La importancia de la autonomía en la infancia

Niño de tres años barriendo una terraza al sol

Una de las cosas que nos pone difícil este ritmo frenético que llevamos, es generar el tiempo y el espacio suficiente para que la infancia pueda aprender por sí misma aquello que necesita aprender.

Por ejemplo, si tenemos prisa porque llegamos tarde a la escuela, es muy difícil que podamos dejar que nuestro peque se vista, se calce y se encargue de su parte. Lo más probable es que nos impacientemos y acabemos por hacerlo rápidamente para evitar el retraso.

Esto provoca una sensación en la infancia de no ser capaz de hacer las cosas, pues no puede hacerlas ni tan rápido ni con la eficacia de la persona adulta. Si, además, las pocas veces que le dejamos intentarlo, siente nuestra prisa, nuestra presión para que termine rápido, es muy probable que ni siquiera lo intente, que tire la toalla o que lo haga todavía más despacio.

No sé si a ti te pasa, a mí me pone muy nerviosa que haya alguien esperando a que acabe de hacer algo que no controlo demasiado. Incluso si se me da bien, no me gusta sentir a la persona que me espera transmitiendo prisa e impaciencia con su mirada, su actitud o su sola presencia.

Es una sensación muy incómoda, que no genera confianza ni seguridad, y que puede hacer incluso que aparezca una mayor torpeza o confusión.

Es precisamente la visión crítica del adulto, su necesidad de corregir y su prisa por obtener resultados lo que crea actitudes dependientes y falta de seguridad en la infancia. Ante la presión, es muy posible que prefiera que lo hagas tú, que se niegue a hacerlo, o que lo haga con tanta duda que te pregunte todo el tiempo si está bien, y necesite tu compañía constante.

Para que la infancia sea autónoma, tenemos que permitirle ese tiempo y ese espacio, y también evitar corregir su acción para que sea “perfecta”, según nuestro criterio.

Si evitamos que se ponga a prueba en situaciones nuevas y hacemos lo que le cuesta o lo que no sabe hacer, estamos generando que, cuando crezca, no se atreva a enfrentar sus retos.

Un ejemplo curioso y muy común es cuando un niño pequeño nos pide que lo subamos a un árbol. Si el adulto lo hace, lo coloca en una situación para la que no está preparado aún, pues si no ha sabido cómo subir, tampoco va a saber cómo permanecer en la altura, ni cómo bajar.

Igual de nocivo es “ayudarle” a subir con nuestro apoyo, pues esto hará que dependa de nosotros cada vez que quiera subir.

Lo suyo es estar cerca, dar confianza y dejar que suba al árbol cuando realmente esté preparado y lo pueda hacer por sí mismo, sin limitarlo con nuestros miedos ni hacerlo dependiente de nuestra ayuda.

Hace muchos años, cuando trabajaba en una preciosa escuela libre que hay en Cataluña, había una pequeña que siempre lanzaba sus brazos hacia mí para que la cogiese en alto. Yo me quedaba quieta como un palo y le decía que, si quería, podía trepar hasta arriba. Ella se reía y lo intentaba, agarrándose a mis piernas, sin conseguir llegar más allá. Por más que me lo pidiese, yo siempre le daba la misma respuesta, quedándome inmóvil y sonriendo, animándola con mi mirada.

Después de meses de intentarlo, consiguió llegar hasta mis brazos sin que yo me moviera, por sí misma, y su sonrisa y el brillo de sus ojos fueron algo incomparable. Lo repitió durante varias semanas y después pasó a trepar árboles con gran facilidad.

Con este ejemplo no estoy diciendo que no cojamos nunca a los niños en brazos, en absoluto. Lo que quiero transmitir es que, lo único que necesitan de nosotros para crecer y aprender, es que tengamos confianza y creemos ese espacio en el que se pueden desplegar de forma segura, sin prisas ni apuros.

Y, si nuestro día a día no nos permite estos espacios, realmente hay que replantearse muchas cosas, observar nuestros ladrones de tiempo, identificarlos y recuperar esos momentos perdidos y también, la capacidad de prestar atención al instante presente.

Hay que recordar que menos es más, que no siempre hay que llegar a todo, sino que hay que saber llegar a lo verdaderamente importante, a lo esencial.

Tanto en el hogar como en la escuela, cada vez tenemos más prisa por alcanzar todo lo abarcable y, en nuestro esfuerzo, llevamos a la infancia a esta carrera, en la que acaban memorizando sin entender y racionalizando conceptos que deberían provenir de la experiencia propia.

Esto genera en las personas un “pensar prestado”, una confianza ciega en lo que nos enseñan, pues, como no podemos comprobar los hechos a través de nuestra propia experiencia, solo nos queda creer lo que se no dice e incluso dejar de fiarnos de nuestras propias percepciones, poniendo la confianza fuera.

Todo lo que nos aleja de la experiencia y del descubrimiento propio, crea inseguridad y falta de comprensión, especialmente antes del desarrollo del pensamiento abstracto, entre el nacimiento y los doce años. Y esto, a su vez, nos hace dependientes y aniquila nuestra capacidad de pensar y discurrir de forma original.

Si queremos cambiar esta sociedad, que va cada vez más hacia la adicción a los medios y a las redes sociales, a la dependencia del pensamiento ajeno y a la superficialidad, necesitamos llevar nuestra atención a estos temas y crear el cambio necesario a través de una crianza y una educación consciente, presente, que permita a la infancia desarrollarse plenamente y aportar la luz que traen al mundo.

Y esto solo es posible a través de la auto educación, el desarrollo personal y la toma de decisiones que nos lleven a una vida más plena, digna de ser un ejemplo sano para la infancia que nos rodea.

Cada situación es diferente y cada persona tiene sus propios retos pero, si pones tu intención y tu atención en ello, podrás encontrar la manera de aumentar los momentos en los que estás plenamente presente.

Si quieres, te acompaño 😉

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Yan Krukao

Cómo acompañar a la infancia cuando no quiere ir al cole

Niños apoyados en un árbol en el parque

Tal y como decía en mi último artículo, hay muchos motivos por los cuales la infancia no quiere ir a la escuela y es importante saber de cuál se trata para poder acompañarlo de la mejor manera. En el texto anterior describía cómo distinguir las diferentes situaciones que se pueden dar, así que hoy voy a hablar sobre cómo podemos entender y afrontar algunas de estas situaciones.

A veces, la solución será sencilla y otras no tanto, pero siempre podemos hacer algo para acompañar la situación y que no se convierta en un bloqueo o una dificultad cada vez más grande.

Por ejemplo, cuando la causa para no querer ir a la escuela es el cansancio físico, por falta de sueño o exceso de actividades, la situación puede mejorar mucho ajustando los horarios del día a día.

Es necesario crear una rutina semanal que incluya actividades de movimiento físico intenso justo después del cole, para regresar a casa pronto y entrar en un tiempo de relajación y calma, con luces suaves, con quehaceres tranquilos, que lleven a la serenidad antes de cenar. Ya después de la cena, seguir con este ritmo sereno, evitando las pantallas y leyendo en familia un ratito antes de ir a dormir, a una hora que permita un sueño largo y reparador. Es importante también elegir para la cena alimentos que no sean excitantes, que traigan calma y sean fáciles de digerir.

Otra situación que puede ser difícil es cuando nace un bebé en la familia y mamá o papá se quedan en casa con él. Esto, para el que era el menor de la casa hasta ese momento, puede ser algo muy difícil de asimilar y es posible que no quiera ir al cole para quedarse en casa con ellos.

Es una reacción natural, pues existe una gran sensación de pérdida de algo muy íntimo que existía antes de la llegada del bebé. No quiere estar ausente ni un momento, para poder asimilar y entender de alguna manera la nueva situación. Necesita profundamente recuperar ese tiempo íntimo, saber que no se ha perdido para siempre.

En estos casos, ayuda mucho organizarse para encontrar esos ratos de conexión a solas, de tú a tú, sin ninguna distracción y sin la presencia del bebé, con atención plena. No es necesario que sea mucho tiempo, pero sí que sea un momento de presencia total, de disfrute, de hacer algo que verdaderamente una y que devuelva la complicidad a la relación. Esto calmará la necesidad de estar presente siempre, pues se irá recuperado la intimidad y disminuirá la sensación de pérdida.

En otros casos, cuando el motivo de no querer ir al cole está relacionado con la escuela, por un cambio de maestro, por ejemplo, es muy importante ver cómo crear ese nuevo vínculo tan necesario.

Para ello es preciso que el maestro consiga crear un espacio de confianza donde hablar con los alumnos y reconocer su posible tristeza por la pérdida de su anterior maestro. Les puede preguntar qué cosas les gustaba del antiguo docente y apuntarlas, viendo cuáles se pueden mantener e intentando que no se pierdan aquellos detalles con los que más disfrutaban. También es necesario transmitir a los alumnos ganas de compartir tiempo con ellos y escucharlos. Va muy bien tener pequeñas charlas con cada estudiante, simplemente unas palabras cariñosas, una escucha cercana que les dé confianza y les ayude a vincularse.

Cuando se trata más bien de una dificultad a causa del contenido de aprendizaje, hay que revisar cómo se está enseñando y buscar la manera de dar un soporte, ya sea en casa o en la escuela, siempre sin dañar la autoestima del estudiante, evitando comparaciones y etiquetas, haciendo patente que todos necesitamos un apoyo en algunos momentos y que es genial poder tener a alguien que nos vuelva a explicar lo que no entendemos.

También es preciso revisar el estado de los sentidos y de salud en general, pues a veces podemos pasar por alto dificultades que se desarrollan en un momento concreto. Me refiero, por ejemplo, a un problema de visión o de oído, que puede no ser muy evidente y al mismo tiempo estar interfiriendo en el aprendizaje.

Ya por último, quiero tratar una de las situaciones más delicadas que se puede dar, que es cuando hay una dificultad en lo social, cuando no se quiere ir a la escuela por miedo, angustia o por sentimientos de soledad. La sensación de no encajar o incluso ser rechazado por el grupo produce una herida emocional profunda que debe ser acompañada y atendida con gran sensibilidad.

Es necesario observar con mucha atención las relaciones entre los niños antes de intervenir, sin entrar en el juicio rápido o la culpabilización, pues esto puede hacer que la situación empeore y las conductas inapropiadas, si las hay, se escondan y continúen sucediendo fuera de la vista del adulto. De hecho, es imprescindible descubrir la raíz del conflicto, la necesidad oculta que hay por debajo, para poder ofrecer herramientas que consigan resolver la situación desde el respeto y el amor.

Este es un tema de extremada importancia y no puede ser tratado aquí con la profundidad que merece, así que sólo añadiré que lo esencial es escuchar con gran empatía y crear un ambiente de confianza en el que la infancia se sienta segura para hablar y compartir lo que sucede. Y aprender a leer en los gestos, miradas y acciones de los peques cuando algo no va bien.

Con esto termino, espero haber podido indicar posibles caminos para resolver estas situaciones o, al menos, despertar la intuición para descubrir cómo acompañarlo de la mejor manera.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Fotografía cortesía de Marcus Wallis

¿Por qué no quiere ir a la escuela?

Niño con mochila cruzando un bosque tropical

Una de las cosas que más me gusta de mi trabajo es ver las ganas con las que los alumnos vienen a la escuela y el brillo en sus ojos cuando me saludan por las mañanas.

Así que, si en algún momento noto que un estudiante no quiere venir al cole, o si las familias me lo transmiten, se enciende en mí una señal de alarma, pues esto significa que algo está afectando profundamente a este alumno y es importante descubrirlo para poder acompañarlo de la mejor manera.

A lo largo de mis años de maestra, he aprendido a detectar dónde puede estar la causa de ese malestar y he descubierto que hay muchos motivos por los cuales, en algún momento, los niños no quieren ir al cole. Todos ellos son importantes y hay que tenerlos en cuenta para poder acompañar de la mejor manera la situación y que no se convierta en una sensación negativa permanente.

Una de las causas más sencillas de identificar es que exista algún malestar físico: a veces, cuando se está incubando una gripe, por ejemplo, se puede percibir una falta de vitalidad, una necesidad profunda de descanso, de estar en casa, y una disminución del movimiento en general. En esos casos es preciso, si es posible, organizarse para quedarse en casa.

Otro motivo común por el cual no se quiere ir al cole, es que es necesario madrugar y levantarse, en algunas épocas del año, antes de que salga el sol. Esto es especialmente duro en invierno, cuando hace frío y mal tiempo. No suele ser un factor determinante, pero si que puede influir para no querer ir al cole tan pronto por la mañana.

Mi opinión es que deberíamos escuchar más el reloj biológico y adaptarnos a las estaciones, pero, por desgracia, no existe esa opción si tienes un trabajo tradicional y tu peque va al colegio.

Así que, como mínimo, como padres y maestros, podemos empatizar con aquellos peques que llegan completamente dormidos al cole y darles un tiempo de adaptación hasta que salga el sol.

En cualquier caso, cuando sucede esto, es importante revisar que nuestro modo de vida permita el suficiente descanso y las horas de sueño necesarias para la edad escolar. Puede suceder, por ejemplo, que entre semana haya demasiada actividad: hay niños que salen de casa a las 7 de la mañana y vuelven a las 7 u 8 de la tarde, un horario que ni siquiera un adulto debería hacer. Esto hace que no puedan, ni quieran, levantarse pronto al día siguiente, pues saben que desde que salgan de casa, pasarán muchas horas hasta que vuelvan.

También puede ser que haya alguna situación nueva en casa: por ejemplo, si la familia acaba de aumentar y hay un hermanito nuevo y mamá se queda en casa con él, se puede genera una sensación de separación muy grande, de “perderse” algo, incluso de “perder” su lugar o sentir que mamá quiere más al pequeño porque se queda con él.

Sucede también si ha habido una mudanza reciente, o muchos cambios seguidos en la vida del peque. Esto le hace sentir incertidumbre, pues aún no se ha hecho a la nueva situación, y salir de casa y alejarse de la familia le puede generar mucha inquietud.

Como decía al principio, hay que observar con especial atención si es algo puntual o no. Si siempre ha querido ir al colegio y empieza a no querer ir, es preciso identificar qué puede estar pasando. Puede ser alguna dificultad en sus relaciones sociales, con sus iguales, con el aprendizaje o con alguna situación nueva en la escuela.

Por ejemplo, si hay un cambio de maestro, a algunos niños les cuesta mucho adaptarse. pues tienen un nuevo referente que no conocen bien y puede resultarles difícil abrirse y confiar, aunque sea una persona encantadora.

También si hay un cambio en el grupo de amigos, si un compañero muy amiguito se va del cole o llega alguien nuevo y se transforman las alianzas en el grupo de iguales.

Y, sobre todo, si el ritmo de las clases cambia o aparece un contenido que resulta más difícil y que no se consigue aprender, esto puede ser un gran factor de estrés que incluso dañe la autoestima.

Hay que tener muy en cuenta que ir al cole supone un gran reto a nivel social y de desarrollo personal. Estar dentro de un grupo de iguales, variopinto, durante muchas horas al día, supone grandes retos, sobre todo si no eres especialmente extrovertido y te gusta la calma y la tranquilidad.

Por otro lado, los docentes deben estar muy atentos para que el aprendizaje en sí mismo no se sienta como una competición, pues muy a menudo, los alumnos se comparar unos con otros, estableciendo su valor en función de los demás.

Puede haber otros factores, como por ejemplo, que exista una falta de vitalidad y de entusiasmo en general… Cuando esto ocurre desde siempre, no sólo en el colegio, hay que ampliar la mirada y profundizar en el estilo de vida y alimentación, en la constitución física y también en la situación que rodea al niño, cómo son sus referentes y en qué ambiente vive, si es estable o caótico, etc.

Como puedes ver, hay muchas causas posibles, así que es preciso evitar un juicio rápido de la situación y prestar mucha atención, no sólo a lo que se expresa con las palabras sino también con la actitud y el estado anímico.

Una vez tengas identificada la causa, lo primero es generar una gran empatía. Para ello ayuda mucho recordar los momentos en los que no has querido ir al trabajo y pensar en las causas.

Y después, descubrir cómo se puede acompañar la situación para que se recupere el entusiasmo y las ganas de seguir aprendiendo.

En mi próximo artículo seguiré profundizando sobre ello y te daré algunas ideas sobre cómo hacerlo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía cortesía de samanit_vijit

El tesoro escondido de la incomodidad

Duende navideño deslizándose por la nieve

Hace unos días escuchaba a un gran amigo hablar sobre cómo los seres humanos nos pasamos el tiempo huyendo de las emociones que nos incomodan, las que no nos gustan.

Y, curiosamente, yo llevaba un tiempo reflexionando sobre lo incómodo en general, sobre cómo evitamos, por ejemplo, el cansancio físico, o tener esa conversación que sabemos que tenemos pendiente con alguien y que no va a ser fácil.

Cada persona evita aquello que le resulta más incómodo, pueden ser emociones o puede ser simplemente, hacer algo de ejercicio. A veces evitamos aprender algo nuevo porque es muy incómodo no saber cómo hacerlo, o incluso ir a un sitio que nunca hemos ido por la incomodidad que resulta la posibilidad de perderse.

No es una cuestión de dificultad, es más bien algo que hace que se nos gire el estómago por algún motivo, quizá porque sentimos que no va a ir bien, o por simple falta de práctica. Lo curioso es que suelen ser cosas que, si las hacemos, luego nos sentimos mucho mejor.

Es muy interesante observar esto: es como un autosabotaje, nos autoconvencemos de que es mejor no hacerlo, pero, si conseguimos hacerlo, luego nos sentimos mejor que nunca y nos alegramos de haberlo hecho.

Una vez escuché a un escritor, Steven Pressfield, definir este autosabotaje como una fuerza de la naturaleza, la ley física de la resistencia. Él decía que la sentía cada día antes de sentarse a escribir, que, por otro lado, era su pasión. Pero, por lo que fuese, cada vez que empezaba un nuevo día, se le ocurrían miles de razones por las cuales no escribir. Tareas pendientes, llamadas, dolores corporales, lo que sea. Y hablaba justamente de lo bien que se sentía cada vez que vencía esa resistencia y conseguía escribir, aunque sólo fueran unas líneas.

Qué curioso, ¿verdad? Es como si esa incomodidad, esa resistencia, guardase un tesoro escondido. Es como el dragón que guarda riquezas inimaginables dentro de una cueva, hay que vencerlo para entrar y descubrirlas.

Pues bien, esto de enfrentarse a la incomodidad es algo que no es nada cómodo ni está de moda. Todo nuestro entorno nos habla de la comodidad, los coches, las casas, la temperatura ideal, los electrodomésticos… Hasta las tapas de los inodoros se bajan solas, para no tener que sufrir la incomodidad de bajarla uno mismo.

Y esto, lo que produce en primer lugar, es una resistencia cero a cualquier contratiempo y, en segundo lugar, apatía y falta de energía vital. Si seguimos así, la humanidad va a perder la maravillosa resiliencia que cultivaron y nos transmitieron nuestros abuelos y nos convertiremos en seres adormilados carentes de fuerza de voluntad.

Lo observo día tras día en la infancia, cada vez hay un mayor rechazo a lo que cuesta un esfuerzo, a lo incómodo, a lo que tarda un tiempo, incluso al aprendizaje en sí mismo. Y es un grandísimo desastre consentir que ya de pequeños perdamos la alegría del reto, de lo incómodo, probablemente porque los adultos nos han mostrado que es mejor no arriesgarse y quedarse tras una pantalla, donde (casi) nadie te puede ver.

Lo interesante sería saber transmitir a la infancia que nos rodea que lo incómodo es precisamente una fuente de conocimiento propio, una señal que te indica dónde está tu tesoro más profundo, aquel que te va a generar alegría vital, avivando el fuego de tu alma, cuando te atrevas a entrar en la cueva y venzas al dragón de la resistencia.

Ojalá seamos conscientes de esto y sepamos llevarlo a la práctica, pues sólo a través del propio ejemplo seremos capaces de generar en la infancia el entusiasmo y la fuerza de superar cualquier dificultad.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Mi amigo se llama Jose Luis y tiene un canal en Youtube genial, que se llama “El paso consciente”. Allí puedes encontrar el vídeo en el que habla sobre las emociones 😉

**La entrevista a Steven Pressfield la escuché en Super Soul Special with Oprah y tenía por título “Unlock your creative genius”.

*** La foto maravillosa es de Susanne Jutzeler

La importancia del encuentro en el camino menos transitado

Puente de piedra entre montañas en otoño

Cuando nos dedicamos a la educación consciente, ya sea en casa o en la escuela, hay momentos grandes de soledad.

En realidad, siempre que nos salimos un poco de lo establecido y confiamos en nuestro corazón, puede aparecen resistencias. Son fuerzas que provienen del entorno y también de las creencias que hemos heredado y que actúan desde dentro.

Estas resistencias nos hacen sentir que no vamos por buen camino y que quizá no hemos escogido lo mejor. Nos hacen dudar de nuestra propia intuición y esto hace que perdamos la fuerza que nos anima.

Aparecen sobre todo en los momentos de cambio y cuando hay alguna dificultad. En esas situaciones, el camino más transitado parece más fácil y accesible que el que hemos escogido. Es como la escena de la película Matrix donde Neo tiene que elegir si quiere la pastilla azul o la roja. Una de ellas le lleva de vuelta al sueño, a la comodidad, a no sentir más el dolor. La otra le lleva a la consciencia, y a un mundo lleno de obstáculos y riesgo, pero también de Vida.

Es mucho más difícil educar con presencia que ceder a las corrientes de la sociedad y dejar que sea una pantalla quien monopolice la atención de la infancia. Requiere mucha fuerza interior salir del camino establecido y buscar lo que realmente quieres hacer en la vida, pues aparecen momentos de soledad en los que sientes que no hay nadie más a tu lado y que estás librando una batalla imposible de ganar.

Pero no es así.

Hay muchas personas que están en tu mismo barco, lo que pasa es que a veces nos aislamos y las perdemos de vista. Es muy fácil que el día a día nos lleve a esa soledad que nos quita fuerza, pues el quehacer continuo no nos deja tiempo para volver a nuestro centro y buscar aquello que nos hace bien.

Por eso es tan importante parar y respirar, aunque sea cinco minutos al día, y recordar a esas personas con las que tenemos un vínculo especial, que nos acompañan en nuestro sentir y nos aceptan de forma incondicional. Que nos ayudan a recordar quienes somos en vez de indicarnos cómo debemos ser.

A veces es una amiga cercana que sabe cómo escuchar, otras veces es a través de un libro que te acompaña y resuena en tu interior. Puede ser una actividad que te hace sentir viva y que te lleva al encuentro de personas afines, una clase de pintura, un curso de mindfulness, de artes manuales, cualquier situación que te ayude a sentir que somos muchos los que queremos hacer de este mundo un lugar más consciente y feliz.

Ojalá estas palabras te sirvan para encontrar esos espacios y sentir mi compañía en este viaje que, aunque requiera de más fuerza interior y de gran voluntad, está lleno de tesoros y grandes alegrías.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Cómo empezar el curso con buen pie

Atardecer de colores violetas sobre el mar

Una de las transiciones del año con mayor potencial para ser estresante es el inicio del curso escolar y la vuelta al trabajo tras las vacaciones.

Durante el tiempo de descanso, hemos bajado el ritmo y nos hemos acostumbrado al aire libre, al agua y el sol, a dormir más y dedicar más tiempo a nuestras relaciones personales.

Lo más probable es que hayamos perdido los hábitos que mantenemos durante el año y que tengamos una gran resistencia a volver a la rutina, así que solemos apurar hasta el final y lo alargamos todo lo que podemos.

Esto hace que la vuelta sea muy cuesta arriba, especialmente para los niños, que tendrán dificultades para ajustarse al nuevo horario, y el momento de levantarse e ir al cole se convertirá probablemente en un caos de estrés, sueño y prisas.

Para que esta transición sea mucho más sencilla, es importante volver a entrar en el ritmo escolar poco a poco. No podemos pretender, ni siquiera nosotros los adultos, que nuestro cuerpo pase de ir a dormir tarde y levantarse con calma a ir a la cama pronto y madrugar, sin un proceso de adaptación.

Si lo hacemos así, aparece el mal humor, la depresión post vacacional y la desmotivación ante los nuevos retos que presenta este cambio, cuando en realidad se podría ver como un nuevo comienzo de ciclo e iniciarlo con gran ilusión.

Para lograr que así sea, voy a darte algunas ideas que puedes probar estos últimos días de vacaciones.

-Empieza a despertarte un poco más temprano de forma natural, dejando que el sol entre por la ventana abriendo las cortinas y subiendo las persianas. Permítete remolonear un poco en la cama, dejando que la luz te vaya despertando.

-Realiza excursiones largas, que requieran de gran actividad física, para que el cuerpo tenga ganas de descansar más temprano.

-Reduce poco a poco las actividades que generen más excitación e introduce otro tipo de actividades como narrar y escuchar cuentos, leer, cocinar en familia, etc.

-Concentra los encuentros sociales durante el día y reserva las últimas horas de la tarde y la cena para la intimidad familiar y la calma.

-Observa el atardecer en silencio, viendo cómo el sol se va a dormir.

También es muy buena idea aprovechar los últimos días de vacaciones para poner en orden la casa, cuidar las plantas del hogar o del jardín, realizar tareas pendientes y retomar el contacto con los compañeros de la escuela o del trabajo, para poder encontrarse en un ambiente relajado y ponerse al día.

Si conseguimos poner en marcha alguna de estas propuestas, seguro que la transición se hace mucho más agradable y conseguimos generar el entusiasmo necesario para iniciar un nuevo ciclo con energía y presencia.

Que así sea y que tengas un muy feliz regreso.

*Si estas propuestas no funcionan, tal y como comentaba en la newsletter de esta semana, es importante plantearse por qué no tenemos ganas de volver al trabajo. Puede ser porque hemos acumulado un cansancio profundo por el estrés continuado o porque realmente no nos estamos dedicando a lo que realmente nos mueve y nos apasiona. En cualquiera de los dos casos, es una buena oportunidad para plantearse qué y cómo podemos cambiar nuestro día a día para generar el cambio que necesitamos.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Concédete el tiempo que necesitas

Atardecer en la Albufera

Desde bien pequeña, he tenido prisa por ir más allá. Prisa por crecer, por ir y por volver. Por enamorarme, por viajar, por terminar la semana.

En el colegio, terminaba en dos segundos la tarea, con una letra terrible que casi no se podía entender, y me solían enviar de vuelta a mi sitio a repetirlo, o me ponían ejercicios más difíciles, intentando que tardase un poco más en resolverlos. Pero mi afán consistía precisamente en terminar lo más rápido posible.

Más adelante he sentido prisa también en la carretera o en el metro, aunque realmente no esté llegando tarde a ninguna parte.

Esto ha sido algo que he tenido que trabajar toda mi vida, pues mi impulso de hacer las cosas con gran rapidez hace que deje muchos detalles en el tintero.

Me di cuenta de esto viendo la película El último samurai. En ella, hay una escena donde Tom Cruise observa cómo preparan el té en el pueblecito japonés que lo tiene cautivo, y se maravilla del cuidado y la atención con que lo hacen, pues raya la perfección. Es pura presencia.

Después de verla, me hice un cartel que decía: “No hay prisa. Date el tiempo suficiente”, y lo colgué en la pared de mi habitación. Y también me aficioné a la escritura con plumilla y tinta, que es una de las cosas que no puedes hacer rápido aunque quieras.

¿Y para qué tanta prisa?

Me he hecho esta pregunta muchas veces, al darme cuenta de lo acelerada que voy por la vida.

Sé que hay una parte que viene en mis genes, pues me parezco mucho a mi madre y a mi abuela y ellas también van de una cosa a otra como un relámpago, tanto en el pensamiento como en la acción.

También debe ser mi propio temperamento pues, ya de entrada, mi llegada al mundo duró 20 minutos, casi nazco en un taxi.

Pero hay otra parte que tiene que ver con la sociedad de hoy en día, que fomenta y nos pide cada vez mayor rapidez. Nos inunda de contenidos, que no tenemos tiempo de digerir, y también de actividades y opciones. Nuestra capacidad de prestar atención se dispersa y disminuye radicalmente su calidad. Al igual que nuestra capacidad de observar, de estar presentes e incluso de amar.

A esta velocidad, no se puede profundizar. Y si no se puede profundizar, no se puede conocer realmente a nadie. Y así crece la distancia entre las personas y se pierde la empatía. La prisa hace que no veamos al otro, que no lo reconozcamos y que no nos demos cuenta de que, a veces, pasamos de largo sin darnos cuenta de que quizá alguien necesita un abrazo, un saludo, una sonrisa.

Cuando observo tanta prisa a mi alrededor, me doy cuenta de que necesitamos parar y respirar. Replantearnos cómo vivimos y, especialmente, qué tipo de rutina y ritmo de vida estamos dando a nuestros hijos. Y, sobre todo, darnos cuenta del tipo de atención que les estamos ofreciendo.

¿Les escuchamos con verdadera presencia?

¿Tienen tiempo real para jugar? ¿para dormir? ¿para comer?

¿Les damos el tiempo que necesitan para aprender las cosas por sí mismos? ¿O las hacemos nosotros para “ahorrar” tiempo?

¡Qué frase esta! Ahorrar tiempo… Como si pudiéramos hacerlo…

Vivimos esclavos de la vorágine que hemos creado y, cuando llegan las vacaciones, no sabemos bien cómo descansar. A veces incluso nos enfermamos cuando soltamos la prisa, o nos sentimos incómodos cuando no somos productivos, cuando “no hacemos nada”.

Sé que no es fácil parar. Soy consciente de que, cuando se tiene un sueño, el impulso es hacer de forma constante. Sea el sueño un gran proyecto, crear una familia o simplemente, llegar a fin de mes con tranquilidad.

Pero, si conseguir ese sueño nos quita la salud, la capacidad de disfrutar, de amar y de vivir la vida de forma consciente… ¿Habrá valido la pena? ¿Seremos capaces de disfrutarlo cuando llegue?

Siento que es una reflexión necesaria y quizá las vacaciones sean el momento perfecto para ello.

Ojalá disfrutes al máximo de cada instante.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La importancia de la respiración en la educación

Niño entrando en el agua del mar al atardecer

Una de las cosas que más me llamó la atención cuando empecé a leer a Rudolf Steiner es la importancia que da a la respiración. No solo como el proceso físico que todos conocemos, imprescindible para la vida, sino también como el ritmo que produce salud y bienestar en el día a día.

Habla de este tema en referencia a la naturaleza, al cosmos y a muchas cosa más, pero hoy vamos a centrarnos especialmente en lo que dice en relación a la enseñanza .

Rudolf Steiner nos indica que, para poder digerir correctamente los aprendizajes, tiene que haber un ritmo en la forma en que se presentan. Si una actividad requiere de quietud y escucha, la siguiente debe apelar a la acción y la actividad propia. Si hacemos una actividad grupal, después necesitamos equilibrarla con algo individual.

Esta manera de ver la enseñanza, y también la vida, crea una sensación maravillosa de estabilidad, es como el vaivén de las olas que te mece y te da tranquilidad, te recuerda que a un extremo le sigue el opuesto y te permite encontrar el centro en tu interior. No te cansas, pues sabes que todo tiene su tiempo y nunca te alejas demasiado del equilibrio.

Cuando esto se olvida y nos dejamos llevar por uno de esos extremos durante largo tiempo, el extremo contrario llega de manera tan intensa que se hace muy difícil de asimilar.

Por ejemplo, si damos una clase sobre un tema concreto, y nos alargamos más de veinte minutos en la explicación, veremos que los niños empiezan a inquietarse y a moverse, suavemente y de forma casi involuntaria. Si seguimos hablando y aquello no termina pronto, el movimiento será cada vez mayor y llegará un momento en que no aguantarán más y perderán el control. A veces, por respeto y amor, y en contra de su necesidad más profunda, consiguen aguantar la clase entera y, cuando suena el timbre, salen como caballos desbocados a compensar el exceso de concentración y quietud. En esas ocasiones, es posible que ya no consigan regresar a la calma en toda la mañana, pues seguir escuchando ya no es una opción.

A los adultos nos sucede lo mismo, lo que pasa es que solemos estar más desconectados y no hacemos caso de las señales que nos da nuestro cuerpo hasta que el mensaje se hace imposible de ignorar: Si tenemos una vida llena de estrés en la que no existe el descanso, nuestro cuerpo se rebela y llama nuestra atención con distintas enfermedades.

En el caso de los niños, si pasan muchas horas sentados sin moverse, ya sea por las pantallas o por un exceso de silla en la escuela, se desarrollan patologías relacionadas con la hiperactividad, la dificultad para prestar atención y el insomnio, entre muchas otras.

La solución consiste en aprender a alternar el movimiento con la quietud, la escucha con la expresión, lo social con lo individual, pues, de este modo, cada una de estas actividades será un descanso de la anterior y al final del día sentiremos una gran serenidad.

Algo que puede ayudar mucho es tomarnos 1 minuto cada hora para parar, hacer tres respiraciones profundas y prestar atención a cómo nos encontramos, en qué postura está el cuerpo, qué tensiones hay. Se trata de escuchar atentamente para poder soltar aquello que esté contraído, y de crear un espacio para descubrir qué necesitamos y responder a esa necesidad lo antes posible.

Esto es especialmente importante cuando estamos con la infancia, pues necesitan que estemos presentes y seamos conscientes para poder ofrecerles este ritmo sano, que les ayude a crecer felices. Cuando somos capaces de organizar el día y la clase de forma equilibrada, todo sucede de forma fluida y disminuyen los conflictos y las rabietas. Atendemos y escuchamos esa necesidad de cambio rítmico, ordenado, igual que la naturaleza hace con las estaciones.

Sé que puede parecer difícil en la sociedad de hoy en día pero, como decía en uno de mis últimos artículos, se trata de disminuir el número de actividades y aumentar su calidad y la atención que prestamos a cada momento.

Por desgracia, intentamos abarcar más de lo que podemos, pensando que seremos capaces de llegar a todo, pero es mucho más sano disfrutar profundamente de cada cosa y aprender a rendirse al momento presente.

La clave está precisamente ahí, en aprender a renunciar al mundo de las mil posibilidades para explorar con presencia total aquello que elegimos.

Comprender finalmente que menos es más, respirar hondo y disfrutar de la belleza de cada segundo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de David Sánchez

Cómo generar confianza en la infancia

Foto antigua en blanco y negro de niños y niñas bailando

Cuando me dedico al acompañamiento de docentes, me suelen invitar a entrar en su aula para observar qué sucede y así poder ofrecer herramientas para que la clase funcione mejor. Es una experiencia muy reveladora pues, desde la quietud de este segundo plano, se pueden descubrir muchas cosas que ayudan a comprender mejor cómo se sienten los alumnos y cuál es el origen de algunas situaciones.

Una de las cosas que observo como tendencia creciente es que el adulto tiene que ganarse cada vez más la atención de los niños y su respeto. No es algo que venga dado por la profesión, como sucedía antes, es algo que se tiene que trabajar profundamente, pues los alumnos de hoy en día requieren mucha más presencia. Necesitan adultos despiertos, capaces de ver su esencia y de acompañar su desarrollo como individuos, sosteniendo los límites necesarios para crear un espacio de aprendizaje sano y armónico, donde reine la escucha, la atención y el entusiasmo por aprender.

Esto es un gran reto, pues no siempre podemos estar realmente presentes, no solo para la infancia, si no también para nosotros mismos. En esta sociedad llena de prisa y exceso de información, son escasos los momentos de calma en los que respiramos y volvemos a nuestro centro. Los estímulos son tantos que pocas veces tenemos momentos de calidad a solas y con total presencia con otra persona.

Además de esto, hay tendencias en la crianza y en la educación que proponen que el adulto no se muestre, que no diga para no influenciar, que no decida para no imponer. Todo son preguntas para el niño y recaen sobre él decisiones que todavía no está preparado para tomar. Veneramos su sabiduría innata y lo ponemos en el centro de todo, dándole un lugar en el que esa sabiduría se pierde y se convierte desgraciadamente en tiranía. Y así desaparece la inocencia de los ojos de la infancia, que duda de todo y no puede confiar en un adulto que no se muestra.

Para que esto no suceda, es preciso aprender a escuchar con el alma al niño, sentir qué necesita y ofrecérselo, en vez de obedecer los dictados de una voluntad que todavía no conoce este mundo, que todavía tiene que aprender de los que vinieron antes que él, para después, con la madurez, poder decidir su propio camino.

Es urgente que recuperemos la presencia y seamos capaces de generar en los niños esa confianza hacia el adulto, ese respeto hacia la autoridad amada, hacia esa persona que lleva aquí más tiempo que nosotros y que puede mostrarnos lo que la humanidad ha aprendido en el pasado. Solo desde el conocimiento y la apreciación de que lo que ya se ha vivido podemos crear un futuro mejor, si no, estamos destinados a repetirlo antes o después.

Por otro lado, el componente social que se da en el aula es tan grande que puede ser lo único a lo que los niños presten atención. Ir al colegio cada día a pasar cinco horas con un grupo de personas al principio desconocidas, haciendo actividades que pueden resultar un reto, es una ardua tarea. Temas como la necesidad de pertenencia al grupo, la capacidad de poner límites sanos, la comparación con los iguales y su efecto en la autoestima deberían ser prioritarios, pues si esto no se desarrolla de forma fluida y positiva, no se puede dedicar la atención a otros aprendizajes.

Por este motivo es necesario que el docente, y también la familia, dediquen momentos de atención silenciosa, de observación sin juicio, desde el acogimiento y la comprensión, a cada uno de sus alumnos, de sus hijos, del grupo y las relaciones que se crean entre los niños. Y para ello hay que renunciar al exceso de actividades. Tendemos a pensar que cuantas más actividades hagan los niños, mejor, y, sin embargo, es mucho más beneficioso pasar la tarde entera en el campo con nosotros, sin prisas y sin hacer nada más que disfrutar de la naturaleza, libres de distracciones en forma de pantalla.

También es preciso que el adulto realice un trabajo de conocimiento propio y que esté dispuesto a seguir aprendiendo, a escuchar y observar desde la intención genuina de abrirse al otro y comprender su necesidad. Y ser capaz de expresar las suyas y hacerse visible, viviendo desde su propósito real. Al igual que necesitamos hacer ejercicio físico para tener un cuerpo sano, es preciso hacer este trabajo de las emociones y del pensar para tener una mente en forma, que nos ayude a ser más felices en vez de dificultarlo.

Si no lo hacemos, los niños no podrán percibirnos como una fuente de ayuda y sabiduría y, perdidos, buscarán falsos ídolos en Tik Tok o se entretendrán con redes que atrapan la emoción y adormecen la voluntad. Es preciso que reaccionemos pronto y evitemos dejar a la infancia en manos de las pantallas, con todo lo que esto significa.

Sé que puede parecer una tarea titánica, pero como decía mi querido amigo Felipe a mis alumnos, somos titanes y titánides, podemos conseguir todo lo que nos proponemos si realmente nos arremangamos y nos lanzamos a ello.

Y desde este trabajo propio podremos acompañar a la infancia en su camino, siendo quienes hemos venido a ser. Ojalá así sea.

“Educar es más difícil que enseñar, porque para enseñar se necesita saber, en cambio para educar se necesita ser” Quino

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Si quieres saber más sobre cómo realizar ese trabajo interior y cómo aprender a mirar a la infancia, echa un ojo a mi libro “Crecer para educar” aquí 😉

*Foto de Suzy Hazelwood

El cuento como lugar de aprendizaje emocional en la infancia

Bosque de cuento de hadas

A menudo intentamos explicar a los niños situaciones de la vida a través de largas explicaciones, que describen, desde el punto de vista del adulto, qué es lo que sucede. En estas ocasiones, nos solemos encontrar la mirada perdida o incluso atenta de un pequeño que nos mira sin comprender realmente lo que estamos diciendo, sin poder asimilar el torrente de palabras que se dirigen hacia él, ya sea por algo que ha hecho o como respuesta a una pregunta.

Esto sucede, entre otros motivos, porque nuestra manera de transmitir conocimiento olvida el lenguaje primordial de la psique humana; el cuento.

Los cuentos tienen la capacidad de mostrar las experiencias que pueden sucedernos en la vida y los posibles caminos que podemos tomar, así como sus consecuencias. Pueden relatar sentimientos, emociones, obstáculos y posibilidades de forma que nos sintamos reflejados, reconociéndonos en sus personajes, empatizando con aquel que está en peligro o sufriendo, y aprendiendo posibles maneras de responder ante una situación dada. De hecho, gran parte de las narraciones que nos han llegado por tradición oral suelen ser cuentos que nos advierten de algún peligro, y se crearon precisamente para prevenir posibles dificultades. Esto confirma el uso ancestral del cuento para llegar a la psique, a lo emocional, y transmitir ciertos valores y experiencias sobre la vida.

El lenguaje de los cuentos habla directamente al alma, la lleva de la mano hacia esa situación que puede estar creando un conflicto y muestra ante ella una imagen completa, llena de matices y pequeños detalles con los que se puede identificar. Esto hace que la sabiduría del cuento nos llegue directamente, sin pasar por un ego que debe defenderse de un juicio o una acusación. Es un espacio íntimo en el que no tenemos público, y por ello podemos reconocer quiénes somos y qué necesitamos.

Los cuentos sirven para dar voz a otras personas, para poder tener una visión más amplia de una situación, comprendiendo también qué sucede desde el otro, sin juzgar las actitudes como buenas o malas. Cada cual sentirá en su interior qué es lo que necesita y qué puede transformar, desde su propia capacidad.

Cada personaje representa un tipo de temperamento diferente, y cada aventura muestra cómo aprovechar las características de nuestra personalidad y también cómo superar algunos obstáculos que aparecen en el camino. El lenguaje sutil de la imagen hace que nos podamos reconocer y adquiramos herramientas para gestionar nuestras emociones pues, de nuevo, es mucho más fácil generar aprendizajes y aprender nuevas estrategias cuando somos nosotros mismos quienes descubrimos cómo somos.

Estas valiosas cualidades del cuento resaltan la importancia de leer y narrar historias a la infancia, ya sean cuentos tradicionales o de nuestra propia invención, pues son uno de los mejores medios para trabajar el mundo emocional.

Por otro lado, es preciso crear y elegir cuentos que describan situaciones desde un punto de vista comprensivo, que ofrezcan un espacio para entender y acoger todo tipo de sentimientos y abran la puerta a posibles soluciones, sin aferrarse a una única respuesta, dejando espacio para que sea el propio oyente quien elabore su sentido, evitando la típica moraleja.

En cualquier caso, es importante no teorizar sobre las emociones en edades tempranas, pues sería como exponer a la luz antes de tiempo las semillas que hemos plantado. Si se riegan acogiendo toda emoción como portadora de información para nuestro desarrollo, con atención y presencia, las semillas se transformarán en hermosas plantas, y los niños en personas emocionalmente lúcidas.

La magia de los cuentos nos acaricia el alma…

Ojalá sepamos mantener la conexión con este mundo lleno de sabiduría y sigan naciendo historias infinitas.

*Este artículo contiene extractos de mi guía didáctica “La enseñanza de la lectoescritura a través del arte”. Es la guía que acompaña el cuento “El tesoro del tío William”. Ambos están disponibles aquí.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Ilustración de Darkmoon Art