Efectos de la era de la información en la lectura

La gran avalancha de estímulos que recibimos a diario a través de las pantallas es sobrecogedora. Al móvil llega información de todo tipo; a un mensaje del banco le sigue otro de un amigo y otro del trabajo. Se suceden las notificaciones más variadas, creando una mezcla insana que hace que nuestra mente se disperse y nuestra memoria sea cada vez más pobre, pues es tal el bombardeo, que no conseguimos prestar la atención necesaria para asimilar y recordar.

A todo esto hay que sumarle el impacto de la imagen y el sonido de las publicaciones, a menudo estridentes y en ráfagas, para captar una atención que, los creadores digitales, saben ya que escasea.

Y lo consiguen, pues un gran porcentaje de la población escoge ser entretenido con vídeos que provoquen emociones rápidas, sean positivas o negativas, en lugar de concentrarse para leer las palabras de otra persona, aunque el tema le interese.

Esto puede ser debido, en parte, a lo incómodo que es leer en la pantalla de un móvil, o en una tableta, y también a los niveles de estrés y de prisa que llenan el día a día. Cuando vivo en movimiento, sin parar un segundo, con miles de tareas en la cabeza, no dispongo de la atención necesaria ni del espacio interior para acoger otras ideas.

Y así, los escasos momentos que se dedican a la lectura, se convierten en una mera búsqueda de información, que retenemos a medias, sin llegar a profundizar, ni nutrirnos plenamente de ella. Con el móvil siempre en la mano, creemos que estamos al día cuando, en realidad, nos falta la profundidad de una lectura plena, sin distracciones.

El acto de leer un libro, significa, en primer lugar, tomar una decisión y comprometerse con ella. Escojo un libro y lo llevo conmigo; me centro, por un tiempo, en su contenido, renunciando a todos los demás. Cargo con su peso cuando lo llevo al trabajo, o de vacaciones, y busco los momentos adecuados para poder sumergirme en su lectura. No necesito enchufarlo ni tener cobertura, es totalmente autónomo.

Leyendo en el móvil, desde luego, no pasa nada de eso.

Como escritora veo con tristeza cómo las pantallas están desplazando a los libros físicos. Es cierto que, en un pequeño aparato, tienes la mayor biblioteca que ha existido nunca, pero más no quiere decir mejor. Me parece que puede convertirse en un engaño, pues la abundancia a menudo hace que no profundicemos en nada, que vayamos picoteando de aquí para allá, sin centrar realmente nuestra atención, sin dejar que las ideas nos toquen y nos transformen.

Para mí, leer en el móvil se convierte en una odisea. Toda mi atención se dispersa, la máquina que tengo ante mí es una fuente de distracciones al alcance de un clic. De un texto salto a otro, no consigo acabar lo que leo ni centrar mi atención completa. La luz de la pantalla cansa mis ojos, los colores y las imágenes que acompañan al texto me distraen y, a la que me doy cuenta, ya no estoy leyendo.

Los textos que encuentro suelen ser artículos de opinión interesantes, pero muy breves, así que voy leyendo de aquí para allá. Y cuando termino mi sesión de búsqueda y lectura, estoy agotada y distraída, veo borroso y tengo la cabeza embotada, sin haber sacado mucho en claro y recordando muy poco de lo que he leído.

Sin embargo, cuando tomo un libro entre mis manos, es una experiencia totalmente diferente…

Percibo la textura de su portada y de sus páginas antes de leerlo. Lo siento como un tesoro, lleno de riquezas por explorar.

El libro me ayuda a centrarme en una sola cosa, pongo mi atención en las páginas escritas, y casi me parece estar en mi sofá, con la luz precisa y el silencio del hogar, aunque esté en un vagón del metro o en el aeropuerto. A veces, incluso, paro la lectura para reflexionar y dejo que mi mirada se pierda durante un rato en la lejanía, antes de retomar el texto.

Para mí los libros son una gran fuente de saber, lo que más pesa en mis mudanzas, mi manera de abrir las ventanas a otros mundos y formas de pensar, mi impulso para viajar y aprender cosas nuevas.

Es pura magia sumergirse en las palabras de otro, palabras que seguramente ha moldeado múltiples veces hasta que ha conseguido que reflejen fielmente un pensamiento, una idea, una emoción. Y, si en vez de ser un breve artículo como este, es un libro, estamos ante una obra que ha sido elaborada durante meses o incluso años, con un entramado complejo y estructurado que nos invita a profundizar en el mundo interior del autor.

Hay ocasiones en las que un libro puede ser nuestra salvación, nos lleva a otro lugar, en el que nos dejamos llevar por el autor hacia una vida distinta. Por un momento desaparecen los pensamientos cotidianos y nos sumergimos en la vida de otro, descansando del obsesivo circular que puede crearnos una situación por resolver.

Otras veces, un libro puede ser la respuesta que no lográbamos encontrar. Probablemente ya existía dentro de nosotros, pero al verla reflejada en las palabras de otra persona, nos damos cuenta del valor que tiene, nos alegramos y nos atrevemos a acogerla y actuar en consecuencia.

Un libro también puede despertar preguntas dormidas, cuestionar nuestro parecer y hacernos ver la vida desde una perspectiva muy distinta a la nuestra, aportando esa desazón que a veces necesitamos para crecer.

Leyendo un libro, salimos de lo inmediato para entrar en lo profundo.

Ojalá sepamos cómo preservar esta profundidad, y no perdamos el maravilloso hábito de leer libros…

Que la infancia nos vea con un buen libro en la mano, disfrutando, incluso riendo, con atención plena.

Y que recordemos siempre, el valor de leer y narrar historias largas, llenas de aventuras y sentires, que estimulan la memoria y la imaginación.

Feliz día del libro 🌹

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Freepik

El impacto de las pantallas en la psique infantil

Atardecer de colores violeta sobre el mar

En mis últimos artículos he hablado a menudo sobre los límites, entendiéndolos como la estructura que da forma a un espacio de relación social, tanto entre adultos como en la educación de la infancia.

La expresión “poner límites” puede sonar a frenar una expansión, a detener y reducir algo, a no dejar que avance. En realidad tiene más que ver con establecer un espacio propio y definir qué es lo quiero dejar pasar y lo que no. Es la definición de una frontera que puede ser traspasada si uno sabe la contraseña, si entiende las leyes de ese lugar y las respeta. Me gusta esta definición porque nos acerca a la idea de que cada uno habitamos un espacio que nos pertenece y, en el encuentro con el otro, tenemos que decidir hasta dónde y de qué manera puede entrar en este espacio. Cuando alguien nos invade, es porque se ha saltado la frontera sin nuestro permiso.

Otra imagen que utilizo a menudo es la que da Mauricio Wild; él dice que, cuando nos relacionamos con el exterior, somos como una célula, protegida por una membrana. Esta membrana puede ser permeable y dejar pasar todo lo que hay alrededor, o puede hacerse impermeable. A veces está en modo protección, y no deja pasar nada, y otras en modo evolución o crecimiento e interactúa con el medio, dejando pasar el alimento y otras sustancias.

Para establecer límites sanos, tengo que saber qué necesito, qué es lo que me hace bien y qué es lo que me hace mal, qué es lo que me nutre y cómo puedo cuidarme. Una vez tengo claro esto y soy capaz de respetar mis propias fronteras, entonces puedo expresarlas también a los que me rodean. Y con mi ejemplo, soy capaz de mostrar a los demás cómo hacerlo, especialmente a la infancia.

Si utilizamos la imagen de Mauricio Wild, los niños nacen con una membrana totalmente permeable, pues están en un proceso de crecimiento constante que necesita del medio exterior para sobrevivir. Al nacer son totalmente dependientes del adulto y esto hace que no puedan poner un filtro ni detener los peligros potenciales para su integridad. Es más, el único modo que tienen de digerir aquello que les llega es repetirlo, para poder entenderlo e integrarlo. Sea bueno para ellos o no. No pueden elegir, están completamente expuestos. Si en su entorno hay violencia, expresarán esta violencia en sus juegos. Si en su entorno hay cuidado y amor, también se verá en su forma de actuar. Si hay mucho ruido, serán niños que hablen fuerte y griten mucho. Esto sucede incluso en contra de su propia naturaleza, no pueden evitarlo, sólo pueden imitar y reproducir.

Como adultos, gestionamos de otra manera las influencias externas; en principio somos capaces de elegir a qué queremos exponernos y no nos afecta del mismo modo, porque podemos juzgar si estamos de acuerdo o no con lo que nos llega del exterior. Por ese motivo, a menudo nos cuesta ser conscientes de que todo aquello que permitimos que llegue a los niños, va a formar parte de ellos, sin filtro alguno. Si dejamos que jueguen a videojuegos llenos de violencia o miedo, van a normalizar lo que ven como si fuera la realidad. Lo que para el adulto puede ser entretenido porque sabe que no es real, para el niño se convierte en realidad. Es un impacto profundo en su psique, como si estuviera viviendo una experiencia en primera persona. Y más todavía cuando hay una pantalla de por medio.

Durante muchos años no tuve televisión y tampoco iba al cine y, un día, se me ocurrió ir a ver Avatar en la gran pantalla, en 3D. Fue tan grande el impacto de las imágenes que estuve soñando con los avatares durante un mes. Cuando cerraba los ojos podía ver su piel azulada, sus gestos, cómo se movían.

En aquellos tiempos, también me sucedía algo muy curioso. Cuando entraba en una sala donde había una televisión, me fascinaba de tal forma que dejaba de escuchar a las personas que me hablaban. Tenía que hacer un gran esfuerzo por liberarme de su encantamiento y regresar a mí, recuperando mi atención y mi consciencia.

Todo esto me hizo darme cuenta de lo potentes que son las imágenes y cómo pueden afectar a nuestro espacio mental, especialmente cuando no estamos habituados o en la infancia, cuando todavía no podemos filtrar esas imágenes. Son una interferencia en todo lo demás. Son tan fuertes que aparecen en medio de la clase de mates, o en el recreo, cambiando el juego libre por un juego repetitivo que reproduce aquello que han visto, eliminando la creatividad natural de los niños, el desarrollo de su propia imaginación. Por no hablar de los efectos nocivos que tienen en nuestra visión, empezando por la capacidad que tenemos para enfocar la vista, habilidad imprescindible para aprender a leer.

Por eso es tan importante que seamos nosotros, los adultos, los que pongamos ese límite. Ellos no pueden protegerse, son como Ícaro queriendo volar cerca del sol… Las imágenes llaman de forma tan poderosa su atención que se convierten en pura adicción y dejan de ser libres, dejan de notar ese calor extremo que está quemando sus alas.

Es nuestro cometido aprender a manejarnos con la tecnología de forma que no acabe con nuestra libertad y con nuestra presencia. Sabemos todo lo bueno que nos aporta, pero creo que no somos conscientes del impacto tan destructivo que puede tener, especialmente sobre los niños. Esta misma semana se han publicado varias noticias sobre cómo reproducen en los recreos juegos violentos que ven en series de adultos, llegando a un nivel extremo de agresividad.

Sólo conseguiremos frenar esto tomando consciencia y poniendo ese límite tan necesario a todo aquello que la infancia todavía no puede filtrar. Si pensamos en las graves consecuencias que tienen estas imágenes, nos será más sencillo decir no.

La infancia necesita tanto del cuidado como de la protección del adulto, es hora de tomar las riendas y ser capaces de sentar las bases para que puedan crecer en libertad, para que poco a poco puedan desarrollar también su espacio interior y sepan colocar sus propias fronteras, dejando pasar sólo aquello que les nutre y les hace bien.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

La infancia y las pantallas en la cuarentena

Acuarela de colores

Durante esta extraña situación en la que nos encontramos, la única forma de socializar fuera del hogar para muchas personas, ha sido a través de una pantalla. También ha transformado la manera de trabajar de una gran parte de la sociedad, y se ha convertido en uno de los medios más utilizados para la enseñanza.

Este uso extra y casi exclusivo de las nuevas tecnologías para socializar, aunque muy necesario, ha producido en algunas personas entre las que me incluyo, una sensación de irrealidad, de añoranza e incluso, de mayor aislamiento.

Siento que ha sido especialmente difícil para la infancia, pues su necesidad se basa en la presencia, en el tacto, en el juego y en la risa, y no tanto en la conversación, especialmente cuando estamos hablando de edades muy tempranas.

La infancia es el momento de la vida en el que todavía somos capaces de vivir en el presente más absoluto y vibrante. Todo nos llama la atención, cualquier papelito brillante que vuela por el aire, el olor de una naranja, el sonido de la voz de mamá, el color del sofá, la textura de la tela de una cortina, nuestros sentidos están totalmente despiertos y atentos a lo que sucede aquí y ahora. Y no sólo eso, nuestro interés más profundo está en hacer y experimentar, en movernos, en tener interacciones en las que sentimos nuestro peso, nuestro equilibrio y el del resto del mundo. Así que, por ahora, afortunadamente, una pantalla no puede competir con todo esto.

La vida real tiene 360 grados, tiene tacto, cercanía, olores, presencia, tiene sonidos vibrantes y sensaciones que vienen de todas direcciones. Las personas no son sólo sus caras, sino un organismo entero con su lenguaje corporal, su postura, su abrazo, su tono de voz verdadero… No hay interferencias por la conexión de internet y tampoco se congela la cara de nadie al hablar, no es un cuadrado en el que vemos una pequeña parte de las personas que amamos.

Las pantallas nos muestran parte de la realidad y, al principio, da la sensación de que es suficiente. Ves a una persona querida, sonríes, compartes un pensamiento, un dolor, tus sentimientos. Al ser el único medio que tenemos a disposición, nos conformamos y nos adaptamos. Los adultos lo tenemos algo más fácil, pues podemos conversar y nutrirnos de ello de otra manera, pero para algunos resulta una experiencia difícil, especialmente cuando es una conversación en grupo, sin saber bien qué decir o cuándo intervenir. Si eres una persona que busca más la complicidad a través de las miradas, de la risa, de los gestos, del hacer y no eres muy habladora, en este tipo de interacción estás perdida. La experiencia puede ser verdaderamente frustrante y dejarte con las ganas de conectar realmente con el otro.

Sin embargo, en medio de todas estas reflexiones, he vivido una experiencia que ha convertido esta situación en una interacción activa, de aprendizaje, de la que salgo feliz, con la sensación de haber compartido algo real y verdadero.

He tenido la suerte de empezar clases de pintura online en grupo con una bellísima persona, gran maestra y artista. Antes de empezar no tenía grandes expectativas, pues había hecho ya algunos cursos online y la experiencia nunca me había llenado totalmente. El discurso de los docentes no podía competir con el resto de cosas que existían a mi alrededor. Pero esta vez ha sido diferente.

Una de las causas principales es la capacidad que tiene Marta, que así se llama mi maestra, para pintar paisajes con las palabras. Cuando habla y describe lo que vamos a hacer, ella lo está viendo, y es capaz de hacernos llegar un universo que luego será la fuente de nuestra experiencia pictórica.

Otro motivo es el hecho de que pintamos juntas, a la vez, nuestra maestra va observando, comentando lo necesario, y nosotras nos sumergimos en la pintura, preguntando de tanto en tanto cómo vamos, compartiendo la experiencia. Las dos horas pasan volando y, al final, al ver cómo cada una ha interpretado y ha plasmado ese universo desde su propio ser, te sientes acompañada, parte de algo más grande. Entre todas pintamos las diferentes facetas de una misma realidad, cada una aporta su visión personal y, uniéndolas, recreamos algo único. Es una experiencia verdaderamente especial.

En vez de estar conversando sobre el pasado o el futuro, estamos haciendo algo juntas, estamos creando en el momento presente, experimentando una vivencia compartida desde la acción y no sólo desde el pensar. Y es esto lo que la convierte en una relación social real. Y así, empezamos a conocernos de una manera más profunda, viendo al otro desde una perspectiva diferente, no sólo desde su discurso.

Esto es lo que hace que la experiencia a través de la pantalla sea diferente, y que todas estemos tan presentes como si estuvieramos en la misma sala, pintando con nuestra maestra.

Siento que es preciso crear este tipo de experiencias para la infancia, especialmente mientras continúe esta situación. En vez de ofrecerles sólo palabras a través de la pantalla, podemos proponerles experiencias reales compartidas, jugar, pintar, modelar, cantar, etc.

Y no sólo en relación con el adulto, es preciso que puedan trasladar de alguna manera estas experiencias a su propio universo. Podemos ayudarles a crear propuestas para enriquecer la interacción online cuando queden con su clase, con sus amigos, que puedan hacer algo más que charlar, que sea una vivencia rica y positiva, que les llene de alegría y sientan que han podido compartir algo real con sus compañeros.

Quizá de este modo podamos llenar de significado nuestras interacciones a través de las pantallas, estando activos y presentes, disfrutando de compartir a pesar de la distancia. Y hacer que la espera hasta que podamos abrazarnos no se haga tan larga.

Mucho ánimo.

Página de facebook de mi maestra de pintura, por si queréis ver su arte: Marta Such

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«