La importancia de la autonomía en la infancia

Niño de tres años barriendo una terraza al sol

Una de las cosas que nos pone difícil este ritmo frenético que llevamos, es generar el tiempo y el espacio suficiente para que la infancia pueda aprender por sí misma aquello que necesita aprender.

Por ejemplo, si tenemos prisa porque llegamos tarde a la escuela, es muy difícil que podamos dejar que nuestro peque se vista, se calce y se encargue de su parte. Lo más probable es que nos impacientemos y acabemos por hacerlo rápidamente para evitar el retraso.

Esto provoca una sensación en la infancia de no ser capaz de hacer las cosas, pues no puede hacerlas ni tan rápido ni con la eficacia de la persona adulta. Si, además, las pocas veces que le dejamos intentarlo, siente nuestra prisa, nuestra presión para que termine rápido, es muy probable que ni siquiera lo intente, que tire la toalla o que lo haga todavía más despacio.

No sé si a ti te pasa, a mí me pone muy nerviosa que haya alguien esperando a que acabe de hacer algo que no controlo demasiado. Incluso si se me da bien, no me gusta sentir a la persona que me espera transmitiendo prisa e impaciencia con su mirada, su actitud o su sola presencia.

Es una sensación muy incómoda, que no genera confianza ni seguridad, y que puede hacer incluso que aparezca una mayor torpeza o confusión.

Es precisamente la visión crítica del adulto, su necesidad de corregir y su prisa por obtener resultados lo que crea actitudes dependientes y falta de seguridad en la infancia. Ante la presión, es muy posible que prefiera que lo hagas tú, que se niegue a hacerlo, o que lo haga con tanta duda que te pregunte todo el tiempo si está bien, y necesite tu compañía constante.

Para que la infancia sea autónoma, tenemos que permitirle ese tiempo y ese espacio, y también evitar corregir su acción para que sea “perfecta”, según nuestro criterio.

Si evitamos que se ponga a prueba en situaciones nuevas y hacemos lo que le cuesta o lo que no sabe hacer, estamos generando que, cuando crezca, no se atreva a enfrentar sus retos.

Un ejemplo curioso y muy común es cuando un niño pequeño nos pide que lo subamos a un árbol. Si el adulto lo hace, lo coloca en una situación para la que no está preparado aún, pues si no ha sabido cómo subir, tampoco va a saber cómo permanecer en la altura, ni cómo bajar.

Igual de nocivo es “ayudarle” a subir con nuestro apoyo, pues esto hará que dependa de nosotros cada vez que quiera subir.

Lo suyo es estar cerca, dar confianza y dejar que suba al árbol cuando realmente esté preparado y lo pueda hacer por sí mismo, sin limitarlo con nuestros miedos ni hacerlo dependiente de nuestra ayuda.

Hace muchos años, cuando trabajaba en una preciosa escuela libre que hay en Cataluña, había una pequeña que siempre lanzaba sus brazos hacia mí para que la cogiese en alto. Yo me quedaba quieta como un palo y le decía que, si quería, podía trepar hasta arriba. Ella se reía y lo intentaba, agarrándose a mis piernas, sin conseguir llegar más allá. Por más que me lo pidiese, yo siempre le daba la misma respuesta, quedándome inmóvil y sonriendo, animándola con mi mirada.

Después de meses de intentarlo, consiguió llegar hasta mis brazos sin que yo me moviera, por sí misma, y su sonrisa y el brillo de sus ojos fueron algo incomparable. Lo repitió durante varias semanas y después pasó a trepar árboles con gran facilidad.

Con este ejemplo no estoy diciendo que no cojamos nunca a los niños en brazos, en absoluto. Lo que quiero transmitir es que, lo único que necesitan de nosotros para crecer y aprender, es que tengamos confianza y creemos ese espacio en el que se pueden desplegar de forma segura, sin prisas ni apuros.

Y, si nuestro día a día no nos permite estos espacios, realmente hay que replantearse muchas cosas, observar nuestros ladrones de tiempo, identificarlos y recuperar esos momentos perdidos y también, la capacidad de prestar atención al instante presente.

Hay que recordar que menos es más, que no siempre hay que llegar a todo, sino que hay que saber llegar a lo verdaderamente importante, a lo esencial.

Tanto en el hogar como en la escuela, cada vez tenemos más prisa por alcanzar todo lo abarcable y, en nuestro esfuerzo, llevamos a la infancia a esta carrera, en la que acaban memorizando sin entender y racionalizando conceptos que deberían provenir de la experiencia propia.

Esto genera en las personas un “pensar prestado”, una confianza ciega en lo que nos enseñan, pues, como no podemos comprobar los hechos a través de nuestra propia experiencia, solo nos queda creer lo que se no dice e incluso dejar de fiarnos de nuestras propias percepciones, poniendo la confianza fuera.

Todo lo que nos aleja de la experiencia y del descubrimiento propio, crea inseguridad y falta de comprensión, especialmente antes del desarrollo del pensamiento abstracto, entre el nacimiento y los doce años. Y esto, a su vez, nos hace dependientes y aniquila nuestra capacidad de pensar y discurrir de forma original.

Si queremos cambiar esta sociedad, que va cada vez más hacia la adicción a los medios y a las redes sociales, a la dependencia del pensamiento ajeno y a la superficialidad, necesitamos llevar nuestra atención a estos temas y crear el cambio necesario a través de una crianza y una educación consciente, presente, que permita a la infancia desarrollarse plenamente y aportar la luz que traen al mundo.

Y esto solo es posible a través de la auto educación, el desarrollo personal y la toma de decisiones que nos lleven a una vida más plena, digna de ser un ejemplo sano para la infancia que nos rodea.

Cada situación es diferente y cada persona tiene sus propios retos pero, si pones tu intención y tu atención en ello, podrás encontrar la manera de aumentar los momentos en los que estás plenamente presente.

Si quieres, te acompaño 😉

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Yan Krukao

Cómo aprender a estar presentes para acompañar a la infancia

Niño en la playa entrando en el agua al atardecer

Acompañar a la infancia, ya sea en el ámbito familiar o en el escolar, es un gran reto y a la vez una enorme responsabilidad. Si te dedicas a ello, lo sabes bien.

Hay momentos realmente preciosos, que te emocionan y te inspiran, que te recuerdan por qué has elegido hacerlo… Y otros en los que te sientes perdida y confusa, sin saber bien cómo gestionar alguna de las situaciones que aparecen en el día a día.

A veces sientes que te tocan una herida muy profunda, que quizá se creó en tu propia infancia, o ya nació contigo, y te impide ver con claridad.

Otras veces, una sabiduría ancestral que no sabes bien de dónde viene, te ayuda a colocarte en tu centro y convertirte en el pilar necesario, decir la palabra adecuada que conforta y acoge, que produce crecimiento y seguridad.

En mi camino como maestra, he vivido experiencias muy ricas y diversas. Las más difíciles son las que me han traído un mayor crecimiento y me han hecho entender lo que necesito para ser feliz y también, lo que necesitan los que me rodean. Y, aunque nunca es lo mismo ni de la misma forma, hay ciertas maneras de estar que facilitan la creación de un espacio amoroso, donde cada persona puede ser ella misma y encontrar aquello que le hace verdaderamente feliz.

No sé bien cómo llamarlas, porque no son exactamente herramientas, ni habilidades, son más bien, como decía en el párrafo anterior, maneras de estar, modos de conciencia, estados anímicos que facilitan esa percepción clara del otro y de uno mismo.

Me estoy poniendo muy metafísica, pero en realidad es sencillo. Es un estado de conexión con una misma, de presencia consciente, en el que no interviene el parloteo habitual de la mente con sus dudas y sus juicios, en el que nos convertimos en escucha y simplemente somos.

No sé si lo has sentido alguna vez, pero estoy segura de que sí. Quizá nadando en el mar, o pintando, o haciendo algo que te encanta con plena concentración natural.

Ese estado es lo que necesitamos para acompañar a la infancia.

Desde ahí desaparece cualquier interferencia que nos impide ver y somos capaces de crear el espacio que mencionaba.

Pues bien, no hay recetas exactas para conseguir entrar en ese estado, pero sí que podemos descubrir qué cosas hay en nuestra vida que nos acercan y cuáles son las que nos alejan. Mirando limpiamente hacia dentro, podemos ver cómo caminar hacia ello y multiplicar estos momentos de conciencia y conexión.

Hay que desterrar la idea de que no tenemos el tiempo suficiente, pues esto nos frena para siquiera intentarlo. Sólo unos minutos al día hacen una gran diferencia y, para ilustrarlo, te voy a contar una breve anécdota.

Yo pensaba que, para estar en forma, había que esforzarse y dedicarle mucho tiempo al día, así que no lo hacía porque no tenía ese tiempo, pensaba yo… Pues bien, llevo un mes haciendo tres ejercicios de fuerza por la tarde, antes de cenar. No me lleva más de 10 minutos y todavía me tiene maravillada el efecto que está teniendo en mi tono muscular y en mi bienestar general.

Esto es una cuestión de decisión: lo más importante es sentir ese impulso de querer ser cada día más consciente y crear y mantener una práctica, que nos sirva para seguir aprendiendo, para seguir evolucionando.

Y poco a poco, con paciencia y constancia, va llegando la transformación deseada.

Si quieres ponerte a ello, yo te acompaño.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía cortesía de David Sanchez

Qué hacer cuando nada funciona

Atardecer luminoso

A veces hay cosas que no parecen solucionarse por más que lo intentemos.

Pueden ser rasgos de nuestra personalidad que queremos cambiar sin conseguirlo, o situaciones de conflicto con alguien de nuestro entorno cercano, que nos duelen y no sabemos cómo resolver. Quizá queremos cambiar la forma en que hacemos algo, porque sabemos que no tiene buenos resultados, pero acabamos repitiendo el mismo patrón ya conocido.

Son temas que suelen tener una raíz profunda, ya sea en nuestra infancia o incluso en nuestro árbol familiar, y que no parecen tener solución. Es posible que hayamos ido a cursos, hayamos leído libros y hayamos hecho terapia sobre ello, pero sigue repitiéndose.

Ese algo que no conseguimos resolver existe en todas las personas y, a menudo, se puede ver y entender mejor en el otro que en nosotros mismos. Cuando los niños son pequeños y eres maestra, lo puedes identificar fácilmente, es el tema estrella de todas las tutorías con las familias y lo que causa conflicto con el entorno.

Es ese algo que hemos venido a aprender y que no se suelta con facilidad, por mucho que lo intentemos, quizá porque tenemos que abrazarlo en vez de intentar que desaparezca.

Ese es precisamente el quid de la cuestión, que no se trata de vencerlo sino de integrarlo, de hacerse amigo, de asimilarlo… Con amor, con cariño y con respeto, pues nos trae un mensaje profundo de una herida no sanada que necesitamos acoger.

Hablo de todo esto porque veo que es una causa grande de sufrimiento, tanto para uno mismo como cuando lo vemos en nuestros hijos o alumnos. Queremos solucionarlo ya, transformarlo, dejar de sentir la frustración que nos provoca y el malestar que supone, pero esta actitud solo añade presión y magnifica las sensaciones negativas.

Siento que la solución real es tener compasión por uno mismo, entender que no somos perfectos, abrazar esa parte nuestra que no nos gusta y permitir que nos entregue su mensaje, en vez de seguir intentando cambiarla a la fuerza.

Esta actitud no implica resignarse o dar por bueno todo lo que somos sin hacer nada para convertirnos en nuestra mejor versión. Es más bien desarrollar la capacidad de confiar en la vida, en el tiempo y en los procesos. Es el descanso del guerrero, la calma de aquel que sabe que ha hecho todo lo que está en su mano y que ahora ya no depende de él.

Cuando llegamos a ese momento, hay algo que se aquieta en nuestro interior y conseguimos ser más generosos con nosotros mismos y con los demás. Entendemos que no todo se puede o se debe cambiar y que hay cosas que todavía no podemos comprender, pero que seguro tienen un sentido, aunque quizá ahora no lo veamos.

Ojalá estas palabras te acompañen y sean la serenidad que necesitas para acoger ese algo con amor y confianza, ya sea en ti o en el otro. Una vez acogido y aceptado plenamente, es muy probable que tu percepción se transforme y, lo que veías como un problema, pueda incluso ser una solución.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Concédete el tiempo que necesitas

Atardecer en la Albufera

Desde bien pequeña, he tenido prisa por ir más allá. Prisa por crecer, por ir y por volver. Por enamorarme, por viajar, por terminar la semana.

En el colegio, terminaba en dos segundos la tarea, con una letra terrible que casi no se podía entender, y me solían enviar de vuelta a mi sitio a repetirlo, o me ponían ejercicios más difíciles, intentando que tardase un poco más en resolverlos. Pero mi afán consistía precisamente en terminar lo más rápido posible.

Más adelante he sentido prisa también en la carretera o en el metro, aunque realmente no esté llegando tarde a ninguna parte.

Esto ha sido algo que he tenido que trabajar toda mi vida, pues mi impulso de hacer las cosas con gran rapidez hace que deje muchos detalles en el tintero.

Me di cuenta de esto viendo la película El último samurai. En ella, hay una escena donde Tom Cruise observa cómo preparan el té en el pueblecito japonés que lo tiene cautivo, y se maravilla del cuidado y la atención con que lo hacen, pues raya la perfección. Es pura presencia.

Después de verla, me hice un cartel que decía: “No hay prisa. Date el tiempo suficiente”, y lo colgué en la pared de mi habitación. Y también me aficioné a la escritura con plumilla y tinta, que es una de las cosas que no puedes hacer rápido aunque quieras.

¿Y para qué tanta prisa?

Me he hecho esta pregunta muchas veces, al darme cuenta de lo acelerada que voy por la vida.

Sé que hay una parte que viene en mis genes, pues me parezco mucho a mi madre y a mi abuela y ellas también van de una cosa a otra como un relámpago, tanto en el pensamiento como en la acción.

También debe ser mi propio temperamento pues, ya de entrada, mi llegada al mundo duró 20 minutos, casi nazco en un taxi.

Pero hay otra parte que tiene que ver con la sociedad de hoy en día, que fomenta y nos pide cada vez mayor rapidez. Nos inunda de contenidos, que no tenemos tiempo de digerir, y también de actividades y opciones. Nuestra capacidad de prestar atención se dispersa y disminuye radicalmente su calidad. Al igual que nuestra capacidad de observar, de estar presentes e incluso de amar.

A esta velocidad, no se puede profundizar. Y si no se puede profundizar, no se puede conocer realmente a nadie. Y así crece la distancia entre las personas y se pierde la empatía. La prisa hace que no veamos al otro, que no lo reconozcamos y que no nos demos cuenta de que, a veces, pasamos de largo sin darnos cuenta de que quizá alguien necesita un abrazo, un saludo, una sonrisa.

Cuando observo tanta prisa a mi alrededor, me doy cuenta de que necesitamos parar y respirar. Replantearnos cómo vivimos y, especialmente, qué tipo de rutina y ritmo de vida estamos dando a nuestros hijos. Y, sobre todo, darnos cuenta del tipo de atención que les estamos ofreciendo.

¿Les escuchamos con verdadera presencia?

¿Tienen tiempo real para jugar? ¿para dormir? ¿para comer?

¿Les damos el tiempo que necesitan para aprender las cosas por sí mismos? ¿O las hacemos nosotros para “ahorrar” tiempo?

¡Qué frase esta! Ahorrar tiempo… Como si pudiéramos hacerlo…

Vivimos esclavos de la vorágine que hemos creado y, cuando llegan las vacaciones, no sabemos bien cómo descansar. A veces incluso nos enfermamos cuando soltamos la prisa, o nos sentimos incómodos cuando no somos productivos, cuando “no hacemos nada”.

Sé que no es fácil parar. Soy consciente de que, cuando se tiene un sueño, el impulso es hacer de forma constante. Sea el sueño un gran proyecto, crear una familia o simplemente, llegar a fin de mes con tranquilidad.

Pero, si conseguir ese sueño nos quita la salud, la capacidad de disfrutar, de amar y de vivir la vida de forma consciente… ¿Habrá valido la pena? ¿Seremos capaces de disfrutarlo cuando llegue?

Siento que es una reflexión necesaria y quizá las vacaciones sean el momento perfecto para ello.

Ojalá disfrutes al máximo de cada instante.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Cómo generar confianza en la infancia

Foto antigua en blanco y negro de niños y niñas bailando

Cuando me dedico al acompañamiento de docentes, me suelen invitar a entrar en su aula para observar qué sucede y así poder ofrecer herramientas para que la clase funcione mejor. Es una experiencia muy reveladora pues, desde la quietud de este segundo plano, se pueden descubrir muchas cosas que ayudan a comprender mejor cómo se sienten los alumnos y cuál es el origen de algunas situaciones.

Una de las cosas que observo como tendencia creciente es que el adulto tiene que ganarse cada vez más la atención de los niños y su respeto. No es algo que venga dado por la profesión, como sucedía antes, es algo que se tiene que trabajar profundamente, pues los alumnos de hoy en día requieren mucha más presencia. Necesitan adultos despiertos, capaces de ver su esencia y de acompañar su desarrollo como individuos, sosteniendo los límites necesarios para crear un espacio de aprendizaje sano y armónico, donde reine la escucha, la atención y el entusiasmo por aprender.

Esto es un gran reto, pues no siempre podemos estar realmente presentes, no solo para la infancia, si no también para nosotros mismos. En esta sociedad llena de prisa y exceso de información, son escasos los momentos de calma en los que respiramos y volvemos a nuestro centro. Los estímulos son tantos que pocas veces tenemos momentos de calidad a solas y con total presencia con otra persona.

Además de esto, hay tendencias en la crianza y en la educación que proponen que el adulto no se muestre, que no diga para no influenciar, que no decida para no imponer. Todo son preguntas para el niño y recaen sobre él decisiones que todavía no está preparado para tomar. Veneramos su sabiduría innata y lo ponemos en el centro de todo, dándole un lugar en el que esa sabiduría se pierde y se convierte desgraciadamente en tiranía. Y así desaparece la inocencia de los ojos de la infancia, que duda de todo y no puede confiar en un adulto que no se muestra.

Para que esto no suceda, es preciso aprender a escuchar con el alma al niño, sentir qué necesita y ofrecérselo, en vez de obedecer los dictados de una voluntad que todavía no conoce este mundo, que todavía tiene que aprender de los que vinieron antes que él, para después, con la madurez, poder decidir su propio camino.

Es urgente que recuperemos la presencia y seamos capaces de generar en los niños esa confianza hacia el adulto, ese respeto hacia la autoridad amada, hacia esa persona que lleva aquí más tiempo que nosotros y que puede mostrarnos lo que la humanidad ha aprendido en el pasado. Solo desde el conocimiento y la apreciación de que lo que ya se ha vivido podemos crear un futuro mejor, si no, estamos destinados a repetirlo antes o después.

Por otro lado, el componente social que se da en el aula es tan grande que puede ser lo único a lo que los niños presten atención. Ir al colegio cada día a pasar cinco horas con un grupo de personas al principio desconocidas, haciendo actividades que pueden resultar un reto, es una ardua tarea. Temas como la necesidad de pertenencia al grupo, la capacidad de poner límites sanos, la comparación con los iguales y su efecto en la autoestima deberían ser prioritarios, pues si esto no se desarrolla de forma fluida y positiva, no se puede dedicar la atención a otros aprendizajes.

Por este motivo es necesario que el docente, y también la familia, dediquen momentos de atención silenciosa, de observación sin juicio, desde el acogimiento y la comprensión, a cada uno de sus alumnos, de sus hijos, del grupo y las relaciones que se crean entre los niños. Y para ello hay que renunciar al exceso de actividades. Tendemos a pensar que cuantas más actividades hagan los niños, mejor, y, sin embargo, es mucho más beneficioso pasar la tarde entera en el campo con nosotros, sin prisas y sin hacer nada más que disfrutar de la naturaleza, libres de distracciones en forma de pantalla.

También es preciso que el adulto realice un trabajo de conocimiento propio y que esté dispuesto a seguir aprendiendo, a escuchar y observar desde la intención genuina de abrirse al otro y comprender su necesidad. Y ser capaz de expresar las suyas y hacerse visible, viviendo desde su propósito real. Al igual que necesitamos hacer ejercicio físico para tener un cuerpo sano, es preciso hacer este trabajo de las emociones y del pensar para tener una mente en forma, que nos ayude a ser más felices en vez de dificultarlo.

Si no lo hacemos, los niños no podrán percibirnos como una fuente de ayuda y sabiduría y, perdidos, buscarán falsos ídolos en Tik Tok o se entretendrán con redes que atrapan la emoción y adormecen la voluntad. Es preciso que reaccionemos pronto y evitemos dejar a la infancia en manos de las pantallas, con todo lo que esto significa.

Sé que puede parecer una tarea titánica, pero como decía mi querido amigo Felipe a mis alumnos, somos titanes y titánides, podemos conseguir todo lo que nos proponemos si realmente nos arremangamos y nos lanzamos a ello.

Y desde este trabajo propio podremos acompañar a la infancia en su camino, siendo quienes hemos venido a ser. Ojalá así sea.

“Educar es más difícil que enseñar, porque para enseñar se necesita saber, en cambio para educar se necesita ser” Quino

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Si quieres saber más sobre cómo realizar ese trabajo interior y cómo aprender a mirar a la infancia, echa un ojo a mi libro “Crecer para educar” aquí 😉

*Foto de Suzy Hazelwood

Cómo fomentar el gusto por la lectura en la infancia

Niña sosteniendo un cuento entre sus manos

Hace algunos años llegó a mis manos el libro Como una novela, de Daniel Pennac. Lo leí en dos días, asombrada de ver lo fácil que es equivocarse a la hora de fomentar la lectura en la infancia.

El libro habla precisamente de los motivos que llevan a los niños a relegar e incluso rechazar la lectura, haciendo especial hincapié en la importancia de respetar los derechos del lector, entre ellos, poder elegir lo que se quiere leer y el momento de leerlo.

Es muy difícil disfrutar de la lectura si el libro que lees no te gusta, o si tienes que leer cuando en realidad lo que te apetece es salir a pasear o necesitas solucionar algo. En esas ocasiones, lees y relees el mismo párrafo sin entender lo que pone, pues tu mente está en otro sitio. Y la lectura se convierte en algo arduo y sin sentido.

Esto se hace todavía más cuesta arriba en los inicios del aprendizaje de la lectura, cuando el acto de leer requiere un gran esfuerzo. Entonces es especialmente importante que la lectura tenga un mensaje lo suficientemente interesante como para seguir leyendo, que merezca toda nuestra atención y, a ser posible, nos arranque una sonrisa o nos asombre con su magia.

Y, sin embargo, en muchas ocasiones, los adultos nos empeñamos en que los niños lean lo que nosotros consideramos bueno para ellos, decidiendo incluso el momento de hacerlo, forzando algo que tiene que ser un placer y una elección propia.

La práctica que se suele dar en las escuelas de leer un mismo libro en grupo es difícil que funcione para todos, pues cada alumno es diferente y tiene gustos y capacidades diferentes. Si lo que queremos es fomentar la lectura, debemos respetar que cada uno elija aquello que realmente le gusta. Y no hay que preocuparse si solo eligen cómics, pues tienen muchas ventajas, sobre todo cuando hay ciertas dificultades a la hora de leer; las imágenes dan muchas pistas y enriquecen el texto, haciendo más liviana la lectura.

Es cierto que cada temática tiene una edad recomendada y que es preciso hacer una selección previa de los libros que están a disposición de la infancia, pero no debemos perder de vista la importancia de tener acceso a una colección variada, que incluya todos los formatos y niveles de lectura, para que pueda elegir aquello que realmente sea de su interés. Hablo tanto de los libros que podemos tener en casa como de la biblioteca escolar o de aula.

En cualquier caso, los grandes lectores se forjan ya en la cuna, pues la mejor manera de fomentar la lectura es leer y contar cuentos a los niños desde que nacen. Crear ese momento especial antes de ir a dormir en el que nos encontramos, como si fuera alrededor del fuego cálido de una hoguera, para compartir historias antiguas, mágicas y llenas de sabiduría. Y no perderlo, a ser posible, nunca. Si sienten que pierden ese momento mágico de conexión y calidez porque han aprendido a leer, probablemente no les guste el cambio.

Escuchar una historia nos lleva a un estado de relajación en el que prestamos atención solo al contenido, mientras nuestra mente está ocupada en crear las imágenes que escuchamos.

Leer es algo muy distinto, sobre todo al principio del aprendizaje, cuando nuestro cerebro está tan implicado en la descodificación y codificación de las letras que no podemos prestar atención plena al contenido de la historia.

No se pueden comparar ni son excluyentes entre sí. Es más, se complementan y se nutren, así que es preciso mantener la hora del cuento y también crear momentos en los que cada uno pueda leer su propio cuento, solo o en compañía.

Ya como pensamiento final, hay que tener en cuenta el gran efecto que tiene en la infancia nuestro ejemplo, y lo importante que es que nos vean leer y disfrutar con ello. Que en nuestro hogar haya libros de todo tipo, estanterías llenas de historias que nos conmuevan y nos atraigan. Que exista la posibilidad y la costumbre de acercarse a la biblioteca pública. Que la actividad lectora esté presente en el día a día y que cualquier excusa sea buena para sentarnos a contar un cuento o leer una historia.

Y ya si conseguimos apagar las pantallas de los dispositivos electrónicos en la medida de lo posible y leer libros físicos, llenos de ilustraciones hermosas, con buena luz natural, además de dar un ejemplo digno de imitar, estaremos cuidando nuestra vista y haciendo un gran regalo a nuestra paz mental.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Para evitar las dificultades en la lectura, es muy importante introducir su enseñanza en el momento adecuado y de forma que haga nacer el entusiasmo y la alegría de descubrir un modo nuevo de comunicarse con el otro. Si forzamos su aprendizaje cuando el niño no está todavía preparado para ello, es muy posible que presente dificultades que, esperando al momento preciso, se pueden evitar.

De todo ello hablo en mi artículo El respeto a la madurez escolar y también en la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi próximo libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber más sobre este bonito proyecto, tienes toda la información en el siguiente enlace:

El tesoro del tío William

*Fotografía de Annie Sprat

Por qué no nos escucha la infancia

Padre con bebé al atardecer

A menudo reflexiono sobre la importancia que tienen los límites en la infancia, pues observo las dificultades que presenta este tema, tanto en el hogar como en la escuela. Durante mis años de maestra y ahora también como asesora de maestros y familias, me encuentro con niños que no perciben las normas básicas de convivencia, entre ellas prestar atención a otras personas. Y esto es muy curioso, pues los niños, de manera natural, nacen con un gran interés hacia el otro, utilizando la imitación para aprender a través del ejemplo que les ofrecemos.

El hecho de que no presten atención a un adulto de forma espontánea me hace pensar en dos posibles causas, la primera, que no esperen nada del adulto porque no lo consideran como una posible fuente de aprendizaje, y la segunda, que estén imitando la falta de presencia y de atención que mostramos hoy en día muchas personas, a causa del tipo de sociedad que hemos construido, llena de distracciones que nos apartan del momento presente. De hecho, puede ser una combinación de ambas, así que veo muy necesario plantearnos qué estamos enseñando a los niños con nuestra manera de actuar y cómo es que no nos consideran como una fuente de posibles aprendizajes.

Para que seamos dignos de imitar, tenemos que estar en nuestro centro y ser capaces de mostrar que nosotros también sentimos deseos y tenemos sueños, que hemos sido pequeños como ellos y hemos ido aprendiendo a través de nuestros errores, que sabemos tomar decisiones y asumir nuestras equivocaciones y que somos capaces de poner límites cuando son necesarios.

Si además los escuchamos desde la paciencia y el respeto, se crea un vínculo sano y de confianza y ellos también aprenden a escuchar y a ser conscientes de la necesidad del otro. Si estamos demasiado pendientes de la vorágine diaria, distraídos por las redes sociales y sin un momento de verdadera presencia, esto será lo que enseñemos a los niños que nos rodean.

Por otro lado, quizá para compensar nuestra falta de presencia, es posible que escuchemos las demandas de los niños y las pongamos por delante de temas importantes como son el descanso, la economía familiar, el respeto e incluso el disfrute de la vida. Descuidamos nuestras necesidades por cumplir peticiones que, en ocasiones, son más bien caprichos.

En estos casos, en lugar de beneficiar a los niños, lo que hacemos es que sientan que sus deseos son lo único que importa, que el adulto está allí a su servicio y que no tiene necesidades propias. Se sienten el centro del universo, pues todo gira en torno suyo y no saben que su libertad termina donde empieza la del otro.

Cuando salen al mundo exterior, más allá de su hogar, o incluso de la escuela, se frustran con todo lo que sucede en contra de sus deseos, incluso con el tiempo.

No han aprendido que el otro también tiene necesidades, con lo cual no son capaces de respetarlo ni de seguir normas de convivencia importantes, como por ejemplo, el respeto de las señales de tráfico o el turno de palabra en el aula.

Y todo esto, como decía al principio, no es una actitud con la que se nace… Se aprende cuando se recibe el mensaje constante de que lo único que importa son los deseos propios, por delante de los de los demás.

Por ello es tan importante que los adultos expresemos quienes somos y tengamos en cuenta el bienestar de toda la familia, o de toda la clase, incluidos nosotros, cuando tomamos decisiones.

No es bueno para nadie sentir que tiene prioridad sobre los demás. Una cosa es proteger a la infancia y darle lo que necesita y otra muy distinta es desvivirnos y dejarnos de lado por contentar cada petición que nos hacen, por evitar cada frustración natural de la vida. Tenemos que ocupar nuestro lugar como adultos, mostrando a los niños con nuestros actos que todos necesitamos las mismas cosas en esencia; respeto, escucha, cariño, atención, presencia y amor, y que es un camino de dos direcciones.

Y lo mismo con todas nuestras relaciones, pues ellas son el ejemplo vivo que verá la infancia para aprender cómo relacionarse con el otro de forma sana, con responsabilidad emocional, expresando nuestro sentir y respetando el del otro.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La experiencia propia como base del aprendizaje en la infancia

Tres amigas sentadas al atardecer

Una de las fases que más me llama la atención del crecimiento infantil es la etapa del «por qué». Es ese momento en el que empiezan a tener un mayor dominio del lenguaje y hacen preguntas de todo tipo al adulto, desde una curiosidad innata e inocente, desde las ganas de descubrir el mundo que les rodea.

Cuando esto sucede, el adulto empieza a dar explicaciones, a veces simples, otras mucho más complejas, pero normalmente sin conseguir saciar la curiosidad del niño. Esto sucede porque lo que necesita ese niño no es una respuesta racional, una teoría que no puede comprender. Lo que necesita quizá es escuchar su propia voz y la del adulto, encontrar sus propias respuestas y vivir desde la experiencia todo aquello que será el andamiaje de sus futuros saberes. O incluso vivir en la pregunta y dejar que sea ella quien guíe sus descubrimientos.

Cuando ofrecemos una explicación teórica y puramente intelectual antes de tiempo, tal y como comentaba en varios artículos anteriores, llenamos de ideas vacías la cabeza del niño, lo llevamos a adquirir un pensar prestado que todavía no puede ni siquiera poner en tela de juicio.

Recuerdo con cariño una charla con una de mis primas pequeñas sobre la fuerza de la gravedad. Era verano, yo debía tener unos catorce años y ella nueve. Me contaba que en la escuela le habían explicado qué era la fuerza de la gravedad y cómo funcionaba, y lo había entendido casi todo, pero tenía una pregunta sin resolver, que era la siguiente: “Si todo cae hacia abajo, ¿cómo es que los que están en el hemisferio sur no se caen?”

Y yo me pregunto, ¿qué necesidad hay de explicar de forma teórica este tipo de conceptos en una edad en la que deberían estar experimentando por sí mismos los principios de la física? ¿No tendría mucho más sentido hacerse preguntas sobre sus propios descubrimientos en el medio que les rodea y sobre el que pueden experimentar?

La educación Waldorf en la escuela primaria parte desde este principio: lo primero es la experiencia y el sentir. Cuando presentamos un nuevo tema, es desde la actividad propia y la emoción del descubrimiento. Después proponemos integrar este nuevo conocimiento de forma artística, ya sea a través del dibujo, de la creación de una maqueta o cualquier otra forma de expresión. Y ya por último, cuando se ha comprendido de forma viva ese contenido, se plasma en el cuaderno para ponerlo en palabras y acabar de integrar su significado.

Cuando trabajamos de esta manera, dejando la conceptualización para el final, los contenidos pueden expandirse mucho más, dando lugar a hallazgos inesperados y nuevas conexiones, dejando espacio para que el propio concepto pueda crecer a lo largo de toda la vida.

Esto es especialmente importante entre los 6 y los 12 años, y se refiere sobre todo al contenido académico. A partir de los 12 años, ya con el desarrollo pleno del pensamiento abstracto, se puede ir más allá, presentando distintos puntos de vista y trabajando desde lo conceptual, evitando las verdades absolutas, dejando espacio para el descubrimiento propio e incluso, la intuición.

Recuerdo a un maravilloso maestro que conocí en la formación Waldorf de Oriago, que siempre dejaba una pregunta en el aire al terminar la clase, pregunta que dejaba sin contestar y que sembraba en los alumnos la capacidad de reflexionar, de discurrir y descubrir por sí mismos las posibles respuestas…o incluso más preguntas. Conseguía encender el fuego del entusiasmo por el conocimiento del mundo y así acogía todas las respuestas con gran reverencia, descubriendo en cada una de ellas tesoros geniales.

Si enseñamos desde conceptos fijos, no hay posibilidad de ampliación, de encontrar algo nuevo, ni de hacer nuestro el contenido. La educación puramente intelectual que excluye la experiencia propia del alumno se convierte casi en un acto de fe, pues no parte del descubrimiento propio, sino del ajeno.

Para que las nuevas generaciones puedan aportar lo que traen al mundo, tenemos que crear un espacio en el que puedan descubrir y expresar quiénes son, desarrollar su conocimiento propio y tener la libertad de pensar por sí mismos. Si partimos con las respuestas ya dadas, matamos de algún modo el motor del aprendizaje real. Además, no hay nada que recordemos mejor que lo que hemos descubierto a través de nuestra propia experiencia.

Ojalá podamos dar un paso atrás para dejar ese espacio de creatividad y descubrimiento, que pueda dar lugar al desarrollo de personas libres en el pensar, en el sentir y en el actuar en el mundo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Foto de Charlein Gracia

La importancia de distinguir lo esencial de lo urgente

Camino entre los árboles en Central Park

En otras ocasiones he hablado sobre la incidencia que tiene nuestra sociedad y su ritmo frenético en las relaciones sociales y en la capacidad de formar vínculos y percibir al otro. Hoy quiero profundizar en algo más concreto, que es la importancia de aprender a priorizar lo que consideramos esencial, lo que verdaderamente amamos.

A menudo observo cómo nuestra forma actual de vivir deja lo importante en un rincón, esperando a un tiempo posterior en el que hipotéticamente tendremos más calma y claridad para ocuparnos de ello. Lo urgente, aquello que se debe hacer sin demora, ocupa el primer lugar y tendemos a acumular largas listas de tareas pendientes, encadenando una tras otra de la mañana a la noche. Con suerte, cuando estamos en la cama, nos damos cuenta de que otra vez hemos olvidado escucharnos y dedicar un tiempo a ese algo esencial que nos da paz y nos ayuda a estar más presentes.

Si nos paramos a pensar qué cosas priorizamos porque son urgentes, nos daremos cuenta de que no siempre son tan importantes como aquello que estamos postergando. A veces es preciso llegar tarde para dedicar tiempo a solucionar un malentendido. O dejar a un lado las tareas de casa para poder jugar con tu hija durante una hora con toda tu atención y presencia. O incluso para disfrutar del sol, que ha salido después de esconderse durante meses.

El problema es que la urgencia se adueña de nuestra mente y nos hace creer que, hasta que no solucionemos aquello, no podremos disfrutar de la calma y la presencia. Nos seduce con la idea de que después de hacerlo estaremos más tranquilos y tendremos tiempo para lo que queramos, pero la realidad es que, probablemente vuelva a aparecer algo urgente en cuanto terminemos.

Esta manera de vivir hace que podamos pasar mucho tiempo sin ocuparnos de nosotros, sin dedicar tiempo a actividades que nos hacen sentir realizados o que nos aportan serenidad.

Para poder ser felices, necesitamos aprender a equilibrar los tiempos, reflexionando sobre lo importante, sin dejarnos llevar por lo urgente. Es posible que tengamos un trabajo que nos llene y nos nutra o que nos ocupemos con amor y total dedicación a nuestra familia, o incluso ambos. Si cualquiera de estas áreas se lleva toda nuestra presencia y energía, sin dejar ese tiempo sagrado para uno mismo, llegará un momento en que sintamos un gran vacío, y nos demos cuenta de que hemos perdido lo más importante por el camino. No es posible ocuparse adecuadamente de algo si no nos ocupamos de nosotros mismos, si nos desatendemos.

Necesitamos recordar qué es aquello que hace que el tiempo se pare y darle un espacio en nuestras vidas. Para cada persona es diferente, pero todos tenemos algo que nos hace volver al centro y recuperar las fuerzas perdidas. Dar un tiempo a esa actividad que nos llena hace que podamos encargarnos mucho mejor de todo lo que venga.

Cuando estamos haciendo aquello que nos hace sentir en casa, es mucho más fácil escuchar a la intuición y ver qué cosas no funcionan en nuestra vida y qué podemos transformar para ser más felices. Cuando estamos siempre a la carrera, resulta mucho más difícil escucharse y encontrar soluciones, por ello es tan importante tener aunque sea cinco minutos al día para recuperar la conexión con uno mismo.

Hay muchas prácticas que nos pueden ayudar a aprender a serenar la mente y crear ese espacio de escucha, como la meditación o el mindfulness. Se puede comenzar simplemente por encontrar un momento durante el día en el que dedicarse varios minutos a llevar la atención a la respiración. Este espacio de silencio es suficiente para empezar a vislumbrar lo esencial.

Cuando tomamos conciencia de nosotros y salimos de la prisa diaria, podemos percibir a los demás de forma real, sin las proyecciones habituales. Nos ayuda a decidir mejor, a elegir aquello que es verdaderamente importante. También a relacionarnos con mayor presencia y a acompañar a la infancia con el amor y la serenidad que merece y necesita. Es uno de los mejores modos de conocernos y realizar nuestro trabajo en el mundo desde la conciencia y la alegría.

Si además conseguimos transmitir el valor de este hábito a las nuevas generaciones, en este mundo donde ya casi sólo existe lo inmediato, estaremos aportando nuestro granito de arena a una necesaria transformación social.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La observación como base de la educación y la crianza

Niño jugando en la arena

Cuando formamos una familia o nos convertimos en maestros, es frecuente que la falta de experiencia nos convierta en un mar de dudas.

Ya sea por lo que dicen nuestros familiares y amigos o por lo que hemos leído y estudiado en la carrera, tenemos un ideal sobre cómo deberían ser las cosas, acompañado por un sinfín de teorías y de creencias, a veces contrarias entre sí, sobre lo que deberíamos hacer. Pero cuando las llevamos a la práctica, las cosas no funcionan tal y como dicta la teoría.

Quizá antiguamente era distinto; el saber popular relacionado con la crianza iba pasando de madres a hijas y se hacía lo que siempre se había hecho, sin apenas cuestionarlo. Había un modo de educar bastante homogéneo que no dejaba lugar a dudas, aunque seguro que existían excepciones.

Hoy en día, la situación ha cambiado mucho. En primer lugar, con la separación de los núcleos familiares extensos ya no solemos tener a nuestra disposición la presencia y sabiduría de los abuelos. Nos hemos convertido en familias aisladas, con el único apoyo de guarderías y escuelas, sin tiempo y con mucho estrés. En segundo lugar, hay tantas corrientes pedagógicas que es muy difícil discernir qué es lo adecuado, y a menudo elegimos cómo actuar basándonos en las dificultades que tuvimos en nuestra propia infancia.

El conocimiento que poseemos sobre la crianza y la educación procede en su mayor parte de la teoría o de nuestros propios traumas infantiles. Vivimos la crianza intentando evitar lo que nosotros sufrimos, yendo hacia el otro extremo, actuando desde nuestras heridas o nuestra mente, desconectados de la intuición, sin pararnos a observar qué es lo que realmente necesita ese ser que tenemos delante. Y con el ritmo de vida que llevamos, no nos damos cuenta de que lo que nos falta es tener un conocimiento real, que provenga de la experiencia.

Tanto para la crianza como para la educación, es imprescindible tomarnos el tiempo necesario para escuchar y observar. Cada ser humano es único e irrepetible, no existen recetas que sirvan para todos por igual. Solo a través de la observación* podemos conocer, solo a través del conocimiento podemos amar y solo a través del amor podemos acompañar al otro en el desarrollo de su potencial para ser feliz.

Si bien es cierto que tener tiempo tal y como está estructurada la vida hoy en día es casi imposible, no por ello debemos rendirnos. Cuando algo no funciona, hay que cambiarlo. Tenemos a la infancia totalmente abandonada en manos ajenas o, mucho peor, en medios audiovisuales y redes sociales, buscando el calor, el reconocimiento y la compañía que necesitan en un lugar frío y engañoso.

Es preciso hacer un cambio en nuestras vidas y conseguir tiempo de calidad para acompañar a la infancia. Dejar la teoría a un lado y empezar a conocer a nuestros hijos y alumnos. Pasar tiempo con ellos, ofreciendo un espacio cariñoso y sereno donde se puedan desarrollar felices. Si solo disponemos de media hora al día, que sea media hora de presencia absoluta, con el móvil y la televisión lejos y apagados, con la mente libre y el corazón dispuesto a escuchar, sentir, conocer y amar.

Cuando conseguimos estar presentes de esta forma, se crea el verdadero vínculo, desaparecen las carencias y la sensación de abandono, y la infancia puede crecer en autoestima, estable y feliz, desarrollando todos sus dones y confiando en la vida.

Y nosotros, como adultos, conseguimos acompañar su crecimiento desde la seguridad de lo que hemos experimentado, y esto nos permite poner límites sanos cuando es necesario y convertirnos en la autoridad amada.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

*Si te interesa saber más sobre la observación y cómo ponerla en práctica en tu día a día, puedes leer aquí varias maneras de hacerlo, que son parte de la pedagogía Waldorf.