Concédete el tiempo que necesitas

Atardecer en la Albufera

Desde bien pequeña, he tenido prisa por ir más allá. Prisa por crecer, por ir y por volver. Por enamorarme, por viajar, por terminar la semana.

En el colegio, terminaba en dos segundos la tarea, con una letra terrible que casi no se podía entender, y me solían enviar de vuelta a mi sitio a repetirlo, o me ponían ejercicios más difíciles, intentando que tardase un poco más en resolverlos. Pero mi afán consistía precisamente en terminar lo más rápido posible.

Más adelante he sentido prisa también en la carretera o en el metro, aunque realmente no esté llegando tarde a ninguna parte.

Esto ha sido algo que he tenido que trabajar toda mi vida, pues mi impulso de hacer las cosas con gran rapidez hace que deje muchos detalles en el tintero.

Me di cuenta de esto viendo la película El último samurai. En ella, hay una escena donde Tom Cruise observa cómo preparan el té en el pueblecito japonés que lo tiene cautivo, y se maravilla del cuidado y la atención con que lo hacen, pues raya la perfección. Es pura presencia.

Después de verla, me hice un cartel que decía: “No hay prisa. Date el tiempo suficiente”, y lo colgué en la pared de mi habitación. Y también me aficioné a la escritura con plumilla y tinta, que es una de las cosas que no puedes hacer rápido aunque quieras.

¿Y para qué tanta prisa?

Me he hecho esta pregunta muchas veces, al darme cuenta de lo acelerada que voy por la vida.

Sé que hay una parte que viene en mis genes, pues me parezco mucho a mi madre y a mi abuela y ellas también van de una cosa a otra como un relámpago, tanto en el pensamiento como en la acción.

También debe ser mi propio temperamento pues, ya de entrada, mi llegada al mundo duró 20 minutos, casi nazco en un taxi.

Pero hay otra parte que tiene que ver con la sociedad de hoy en día, que fomenta y nos pide cada vez mayor rapidez. Nos inunda de contenidos, que no tenemos tiempo de digerir, y también de actividades y opciones. Nuestra capacidad de prestar atención se dispersa y disminuye radicalmente su calidad. Al igual que nuestra capacidad de observar, de estar presentes e incluso de amar.

A esta velocidad, no se puede profundizar. Y si no se puede profundizar, no se puede conocer realmente a nadie. Y así crece la distancia entre las personas y se pierde la empatía. La prisa hace que no veamos al otro, que no lo reconozcamos y que no nos demos cuenta de que, a veces, pasamos de largo sin darnos cuenta de que quizá alguien necesita un abrazo, un saludo, una sonrisa.

Cuando observo tanta prisa a mi alrededor, me doy cuenta de que necesitamos parar y respirar. Replantearnos cómo vivimos y, especialmente, qué tipo de rutina y ritmo de vida estamos dando a nuestros hijos. Y, sobre todo, darnos cuenta del tipo de atención que les estamos ofreciendo.

¿Les escuchamos con verdadera presencia?

¿Tienen tiempo real para jugar? ¿para dormir? ¿para comer?

¿Les damos el tiempo que necesitan para aprender las cosas por sí mismos? ¿O las hacemos nosotros para “ahorrar” tiempo?

¡Qué frase esta! Ahorrar tiempo… Como si pudiéramos hacerlo…

Vivimos esclavos de la vorágine que hemos creado y, cuando llegan las vacaciones, no sabemos bien cómo descansar. A veces incluso nos enfermamos cuando soltamos la prisa, o nos sentimos incómodos cuando no somos productivos, cuando “no hacemos nada”.

Sé que no es fácil parar. Soy consciente de que, cuando se tiene un sueño, el impulso es hacer de forma constante. Sea el sueño un gran proyecto, crear una familia o simplemente, llegar a fin de mes con tranquilidad.

Pero, si conseguir ese sueño nos quita la salud, la capacidad de disfrutar, de amar y de vivir la vida de forma consciente… ¿Habrá valido la pena? ¿Seremos capaces de disfrutarlo cuando llegue?

Siento que es una reflexión necesaria y quizá las vacaciones sean el momento perfecto para ello.

Ojalá disfrutes al máximo de cada instante.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La importancia de la respiración en la educación

Niño entrando en el agua del mar al atardecer

Una de las cosas que más me llamó la atención cuando empecé a leer a Rudolf Steiner es la importancia que da a la respiración. No solo como el proceso físico que todos conocemos, imprescindible para la vida, sino también como el ritmo que produce salud y bienestar en el día a día.

Habla de este tema en referencia a la naturaleza, al cosmos y a muchas cosa más, pero hoy vamos a centrarnos especialmente en lo que dice en relación a la enseñanza .

Rudolf Steiner nos indica que, para poder digerir correctamente los aprendizajes, tiene que haber un ritmo en la forma en que se presentan. Si una actividad requiere de quietud y escucha, la siguiente debe apelar a la acción y la actividad propia. Si hacemos una actividad grupal, después necesitamos equilibrarla con algo individual.

Esta manera de ver la enseñanza, y también la vida, crea una sensación maravillosa de estabilidad, es como el vaivén de las olas que te mece y te da tranquilidad, te recuerda que a un extremo le sigue el opuesto y te permite encontrar el centro en tu interior. No te cansas, pues sabes que todo tiene su tiempo y nunca te alejas demasiado del equilibrio.

Cuando esto se olvida y nos dejamos llevar por uno de esos extremos durante largo tiempo, el extremo contrario llega de manera tan intensa que se hace muy difícil de asimilar.

Por ejemplo, si damos una clase sobre un tema concreto, y nos alargamos más de veinte minutos en la explicación, veremos que los niños empiezan a inquietarse y a moverse, suavemente y de forma casi involuntaria. Si seguimos hablando y aquello no termina pronto, el movimiento será cada vez mayor y llegará un momento en que no aguantarán más y perderán el control. A veces, por respeto y amor, y en contra de su necesidad más profunda, consiguen aguantar la clase entera y, cuando suena el timbre, salen como caballos desbocados a compensar el exceso de concentración y quietud. En esas ocasiones, es posible que ya no consigan regresar a la calma en toda la mañana, pues seguir escuchando ya no es una opción.

A los adultos nos sucede lo mismo, lo que pasa es que solemos estar más desconectados y no hacemos caso de las señales que nos da nuestro cuerpo hasta que el mensaje se hace imposible de ignorar: Si tenemos una vida llena de estrés en la que no existe el descanso, nuestro cuerpo se rebela y llama nuestra atención con distintas enfermedades.

En el caso de los niños, si pasan muchas horas sentados sin moverse, ya sea por las pantallas o por un exceso de silla en la escuela, se desarrollan patologías relacionadas con la hiperactividad, la dificultad para prestar atención y el insomnio, entre muchas otras.

La solución consiste en aprender a alternar el movimiento con la quietud, la escucha con la expresión, lo social con lo individual, pues, de este modo, cada una de estas actividades será un descanso de la anterior y al final del día sentiremos una gran serenidad.

Algo que puede ayudar mucho es tomarnos 1 minuto cada hora para parar, hacer tres respiraciones profundas y prestar atención a cómo nos encontramos, en qué postura está el cuerpo, qué tensiones hay. Se trata de escuchar atentamente para poder soltar aquello que esté contraído, y de crear un espacio para descubrir qué necesitamos y responder a esa necesidad lo antes posible.

Esto es especialmente importante cuando estamos con la infancia, pues necesitan que estemos presentes y seamos conscientes para poder ofrecerles este ritmo sano, que les ayude a crecer felices. Cuando somos capaces de organizar el día y la clase de forma equilibrada, todo sucede de forma fluida y disminuyen los conflictos y las rabietas. Atendemos y escuchamos esa necesidad de cambio rítmico, ordenado, igual que la naturaleza hace con las estaciones.

Sé que puede parecer difícil en la sociedad de hoy en día pero, como decía en uno de mis últimos artículos, se trata de disminuir el número de actividades y aumentar su calidad y la atención que prestamos a cada momento.

Por desgracia, intentamos abarcar más de lo que podemos, pensando que seremos capaces de llegar a todo, pero es mucho más sano disfrutar profundamente de cada cosa y aprender a rendirse al momento presente.

La clave está precisamente ahí, en aprender a renunciar al mundo de las mil posibilidades para explorar con presencia total aquello que elegimos.

Comprender finalmente que menos es más, respirar hondo y disfrutar de la belleza de cada segundo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de David Sánchez