraba porque se había sentido abandonado por él en el recreo y se lo decía con tanta tristeza que hasta yo misma me estaba sintiendo culpable. Sin embargo, este alumno, le puso la mano en el hombro, y con la mayor empatía y sintiéndolo profundamente le dijo: “Entiendo tu tristeza y tu pena, te has sentido sólo. Yo ahora estoy jugando a algo que a ti no te gusta y a mí sí, por eso no jugamos juntos en el recreo. ¿Por qué no te vienes a casa esta tarde y jugamos a algo que nos guste a los dos?”.

Lo más maravilloso de esta situación es que, sin sentir un ápice de culpa ni cargar con la emoción de su compañero, entendió su pena, vio el origen de su tristeza y fue capaz de proponer una situación que no chocaba con sus propios deseos. Si este alumno se hubiera sentido culpable, probablemente hubiera cedido a la emoción del otro y hubiera dejado de hacer lo que quería hacer realmente en los recreos, o quizá se hubiera enfadado por la presión y lo hubiera mandado a paseo, perdiendo una oportunidad para encontrarse.

Y esto es lo que a menudo sucede en nuestras relaciones, si nos sentimos presionados, nos enfadamos o nos sentimos culpables, y esto enturbia la comprensión de la situación. Sin embargo, si somos capaces de entender que cada uno es responsable de sus emociones, podemos comprender mejor al otro, pues no se pone en tela de juicio lo que cada uno necesita, sino que se busca algo que pueda servir a ambos, sin obligar al otro a ceder o a cambiar.

Cuando somos capaces de hacernos responsables de nuestras emociones, vemos que la felicidad depende de cómo veamos las cosas y de la actitud que tomemos ante ellas. Y nuestro ejemplo se convierte en la mejor manera de acompañar a la infancia en el desarrollo de esta gran cualidad.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«