Cómo aprender a estar presentes para acompañar a la infancia

Niño en la playa entrando en el agua al atardecer

Acompañar a la infancia, ya sea en el ámbito familiar o en el escolar, es un gran reto y a la vez una enorme responsabilidad. Si te dedicas a ello, lo sabes bien.

Hay momentos realmente preciosos, que te emocionan y te inspiran, que te recuerdan por qué has elegido hacerlo… Y otros en los que te sientes perdida y confusa, sin saber bien cómo gestionar alguna de las situaciones que aparecen en el día a día.

A veces sientes que te tocan una herida muy profunda, que quizá se creó en tu propia infancia, o ya nació contigo, y te impide ver con claridad.

Otras veces, una sabiduría ancestral que no sabes bien de dónde viene, te ayuda a colocarte en tu centro y convertirte en el pilar necesario, decir la palabra adecuada que conforta y acoge, que produce crecimiento y seguridad.

En mi camino como maestra, he vivido experiencias muy ricas y diversas. Las más difíciles son las que me han traído un mayor crecimiento y me han hecho entender lo que necesito para ser feliz y también, lo que necesitan los que me rodean. Y, aunque nunca es lo mismo ni de la misma forma, hay ciertas maneras de estar que facilitan la creación de un espacio amoroso, donde cada persona puede ser ella misma y encontrar aquello que le hace verdaderamente feliz.

No sé bien cómo llamarlas, porque no son exactamente herramientas, ni habilidades, son más bien, como decía en el párrafo anterior, maneras de estar, modos de conciencia, estados anímicos que facilitan esa percepción clara del otro y de uno mismo.

Me estoy poniendo muy metafísica, pero en realidad es sencillo. Es un estado de conexión con una misma, de presencia consciente, en el que no interviene el parloteo habitual de la mente con sus dudas y sus juicios, en el que nos convertimos en escucha y simplemente somos.

No sé si lo has sentido alguna vez, pero estoy segura de que sí. Quizá nadando en el mar, o pintando, o haciendo algo que te encanta con plena concentración natural.

Ese estado es lo que necesitamos para acompañar a la infancia.

Desde ahí desaparece cualquier interferencia que nos impide ver y somos capaces de crear el espacio que mencionaba.

Pues bien, no hay recetas exactas para conseguir entrar en ese estado, pero sí que podemos descubrir qué cosas hay en nuestra vida que nos acercan y cuáles son las que nos alejan. Mirando limpiamente hacia dentro, podemos ver cómo caminar hacia ello y multiplicar estos momentos de conciencia y conexión.

Hay que desterrar la idea de que no tenemos el tiempo suficiente, pues esto nos frena para siquiera intentarlo. Sólo unos minutos al día hacen una gran diferencia y, para ilustrarlo, te voy a contar una breve anécdota.

Yo pensaba que, para estar en forma, había que esforzarse y dedicarle mucho tiempo al día, así que no lo hacía porque no tenía ese tiempo, pensaba yo… Pues bien, llevo un mes haciendo tres ejercicios de fuerza por la tarde, antes de cenar. No me lleva más de 10 minutos y todavía me tiene maravillada el efecto que está teniendo en mi tono muscular y en mi bienestar general.

Esto es una cuestión de decisión: lo más importante es sentir ese impulso de querer ser cada día más consciente y crear y mantener una práctica, que nos sirva para seguir aprendiendo, para seguir evolucionando.

Y poco a poco, con paciencia y constancia, va llegando la transformación deseada.

Si quieres ponerte a ello, yo te acompaño.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía cortesía de David Sanchez

Qué hacer cuando nada funciona

Atardecer luminoso

A veces hay cosas que no parecen solucionarse por más que lo intentemos.

Pueden ser rasgos de nuestra personalidad que queremos cambiar sin conseguirlo, o situaciones de conflicto con alguien de nuestro entorno cercano, que nos duelen y no sabemos cómo resolver. Quizá queremos cambiar la forma en que hacemos algo, porque sabemos que no tiene buenos resultados, pero acabamos repitiendo el mismo patrón ya conocido.

Son temas que suelen tener una raíz profunda, ya sea en nuestra infancia o incluso en nuestro árbol familiar, y que no parecen tener solución. Es posible que hayamos ido a cursos, hayamos leído libros y hayamos hecho terapia sobre ello, pero sigue repitiéndose.

Ese algo que no conseguimos resolver existe en todas las personas y, a menudo, se puede ver y entender mejor en el otro que en nosotros mismos. Cuando los niños son pequeños y eres maestra, lo puedes identificar fácilmente, es el tema estrella de todas las tutorías con las familias y lo que causa conflicto con el entorno.

Es ese algo que hemos venido a aprender y que no se suelta con facilidad, por mucho que lo intentemos, quizá porque tenemos que abrazarlo en vez de intentar que desaparezca.

Ese es precisamente el quid de la cuestión, que no se trata de vencerlo sino de integrarlo, de hacerse amigo, de asimilarlo… Con amor, con cariño y con respeto, pues nos trae un mensaje profundo de una herida no sanada que necesitamos acoger.

Hablo de todo esto porque veo que es una causa grande de sufrimiento, tanto para uno mismo como cuando lo vemos en nuestros hijos o alumnos. Queremos solucionarlo ya, transformarlo, dejar de sentir la frustración que nos provoca y el malestar que supone, pero esta actitud solo añade presión y magnifica las sensaciones negativas.

Siento que la solución real es tener compasión por uno mismo, entender que no somos perfectos, abrazar esa parte nuestra que no nos gusta y permitir que nos entregue su mensaje, en vez de seguir intentando cambiarla a la fuerza.

Esta actitud no implica resignarse o dar por bueno todo lo que somos sin hacer nada para convertirnos en nuestra mejor versión. Es más bien desarrollar la capacidad de confiar en la vida, en el tiempo y en los procesos. Es el descanso del guerrero, la calma de aquel que sabe que ha hecho todo lo que está en su mano y que ahora ya no depende de él.

Cuando llegamos a ese momento, hay algo que se aquieta en nuestro interior y conseguimos ser más generosos con nosotros mismos y con los demás. Entendemos que no todo se puede o se debe cambiar y que hay cosas que todavía no podemos comprender, pero que seguro tienen un sentido, aunque quizá ahora no lo veamos.

Ojalá estas palabras te acompañen y sean la serenidad que necesitas para acoger ese algo con amor y confianza, ya sea en ti o en el otro. Una vez acogido y aceptado plenamente, es muy probable que tu percepción se transforme y, lo que veías como un problema, pueda incluso ser una solución.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La importancia de la respiración en la educación

Niño entrando en el agua del mar al atardecer

Una de las cosas que más me llamó la atención cuando empecé a leer a Rudolf Steiner es la importancia que da a la respiración. No solo como el proceso físico que todos conocemos, imprescindible para la vida, sino también como el ritmo que produce salud y bienestar en el día a día.

Habla de este tema en referencia a la naturaleza, al cosmos y a muchas cosa más, pero hoy vamos a centrarnos especialmente en lo que dice en relación a la enseñanza .

Rudolf Steiner nos indica que, para poder digerir correctamente los aprendizajes, tiene que haber un ritmo en la forma en que se presentan. Si una actividad requiere de quietud y escucha, la siguiente debe apelar a la acción y la actividad propia. Si hacemos una actividad grupal, después necesitamos equilibrarla con algo individual.

Esta manera de ver la enseñanza, y también la vida, crea una sensación maravillosa de estabilidad, es como el vaivén de las olas que te mece y te da tranquilidad, te recuerda que a un extremo le sigue el opuesto y te permite encontrar el centro en tu interior. No te cansas, pues sabes que todo tiene su tiempo y nunca te alejas demasiado del equilibrio.

Cuando esto se olvida y nos dejamos llevar por uno de esos extremos durante largo tiempo, el extremo contrario llega de manera tan intensa que se hace muy difícil de asimilar.

Por ejemplo, si damos una clase sobre un tema concreto, y nos alargamos más de veinte minutos en la explicación, veremos que los niños empiezan a inquietarse y a moverse, suavemente y de forma casi involuntaria. Si seguimos hablando y aquello no termina pronto, el movimiento será cada vez mayor y llegará un momento en que no aguantarán más y perderán el control. A veces, por respeto y amor, y en contra de su necesidad más profunda, consiguen aguantar la clase entera y, cuando suena el timbre, salen como caballos desbocados a compensar el exceso de concentración y quietud. En esas ocasiones, es posible que ya no consigan regresar a la calma en toda la mañana, pues seguir escuchando ya no es una opción.

A los adultos nos sucede lo mismo, lo que pasa es que solemos estar más desconectados y no hacemos caso de las señales que nos da nuestro cuerpo hasta que el mensaje se hace imposible de ignorar: Si tenemos una vida llena de estrés en la que no existe el descanso, nuestro cuerpo se rebela y llama nuestra atención con distintas enfermedades.

En el caso de los niños, si pasan muchas horas sentados sin moverse, ya sea por las pantallas o por un exceso de silla en la escuela, se desarrollan patologías relacionadas con la hiperactividad, la dificultad para prestar atención y el insomnio, entre muchas otras.

La solución consiste en aprender a alternar el movimiento con la quietud, la escucha con la expresión, lo social con lo individual, pues, de este modo, cada una de estas actividades será un descanso de la anterior y al final del día sentiremos una gran serenidad.

Algo que puede ayudar mucho es tomarnos 1 minuto cada hora para parar, hacer tres respiraciones profundas y prestar atención a cómo nos encontramos, en qué postura está el cuerpo, qué tensiones hay. Se trata de escuchar atentamente para poder soltar aquello que esté contraído, y de crear un espacio para descubrir qué necesitamos y responder a esa necesidad lo antes posible.

Esto es especialmente importante cuando estamos con la infancia, pues necesitan que estemos presentes y seamos conscientes para poder ofrecerles este ritmo sano, que les ayude a crecer felices. Cuando somos capaces de organizar el día y la clase de forma equilibrada, todo sucede de forma fluida y disminuyen los conflictos y las rabietas. Atendemos y escuchamos esa necesidad de cambio rítmico, ordenado, igual que la naturaleza hace con las estaciones.

Sé que puede parecer difícil en la sociedad de hoy en día pero, como decía en uno de mis últimos artículos, se trata de disminuir el número de actividades y aumentar su calidad y la atención que prestamos a cada momento.

Por desgracia, intentamos abarcar más de lo que podemos, pensando que seremos capaces de llegar a todo, pero es mucho más sano disfrutar profundamente de cada cosa y aprender a rendirse al momento presente.

La clave está precisamente ahí, en aprender a renunciar al mundo de las mil posibilidades para explorar con presencia total aquello que elegimos.

Comprender finalmente que menos es más, respirar hondo y disfrutar de la belleza de cada segundo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de David Sánchez

El respeto a la madurez escolar

Niños jugando al atardecer

Hoy voy a hablar de un tema delicado, difícil de abordar por la vorágine en la que vivimos y el ritmo que marca esta sociedad frenética. Con este texto quiero proponer una mirada profunda al inicio de la escolarización infantil, que tenga en cuenta la madurez de cada niño y ofrezca en cada etapa lo que necesita.

En España, la educación primaria comienza en el año natural en que se cumplen los seis años de vida. Esto quiere decir que, en septiembre, al inicio del curso escolar, hay alumnos que tan sólo tienen cinco años: son aquellos que cumplirán los seis entre septiembre y diciembre, en comparación con otros que ya tienen los seis y que cumplirán los siete a partir de enero.

Este gran rango de edad hace que las clases estén formadas por alumnos que se encuentran en diferentes momentos evolutivos. Unos pocos meses no afectan mucho en la vida adulta, pero al principio de la vida, es otro cantar.

A lo largo de mis años de maestra, he sido tutora de una clase de primero de primaria en dos ocasiones, y en ambas he podido constatar el esfuerzo titánico que hacen los más pequeños para alcanzar a los mayores, y la frustración que supone no conseguirlo y no entender muchas de las cosas que se exponen en el aula.

Ellos no saben de edades y, al compararse con los que creen sus iguales, su autoestima disminuye, pues perciben que la mayoría de las veces no consiguen llegar donde llegan los demás. Esto puede bloquear los aprendizajes e incluso convertirse en un estigma, solo mitigado por un buen profesional de la enseñanza, que sea consciente de esto y ponga su atención en evitar las comparaciones y en ayudar a los alumnos a desarrollar una autoestima sana.

Aun así, es difícil evitar que los alumnos de un mismo grupo se comparen y es una ardua tarea conseguir que se valoren por lo que son y no en relación a los demás.

La situación se agrava por el hecho de que hay niños que necesitan más tiempo para madurar, y si esto coincide con que además sean los más pequeños de la clase, la diferencia es todavía mayor.

Tal y como comentaba en otros artículos, durante los primeros siete años de vida, todo el organismo está ocupado en aprender a moverse de forma coordinada, en el buen desarrollo de los órganos, de los sentidos, del habla, etc. Esto quiere decir que dedicar fuerzas al desarrollo intelectual implica no utilizarlas en el buen asentamiento y manejo del cuerpo. Cuando nos centramos en el aprendizaje formal antes de tiempo, cambiamos las actividades de movimiento libre por otras en las que los niños están sentados y prestando atención. Esto hace que no puedan seguir trabajando su coordinación, equilibrio y lateralidad a tiempo completo. Además, en muchas ocasiones, dedicarse al aprendizaje formal cuando hay procesos de crecimiento físico en marcha no da ningún fruto, pues resulta mucho más difícil concentrarse y realizar tareas mentales; pasa lo mismo que cuando estamos enfermos, nuestras fuerzas van allí donde son más necesarias.

A los seis años, hay niños y niñas que todavía tienen mucho camino por hacer en cuanto al desarrollo físico y no están preparados para prestar atención a lo intelectual. Es por eso que no dejan de moverse y no hacen caso: su sabiduría interior les guía hacia la actividad que conseguirá que se desarrollen de forma sana: el movimiento y el juego libre.

Por este motivo, si intentamos enseñarles a leer y escribir cuando todavía no están preparados, es posible que creemos un rechazo o una dificultad que más adelante no existiría. Tal y como he comentado a menudo, muchos niños aprenden por complacer al adulto, y esto hace que desoigan sus propias necesidades y dejen este importante desarrollo físico en segundo plano para centrarse en aquello que les pedimos. De hecho, están tan atentos a nuestras reacciones que no necesitan que se lo pidamos, perciben inmediatamente aquello a lo que damos valor.

Es preciso que llevemos la atención a estos temas, pues la lectoescritura es la base de la mayoría de los futuros aprendizajes en la escuela, y si aceleramos su enseñanza, en vez de facilitar el proceso de aprendizaje, puede ser que lo estemos bloqueando.

Me pregunto a menudo de dónde viene esta prisa, como si no hubiera tiempo suficiente durante la educación primaria para aprender y afianzar estas habilidades, con paciencia, en el momento adecuado para todos los alumnos, cuando ya están verdaderamente listos y con el entusiasmo preciso para descubrir el mundo de las letras.

Veo muy necesario que encontremos la forma de respetar la evolución de cada alumno, sin prisas, desde la observación individual, dando tiempo suficiente para jugar de forma libre y para construir los andamiajes de toda una vida de aprendizaje, de forma equilibrada y consciente, sin dejar de lado las tan importantes habilidades motrices, el despliegue de un organismo sano, fuerte, flexible y coordinado.

Ojalá podamos transformar todo esto y llevar mayor conciencia y serenidad al acompañamiento de una de las etapas más bonitas e importantes de la vida.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Este artículo es parte de la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber cómo conseguirlo, tienes toda la información en el siguiente enlace: El tesoro del tío William

*Fotografía de Chanwit Whanset

Qué nos impide hacer realidad nuestro verdadero propósito

Paisaje en acuarela

Siguiendo el hilo de mi último artículo, en el que hablaba sobre la importancia de distinguir lo esencial de lo urgente, hoy voy a hablar sobre los motivos que nos impiden dedicarnos a aquello que nos hace realmente felices. Tomar conciencia de ello puede ayudarnos a dar a nuestro verdadero propósito el espacio que merece.

Una de las causas principales es nuestra percepción del deber. Solemos dedicarnos en primer lugar a lo que sentimos como una obligación y dejamos para después lo que percibimos como un disfrute, casi como un lujo.

Generalmente consideramos obligaciones aquellas tareas que nos requiere el mundo desde fuera y que se relacionan con un ideal, o con el bienestar material o social. A menudo las percibimos como algo que cuesta esfuerzo y que hacemos por un sentido del deber.

Esta percepción de lo que es obligatorio pone los requerimientos externos por delante de lo que, en nuestro fuero interno, sabemos que nos hace bien. La cuestión es que postergar la escucha interna y las necesidades propias por las necesidades ajenas o las demandas del mundo exterior, puede traer sufrimiento y nos desconecta de nuestro verdadero propósito.

Algo que nos puede ayudar a reorientar el sentido del deber es meditar sobre para qué estamos vivos. Todas las personas tenemos dones, habilidades que nos hacen sentir plenos y felices. Y en vez de dedicarnos a ello, nos enfocamos en lo que supuestamente va a darnos un sustento, en lo que la sociedad pide de nosotros o en lo que nos va dar un reconocimiento externo. Y el trabajo se convierte en una obligación en vez de en algo que nos llena y nos nutre. Y todo aquello que podríamos aportar a la sociedad desde lo que realmente hemos nacido para hacer, se pierde. Y con ello se pierde también el posible cambio de un mundo que va a la deriva.

Las nuevas generaciones no están dispuestas a poner por delante el deber, pero, enterradas en las redes sociales, tampoco conocen su verdadero propósito y a menudo se aferran a aquello que les produce un placer momentáneo, un reconocimiento superficial, para sentirse vivas. Y, si los adultos no hemos descubierto cómo ser felices y vivimos desde la obligación, difícilmente vamos a poder ofrecerles una alternativa digna a ese mundo virtual.

Es preciso tomar conciencia de todo esto y plantearse cuál es nuestro verdadero deber y colocarlo en primer lugar. Y la mejor pista es saber que nuestro propósito real nos hace sentir bien, plenos y entregados a la vida. Es aquello que hace que el tiempo se pare y que aporta felicidad, tanto a nosotros mismos como a nuestro entorno.

Otra de las causas fundamentales de la postergación de aquello que nos hace felices es el miedo al resultado, el miedo a qué pasaría si realmente nos dedicáramos a lo que nos gusta de verdad, a lo que valoramos profundamente.

Mostrar al mundo algo que es una parte esencial de nosotros, apostando por hacer realidad nuestros sueños, implica un gran riesgo. Salga bien o salga mal, provocará un cambio en nuestras vidas y tendremos que tomar nuevas decisiones y asumir nuevos retos. Si no lo conseguimos, tendremos que lidiar con la desilusión y con el hecho de volver a empezar. Y, si tenemos éxito, será un gran desafío, pues parte del mundo conocido desaparecerá y habrá que caminar por un terreno totalmente nuevo.

Esto da mucho vértigo, así que a menudo preferimos quedarnos como estamos pues, tal como dice el refrán: “Más vale malo conocido que bueno por conocer”. Este dicho refleja claramente ese miedo tan humano al cambio, a lo que la vida nos pueda traer si intentamos conseguir lo que realmente queremos.

Sin embargo, cuando nos atrevemos de verdad y salimos de la comodidad de lo malo conocido, nos llenamos de una vitalidad que regenera por completo nuestra existencia.

Estos dos factores; colocar en primer lugar el deber mal entendido y el miedo a hacer nuestros sueños realidad, dificultan que nos dediquemos a lo que verdaderamente amamos. En vez de vivir desde nuestra esencia, estamos viviendo una vida prestada, una vida de otro. Y desde esa infelicidad, difícilmente podemos mostrar un camino que merezca la pena andar a los que vienen detrás.

Pero si logramos esclarecer nuestro propósito y nos atrevemos a hacerlo realidad, recuperaremos ese entusiasmo por la vida que puede hacer de esta tierra un verdadero paraíso. Y lograremos ser un valioso referente para aquellos que están en proceso de convertirse en adultos.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La clave del aprendizaje y del cambio interior

Escultura tiempo y espacio en Ibiza

Para poder descubrir qué es lo que facilita el aprendizaje y el cambio interior, primero necesitamos saber qué es lo que dificulta que estemos dispuestos a transformarnos y evolucionar.

En la infancia, la disposición hacia el aprendizaje es innata. Es algo que viene dado de forma natural, pues si un bebé no estuviese totalmente orientado hacia la evolución, no podría sobrevivir. Hay muy pocas situaciones en las que se inhibe esta disposición natural: la más común es cuando nos sentimos atacados por el ambiente. Cuando esto sucede, levantamos barreras que intentan no dejar pasar nada del exterior, ni siquiera aquello que nos puede nutrir. Entramos en modo protección y nos hacemos impermeables a lo que viene de fuera.

Por este motivo, es muy difícil intentar convencer a alguien de algo con una crítica o con un juicio sobre su acción. Esto hace saltar las alarmas y lo coloca en modo defensa: le lleva a negar cualquier cosa que digamos, y dificulta que pueda asumir lo que sea que queremos aportar en ese momento.

Se puede ver claramente cuando alguien nos da un consejo; según cómo lo haga, lo aceptaremos o lo rechazaremos. Lo que hace que yo esté receptiva o no al mensaje es la forma en que éste me llega y también el vínculo que tenga con esa persona. Si siento que soy criticada y desvalorizada, será más difícil que asuma un cambio sin que haya una herida en mi autoestima.

Según la fortaleza interior que tenga, reaccionaré atacando, defendiéndome o hundiéndome en mi sensación de no ser suficiente. Pero probablemente no seré capaz de realizar ese cambio que se me está mostrando. Sólo aquellas personas que han realizado un gran trabajo interior y que se aman tal como son, con total confianza en sí mismas, son capaces de obviar la crítica y percibir el aprendizaje que porta el mensaje.

La mayoría de las personas todavía no estamos ahí, y la crítica hará saltar el resorte de la defensa que nos impide acoger lo que viene de fuera cuando viene en forma de flecha. Quizá días después seamos capaces de recordar la situación y, ya sin las defensas a flor de piel, entendamos mejor qué es lo que el otro quería señalar, y qué es lo que podemos aprender de esa situación. Pero incluso esto puede no darse en algunas situaciones.

Por este motivo, es especialmente importante aprender a expresarnos de forma que nuestros comentarios no sean una flecha. No es necesario desvalorizar al otro, ni criticar, ni juzgar para ofrecer herramientas que puedan servirle. Basta con expresar de forma objetiva aquello que el otro está haciendo, indagar qué necesidad está intentando cubrir, qué busca con esa acción, y reflexionar juntos sobre si está consiguiendo lo que necesita. La respuesta suele ser que no. Desde ahí es mucho más fácil ofrecer nuevos caminos, porque el otro se da cuenta por sí mismo de lo que no funciona y puede probar otras opciones para conseguir lo que quiere.

Por ejemplo, si yo veo que mi hija intenta hacer amigos mostrando lo estupenda que es en todo y diciendo cosas negativas sobre los demás, en vez de decirle algo así como: “Hija, es que eres muy prepotente y por eso los demás no quieren ser amigos tuyos”, puedes acompañarla con una conversación en la que se dé cuenta de que lo que realmente quiere es tener amigos, y que, de ese modo, no lo está consiguiendo. Y, llegados a ese punto, seguramente es ella misma quien encuentra una nueva forma de relacionarse con los demás.

En el primer caso, la palabra “prepotente” hace que identifiquemos la acción con la persona, y esto es un juicio de valor que omite el resto de cualidades hermosas y positivas que tiene. La coloca en un sitio de desvalorización, de carencia, y además no le ofrece ninguna solución, sólo expresa el problema. Esto duele mucho, pues además de sentir que no tiene amigos, percibe el juicio en el adulto. Su autoestima baja y necesitará más que nunca mostrar lo estupenda que es, reforzando el problema inicial. Incluso si el adulto no dice nada pero piensa de este modo, una sola mirada reprobadora o incluso pasar por alto la actitud de la pequeña por no saber cómo actuar, puede tener el mismo efecto.

En el segundo caso, no se juzga si la acción es buena o mala per se, ni si la niña es de un modo u otro. A través de la conversación objetiva, ella misma se da cuenta de que su acción no le funciona, incluso puede llegar a entender cómo se siente el otro cuando ella actúa de ese modo y por qué se aleja en lugar de acercarse. Esto hace que pueda elegir otras opciones para conseguir lo que necesita. En este caso, nadie pone en tela de juicio su esencia y es ella quien encuentra la solución.

Para conseguir actuar de este modo, es imprescindible que dejemos de considerar las acciones de los niños como buenas o malas, que hagamos un trabajo profundo sobre las cosas que nos afectan, lo que nos hace reaccionar con un juicio de valor, y que seamos capaces de darnos cuenta de que estamos reaccionando desde una herida personal. Sólo así podremos ayudarles en su proceso, desterrando el juicio y llegando al origen de las heridas, que son las necesidades no satisfechas. Esto es un camino que lleva atención, tiempo y mucho amor y que describiré con detalle en el nuevo libro que estoy escribiendo.

Como educadores y padres tenemos que ver cuál es la mejor manera de llegar a nuestros hijos y alumnos y cómo podemos ayudarles a ver todo lo bueno que hay en su interior. Esto se hace reconociendo sus cualidades y facilitando que perciban qué necesitan y cómo pueden conseguirlo de la mejor manera.

Por otro lado es importante también que, cuando recibimos un consejo en forma crítica, aprendamos a desentrañar su significado sin que nos dañe, desarrollando la capacidad de leer entre líneas para no tener que levantar barreras ni entrar en modo protección. Esto se consigue trabajando profundamente nuestra autoestima, amando quiénes somos y confiando en que todo lo que nos llega es un mensaje que nos puede servir para crecer. Es una actitud que podemos cultivar, permanecer abiertos escuchando con atención la esencia del mensaje y no su forma. Esta actitud hace que pueda considerar de forma objetiva si lo que llega de fuera es beneficioso para mí o no, y que decida qué es lo que acojo en mi interior y qué es lo que dejo pasar de largo, sin sentirme afectada en lo más mínimo.

Es muy importante acompañar a la infancia en el desarrollo de esta actitud. Marshall Rosenberg, el creador de la comunicación no violenta, cuenta una anécdota que le sucedió a su hijo cuando fue al colegio por primera vez. El niño llevaba el pelo largo y su maestro todos los días le decía que parecía una niña y que los niños no llevan el pelo largo. El pequeño lo comentó en casa y su padre le preguntó cómo había respondido. Su respuesta fue más o menos la siguiente: “No le he dicho nada, creo que se siente mal porque él no tiene pelo”. Es decir, en vez de tomárselo como una crítica, fue capaz de percibir que el problema en realidad no era suyo, sino del otro. Y no le dio más importancia. Es una de las reacciones más compasivas y a la vez emocionalmente inteligentes que he escuchado nunca.

Si somos capaces de acompañar a la infancia expresándonos desde el amor y no desde la crítica, y enseñándoles a recibir de los demás la parte del mensaje que puede ser de utilidad, desechando las formas inadecuadas y comprendiendo la necesidad del otro, crearemos un espacio de serenidad y comprensión en el que el aprendizaje fluirá con gran facilidad.

Y además, conseguiremos crear una sociedad mucho más compasiva y feliz. La clave está en desarrollar estas cualidades en nuestro interior, para poder así ser más felices y transmitir un ejemplo a seguir.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

El impacto de las pantallas en la psique infantil

Atardecer de colores violeta sobre el mar

En mis últimos artículos he hablado a menudo sobre los límites, entendiéndolos como la estructura que da forma a un espacio de relación social, tanto entre adultos como en la educación de la infancia.

La expresión “poner límites” puede sonar a frenar una expansión, a detener y reducir algo, a no dejar que avance. En realidad tiene más que ver con establecer un espacio propio y definir qué es lo quiero dejar pasar y lo que no. Es la definición de una frontera que puede ser traspasada si uno sabe la contraseña, si entiende las leyes de ese lugar y las respeta. Me gusta esta definición porque nos acerca a la idea de que cada uno habitamos un espacio que nos pertenece y, en el encuentro con el otro, tenemos que decidir hasta dónde y de qué manera puede entrar en este espacio. Cuando alguien nos invade, es porque se ha saltado la frontera sin nuestro permiso.

Otra imagen que utilizo a menudo es la que da Mauricio Wild; él dice que, cuando nos relacionamos con el exterior, somos como una célula, protegida por una membrana. Esta membrana puede ser permeable y dejar pasar todo lo que hay alrededor, o puede hacerse impermeable. A veces está en modo protección, y no deja pasar nada, y otras en modo evolución o crecimiento e interactúa con el medio, dejando pasar el alimento y otras sustancias.

Para establecer límites sanos, tengo que saber qué necesito, qué es lo que me hace bien y qué es lo que me hace mal, qué es lo que me nutre y cómo puedo cuidarme. Una vez tengo claro esto y soy capaz de respetar mis propias fronteras, entonces puedo expresarlas también a los que me rodean. Y con mi ejemplo, soy capaz de mostrar a los demás cómo hacerlo, especialmente a la infancia.

Si utilizamos la imagen de Mauricio Wild, los niños nacen con una membrana totalmente permeable, pues están en un proceso de crecimiento constante que necesita del medio exterior para sobrevivir. Al nacer son totalmente dependientes del adulto y esto hace que no puedan poner un filtro ni detener los peligros potenciales para su integridad. Es más, el único modo que tienen de digerir aquello que les llega es repetirlo, para poder entenderlo e integrarlo. Sea bueno para ellos o no. No pueden elegir, están completamente expuestos. Si en su entorno hay violencia, expresarán esta violencia en sus juegos. Si en su entorno hay cuidado y amor, también se verá en su forma de actuar. Si hay mucho ruido, serán niños que hablen fuerte y griten mucho. Esto sucede incluso en contra de su propia naturaleza, no pueden evitarlo, sólo pueden imitar y reproducir.

Como adultos, gestionamos de otra manera las influencias externas; en principio somos capaces de elegir a qué queremos exponernos y no nos afecta del mismo modo, porque podemos juzgar si estamos de acuerdo o no con lo que nos llega del exterior. Por ese motivo, a menudo nos cuesta ser conscientes de que todo aquello que permitimos que llegue a los niños, va a formar parte de ellos, sin filtro alguno. Si dejamos que jueguen a videojuegos llenos de violencia o miedo, van a normalizar lo que ven como si fuera la realidad. Lo que para el adulto puede ser entretenido porque sabe que no es real, para el niño se convierte en realidad. Es un impacto profundo en su psique, como si estuviera viviendo una experiencia en primera persona. Y más todavía cuando hay una pantalla de por medio.

Durante muchos años no tuve televisión y tampoco iba al cine y, un día, se me ocurrió ir a ver Avatar en la gran pantalla, en 3D. Fue tan grande el impacto de las imágenes que estuve soñando con los avatares durante un mes. Cuando cerraba los ojos podía ver su piel azulada, sus gestos, cómo se movían.

En aquellos tiempos, también me sucedía algo muy curioso. Cuando entraba en una sala donde había una televisión, me fascinaba de tal forma que dejaba de escuchar a las personas que me hablaban. Tenía que hacer un gran esfuerzo por liberarme de su encantamiento y regresar a mí, recuperando mi atención y mi consciencia.

Todo esto me hizo darme cuenta de lo potentes que son las imágenes y cómo pueden afectar a nuestro espacio mental, especialmente cuando no estamos habituados o en la infancia, cuando todavía no podemos filtrar esas imágenes. Son una interferencia en todo lo demás. Son tan fuertes que aparecen en medio de la clase de mates, o en el recreo, cambiando el juego libre por un juego repetitivo que reproduce aquello que han visto, eliminando la creatividad natural de los niños, el desarrollo de su propia imaginación. Por no hablar de los efectos nocivos que tienen en nuestra visión, empezando por la capacidad que tenemos para enfocar la vista, habilidad imprescindible para aprender a leer.

Por eso es tan importante que seamos nosotros, los adultos, los que pongamos ese límite. Ellos no pueden protegerse, son como Ícaro queriendo volar cerca del sol… Las imágenes llaman de forma tan poderosa su atención que se convierten en pura adicción y dejan de ser libres, dejan de notar ese calor extremo que está quemando sus alas.

Es nuestro cometido aprender a manejarnos con la tecnología de forma que no acabe con nuestra libertad y con nuestra presencia. Sabemos todo lo bueno que nos aporta, pero creo que no somos conscientes del impacto tan destructivo que puede tener, especialmente sobre los niños. Esta misma semana se han publicado varias noticias sobre cómo reproducen en los recreos juegos violentos que ven en series de adultos, llegando a un nivel extremo de agresividad.

Sólo conseguiremos frenar esto tomando consciencia y poniendo ese límite tan necesario a todo aquello que la infancia todavía no puede filtrar. Si pensamos en las graves consecuencias que tienen estas imágenes, nos será más sencillo decir no.

La infancia necesita tanto del cuidado como de la protección del adulto, es hora de tomar las riendas y ser capaces de sentar las bases para que puedan crecer en libertad, para que poco a poco puedan desarrollar también su espacio interior y sepan colocar sus propias fronteras, dejando pasar sólo aquello que les nutre y les hace bien.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«