La importancia de la autonomía en la infancia

Niño de tres años barriendo una terraza al sol

Una de las cosas que nos pone difícil este ritmo frenético que llevamos, es generar el tiempo y el espacio suficiente para que la infancia pueda aprender por sí misma aquello que necesita aprender.

Por ejemplo, si tenemos prisa porque llegamos tarde a la escuela, es muy difícil que podamos dejar que nuestro peque se vista, se calce y se encargue de su parte. Lo más probable es que nos impacientemos y acabemos por hacerlo rápidamente para evitar el retraso.

Esto provoca una sensación en la infancia de no ser capaz de hacer las cosas, pues no puede hacerlas ni tan rápido ni con la eficacia de la persona adulta. Si, además, las pocas veces que le dejamos intentarlo, siente nuestra prisa, nuestra presión para que termine rápido, es muy probable que ni siquiera lo intente, que tire la toalla o que lo haga todavía más despacio.

No sé si a ti te pasa, a mí me pone muy nerviosa que haya alguien esperando a que acabe de hacer algo que no controlo demasiado. Incluso si se me da bien, no me gusta sentir a la persona que me espera transmitiendo prisa e impaciencia con su mirada, su actitud o su sola presencia.

Es una sensación muy incómoda, que no genera confianza ni seguridad, y que puede hacer incluso que aparezca una mayor torpeza o confusión.

Es precisamente la visión crítica del adulto, su necesidad de corregir y su prisa por obtener resultados lo que crea actitudes dependientes y falta de seguridad en la infancia. Ante la presión, es muy posible que prefiera que lo hagas tú, que se niegue a hacerlo, o que lo haga con tanta duda que te pregunte todo el tiempo si está bien, y necesite tu compañía constante.

Para que la infancia sea autónoma, tenemos que permitirle ese tiempo y ese espacio, y también evitar corregir su acción para que sea “perfecta”, según nuestro criterio.

Si evitamos que se ponga a prueba en situaciones nuevas y hacemos lo que le cuesta o lo que no sabe hacer, estamos generando que, cuando crezca, no se atreva a enfrentar sus retos.

Un ejemplo curioso y muy común es cuando un niño pequeño nos pide que lo subamos a un árbol. Si el adulto lo hace, lo coloca en una situación para la que no está preparado aún, pues si no ha sabido cómo subir, tampoco va a saber cómo permanecer en la altura, ni cómo bajar.

Igual de nocivo es “ayudarle” a subir con nuestro apoyo, pues esto hará que dependa de nosotros cada vez que quiera subir.

Lo suyo es estar cerca, dar confianza y dejar que suba al árbol cuando realmente esté preparado y lo pueda hacer por sí mismo, sin limitarlo con nuestros miedos ni hacerlo dependiente de nuestra ayuda.

Hace muchos años, cuando trabajaba en una preciosa escuela libre que hay en Cataluña, había una pequeña que siempre lanzaba sus brazos hacia mí para que la cogiese en alto. Yo me quedaba quieta como un palo y le decía que, si quería, podía trepar hasta arriba. Ella se reía y lo intentaba, agarrándose a mis piernas, sin conseguir llegar más allá. Por más que me lo pidiese, yo siempre le daba la misma respuesta, quedándome inmóvil y sonriendo, animándola con mi mirada.

Después de meses de intentarlo, consiguió llegar hasta mis brazos sin que yo me moviera, por sí misma, y su sonrisa y el brillo de sus ojos fueron algo incomparable. Lo repitió durante varias semanas y después pasó a trepar árboles con gran facilidad.

Con este ejemplo no estoy diciendo que no cojamos nunca a los niños en brazos, en absoluto. Lo que quiero transmitir es que, lo único que necesitan de nosotros para crecer y aprender, es que tengamos confianza y creemos ese espacio en el que se pueden desplegar de forma segura, sin prisas ni apuros.

Y, si nuestro día a día no nos permite estos espacios, realmente hay que replantearse muchas cosas, observar nuestros ladrones de tiempo, identificarlos y recuperar esos momentos perdidos y también, la capacidad de prestar atención al instante presente.

Hay que recordar que menos es más, que no siempre hay que llegar a todo, sino que hay que saber llegar a lo verdaderamente importante, a lo esencial.

Tanto en el hogar como en la escuela, cada vez tenemos más prisa por alcanzar todo lo abarcable y, en nuestro esfuerzo, llevamos a la infancia a esta carrera, en la que acaban memorizando sin entender y racionalizando conceptos que deberían provenir de la experiencia propia.

Esto genera en las personas un “pensar prestado”, una confianza ciega en lo que nos enseñan, pues, como no podemos comprobar los hechos a través de nuestra propia experiencia, solo nos queda creer lo que se no dice e incluso dejar de fiarnos de nuestras propias percepciones, poniendo la confianza fuera.

Todo lo que nos aleja de la experiencia y del descubrimiento propio, crea inseguridad y falta de comprensión, especialmente antes del desarrollo del pensamiento abstracto, entre el nacimiento y los doce años. Y esto, a su vez, nos hace dependientes y aniquila nuestra capacidad de pensar y discurrir de forma original.

Si queremos cambiar esta sociedad, que va cada vez más hacia la adicción a los medios y a las redes sociales, a la dependencia del pensamiento ajeno y a la superficialidad, necesitamos llevar nuestra atención a estos temas y crear el cambio necesario a través de una crianza y una educación consciente, presente, que permita a la infancia desarrollarse plenamente y aportar la luz que traen al mundo.

Y esto solo es posible a través de la auto educación, el desarrollo personal y la toma de decisiones que nos lleven a una vida más plena, digna de ser un ejemplo sano para la infancia que nos rodea.

Cada situación es diferente y cada persona tiene sus propios retos pero, si pones tu intención y tu atención en ello, podrás encontrar la manera de aumentar los momentos en los que estás plenamente presente.

Si quieres, te acompaño 😉

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Yan Krukao

¿Por qué no quiere ir a la escuela?

Niño con mochila cruzando un bosque tropical

Una de las cosas que más me gusta de mi trabajo es ver las ganas con las que los alumnos vienen a la escuela y el brillo en sus ojos cuando me saludan por las mañanas.

Así que, si en algún momento noto que un estudiante no quiere venir al cole, o si las familias me lo transmiten, se enciende en mí una señal de alarma, pues esto significa que algo está afectando profundamente a este alumno y es importante descubrirlo para poder acompañarlo de la mejor manera.

A lo largo de mis años de maestra, he aprendido a detectar dónde puede estar la causa de ese malestar y he descubierto que hay muchos motivos por los cuales, en algún momento, los niños no quieren ir al cole. Todos ellos son importantes y hay que tenerlos en cuenta para poder acompañar de la mejor manera la situación y que no se convierta en una sensación negativa permanente.

Una de las causas más sencillas de identificar es que exista algún malestar físico: a veces, cuando se está incubando una gripe, por ejemplo, se puede percibir una falta de vitalidad, una necesidad profunda de descanso, de estar en casa, y una disminución del movimiento en general. En esos casos es preciso, si es posible, organizarse para quedarse en casa.

Otro motivo común por el cual no se quiere ir al cole, es que es necesario madrugar y levantarse, en algunas épocas del año, antes de que salga el sol. Esto es especialmente duro en invierno, cuando hace frío y mal tiempo. No suele ser un factor determinante, pero si que puede influir para no querer ir al cole tan pronto por la mañana.

Mi opinión es que deberíamos escuchar más el reloj biológico y adaptarnos a las estaciones, pero, por desgracia, no existe esa opción si tienes un trabajo tradicional y tu peque va al colegio.

Así que, como mínimo, como padres y maestros, podemos empatizar con aquellos peques que llegan completamente dormidos al cole y darles un tiempo de adaptación hasta que salga el sol.

En cualquier caso, cuando sucede esto, es importante revisar que nuestro modo de vida permita el suficiente descanso y las horas de sueño necesarias para la edad escolar. Puede suceder, por ejemplo, que entre semana haya demasiada actividad: hay niños que salen de casa a las 7 de la mañana y vuelven a las 7 u 8 de la tarde, un horario que ni siquiera un adulto debería hacer. Esto hace que no puedan, ni quieran, levantarse pronto al día siguiente, pues saben que desde que salgan de casa, pasarán muchas horas hasta que vuelvan.

También puede ser que haya alguna situación nueva en casa: por ejemplo, si la familia acaba de aumentar y hay un hermanito nuevo y mamá se queda en casa con él, se puede genera una sensación de separación muy grande, de “perderse” algo, incluso de “perder” su lugar o sentir que mamá quiere más al pequeño porque se queda con él.

Sucede también si ha habido una mudanza reciente, o muchos cambios seguidos en la vida del peque. Esto le hace sentir incertidumbre, pues aún no se ha hecho a la nueva situación, y salir de casa y alejarse de la familia le puede generar mucha inquietud.

Como decía al principio, hay que observar con especial atención si es algo puntual o no. Si siempre ha querido ir al colegio y empieza a no querer ir, es preciso identificar qué puede estar pasando. Puede ser alguna dificultad en sus relaciones sociales, con sus iguales, con el aprendizaje o con alguna situación nueva en la escuela.

Por ejemplo, si hay un cambio de maestro, a algunos niños les cuesta mucho adaptarse. pues tienen un nuevo referente que no conocen bien y puede resultarles difícil abrirse y confiar, aunque sea una persona encantadora.

También si hay un cambio en el grupo de amigos, si un compañero muy amiguito se va del cole o llega alguien nuevo y se transforman las alianzas en el grupo de iguales.

Y, sobre todo, si el ritmo de las clases cambia o aparece un contenido que resulta más difícil y que no se consigue aprender, esto puede ser un gran factor de estrés que incluso dañe la autoestima.

Hay que tener muy en cuenta que ir al cole supone un gran reto a nivel social y de desarrollo personal. Estar dentro de un grupo de iguales, variopinto, durante muchas horas al día, supone grandes retos, sobre todo si no eres especialmente extrovertido y te gusta la calma y la tranquilidad.

Por otro lado, los docentes deben estar muy atentos para que el aprendizaje en sí mismo no se sienta como una competición, pues muy a menudo, los alumnos se comparar unos con otros, estableciendo su valor en función de los demás.

Puede haber otros factores, como por ejemplo, que exista una falta de vitalidad y de entusiasmo en general… Cuando esto ocurre desde siempre, no sólo en el colegio, hay que ampliar la mirada y profundizar en el estilo de vida y alimentación, en la constitución física y también en la situación que rodea al niño, cómo son sus referentes y en qué ambiente vive, si es estable o caótico, etc.

Como puedes ver, hay muchas causas posibles, así que es preciso evitar un juicio rápido de la situación y prestar mucha atención, no sólo a lo que se expresa con las palabras sino también con la actitud y el estado anímico.

Una vez tengas identificada la causa, lo primero es generar una gran empatía. Para ello ayuda mucho recordar los momentos en los que no has querido ir al trabajo y pensar en las causas.

Y después, descubrir cómo se puede acompañar la situación para que se recupere el entusiasmo y las ganas de seguir aprendiendo.

En mi próximo artículo seguiré profundizando sobre ello y te daré algunas ideas sobre cómo hacerlo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía cortesía de samanit_vijit

La importancia de la respiración en la educación

Niño entrando en el agua del mar al atardecer

Una de las cosas que más me llamó la atención cuando empecé a leer a Rudolf Steiner es la importancia que da a la respiración. No solo como el proceso físico que todos conocemos, imprescindible para la vida, sino también como el ritmo que produce salud y bienestar en el día a día.

Habla de este tema en referencia a la naturaleza, al cosmos y a muchas cosa más, pero hoy vamos a centrarnos especialmente en lo que dice en relación a la enseñanza .

Rudolf Steiner nos indica que, para poder digerir correctamente los aprendizajes, tiene que haber un ritmo en la forma en que se presentan. Si una actividad requiere de quietud y escucha, la siguiente debe apelar a la acción y la actividad propia. Si hacemos una actividad grupal, después necesitamos equilibrarla con algo individual.

Esta manera de ver la enseñanza, y también la vida, crea una sensación maravillosa de estabilidad, es como el vaivén de las olas que te mece y te da tranquilidad, te recuerda que a un extremo le sigue el opuesto y te permite encontrar el centro en tu interior. No te cansas, pues sabes que todo tiene su tiempo y nunca te alejas demasiado del equilibrio.

Cuando esto se olvida y nos dejamos llevar por uno de esos extremos durante largo tiempo, el extremo contrario llega de manera tan intensa que se hace muy difícil de asimilar.

Por ejemplo, si damos una clase sobre un tema concreto, y nos alargamos más de veinte minutos en la explicación, veremos que los niños empiezan a inquietarse y a moverse, suavemente y de forma casi involuntaria. Si seguimos hablando y aquello no termina pronto, el movimiento será cada vez mayor y llegará un momento en que no aguantarán más y perderán el control. A veces, por respeto y amor, y en contra de su necesidad más profunda, consiguen aguantar la clase entera y, cuando suena el timbre, salen como caballos desbocados a compensar el exceso de concentración y quietud. En esas ocasiones, es posible que ya no consigan regresar a la calma en toda la mañana, pues seguir escuchando ya no es una opción.

A los adultos nos sucede lo mismo, lo que pasa es que solemos estar más desconectados y no hacemos caso de las señales que nos da nuestro cuerpo hasta que el mensaje se hace imposible de ignorar: Si tenemos una vida llena de estrés en la que no existe el descanso, nuestro cuerpo se rebela y llama nuestra atención con distintas enfermedades.

En el caso de los niños, si pasan muchas horas sentados sin moverse, ya sea por las pantallas o por un exceso de silla en la escuela, se desarrollan patologías relacionadas con la hiperactividad, la dificultad para prestar atención y el insomnio, entre muchas otras.

La solución consiste en aprender a alternar el movimiento con la quietud, la escucha con la expresión, lo social con lo individual, pues, de este modo, cada una de estas actividades será un descanso de la anterior y al final del día sentiremos una gran serenidad.

Algo que puede ayudar mucho es tomarnos 1 minuto cada hora para parar, hacer tres respiraciones profundas y prestar atención a cómo nos encontramos, en qué postura está el cuerpo, qué tensiones hay. Se trata de escuchar atentamente para poder soltar aquello que esté contraído, y de crear un espacio para descubrir qué necesitamos y responder a esa necesidad lo antes posible.

Esto es especialmente importante cuando estamos con la infancia, pues necesitan que estemos presentes y seamos conscientes para poder ofrecerles este ritmo sano, que les ayude a crecer felices. Cuando somos capaces de organizar el día y la clase de forma equilibrada, todo sucede de forma fluida y disminuyen los conflictos y las rabietas. Atendemos y escuchamos esa necesidad de cambio rítmico, ordenado, igual que la naturaleza hace con las estaciones.

Sé que puede parecer difícil en la sociedad de hoy en día pero, como decía en uno de mis últimos artículos, se trata de disminuir el número de actividades y aumentar su calidad y la atención que prestamos a cada momento.

Por desgracia, intentamos abarcar más de lo que podemos, pensando que seremos capaces de llegar a todo, pero es mucho más sano disfrutar profundamente de cada cosa y aprender a rendirse al momento presente.

La clave está precisamente ahí, en aprender a renunciar al mundo de las mil posibilidades para explorar con presencia total aquello que elegimos.

Comprender finalmente que menos es más, respirar hondo y disfrutar de la belleza de cada segundo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de David Sánchez

El cuento como lugar de aprendizaje emocional en la infancia

Bosque de cuento de hadas

A menudo intentamos explicar a los niños situaciones de la vida a través de largas explicaciones, que describen, desde el punto de vista del adulto, qué es lo que sucede. En estas ocasiones, nos solemos encontrar la mirada perdida o incluso atenta de un pequeño que nos mira sin comprender realmente lo que estamos diciendo, sin poder asimilar el torrente de palabras que se dirigen hacia él, ya sea por algo que ha hecho o como respuesta a una pregunta.

Esto sucede, entre otros motivos, porque nuestra manera de transmitir conocimiento olvida el lenguaje primordial de la psique humana; el cuento.

Los cuentos tienen la capacidad de mostrar las experiencias que pueden sucedernos en la vida y los posibles caminos que podemos tomar, así como sus consecuencias. Pueden relatar sentimientos, emociones, obstáculos y posibilidades de forma que nos sintamos reflejados, reconociéndonos en sus personajes, empatizando con aquel que está en peligro o sufriendo, y aprendiendo posibles maneras de responder ante una situación dada. De hecho, gran parte de las narraciones que nos han llegado por tradición oral suelen ser cuentos que nos advierten de algún peligro, y se crearon precisamente para prevenir posibles dificultades. Esto confirma el uso ancestral del cuento para llegar a la psique, a lo emocional, y transmitir ciertos valores y experiencias sobre la vida.

El lenguaje de los cuentos habla directamente al alma, la lleva de la mano hacia esa situación que puede estar creando un conflicto y muestra ante ella una imagen completa, llena de matices y pequeños detalles con los que se puede identificar. Esto hace que la sabiduría del cuento nos llegue directamente, sin pasar por un ego que debe defenderse de un juicio o una acusación. Es un espacio íntimo en el que no tenemos público, y por ello podemos reconocer quiénes somos y qué necesitamos.

Los cuentos sirven para dar voz a otras personas, para poder tener una visión más amplia de una situación, comprendiendo también qué sucede desde el otro, sin juzgar las actitudes como buenas o malas. Cada cual sentirá en su interior qué es lo que necesita y qué puede transformar, desde su propia capacidad.

Cada personaje representa un tipo de temperamento diferente, y cada aventura muestra cómo aprovechar las características de nuestra personalidad y también cómo superar algunos obstáculos que aparecen en el camino. El lenguaje sutil de la imagen hace que nos podamos reconocer y adquiramos herramientas para gestionar nuestras emociones pues, de nuevo, es mucho más fácil generar aprendizajes y aprender nuevas estrategias cuando somos nosotros mismos quienes descubrimos cómo somos.

Estas valiosas cualidades del cuento resaltan la importancia de leer y narrar historias a la infancia, ya sean cuentos tradicionales o de nuestra propia invención, pues son uno de los mejores medios para trabajar el mundo emocional.

Por otro lado, es preciso crear y elegir cuentos que describan situaciones desde un punto de vista comprensivo, que ofrezcan un espacio para entender y acoger todo tipo de sentimientos y abran la puerta a posibles soluciones, sin aferrarse a una única respuesta, dejando espacio para que sea el propio oyente quien elabore su sentido, evitando la típica moraleja.

En cualquier caso, es importante no teorizar sobre las emociones en edades tempranas, pues sería como exponer a la luz antes de tiempo las semillas que hemos plantado. Si se riegan acogiendo toda emoción como portadora de información para nuestro desarrollo, con atención y presencia, las semillas se transformarán en hermosas plantas, y los niños en personas emocionalmente lúcidas.

La magia de los cuentos nos acaricia el alma…

Ojalá sepamos mantener la conexión con este mundo lleno de sabiduría y sigan naciendo historias infinitas.

*Este artículo contiene extractos de mi guía didáctica “La enseñanza de la lectoescritura a través del arte”. Es la guía que acompaña el cuento “El tesoro del tío William”. Ambos están disponibles aquí.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Ilustración de Darkmoon Art

Cómo fomentar el gusto por la lectura en la infancia

Niña sosteniendo un cuento entre sus manos

Hace algunos años llegó a mis manos el libro Como una novela, de Daniel Pennac. Lo leí en dos días, asombrada de ver lo fácil que es equivocarse a la hora de fomentar la lectura en la infancia.

El libro habla precisamente de los motivos que llevan a los niños a relegar e incluso rechazar la lectura, haciendo especial hincapié en la importancia de respetar los derechos del lector, entre ellos, poder elegir lo que se quiere leer y el momento de leerlo.

Es muy difícil disfrutar de la lectura si el libro que lees no te gusta, o si tienes que leer cuando en realidad lo que te apetece es salir a pasear o necesitas solucionar algo. En esas ocasiones, lees y relees el mismo párrafo sin entender lo que pone, pues tu mente está en otro sitio. Y la lectura se convierte en algo arduo y sin sentido.

Esto se hace todavía más cuesta arriba en los inicios del aprendizaje de la lectura, cuando el acto de leer requiere un gran esfuerzo. Entonces es especialmente importante que la lectura tenga un mensaje lo suficientemente interesante como para seguir leyendo, que merezca toda nuestra atención y, a ser posible, nos arranque una sonrisa o nos asombre con su magia.

Y, sin embargo, en muchas ocasiones, los adultos nos empeñamos en que los niños lean lo que nosotros consideramos bueno para ellos, decidiendo incluso el momento de hacerlo, forzando algo que tiene que ser un placer y una elección propia.

La práctica que se suele dar en las escuelas de leer un mismo libro en grupo es difícil que funcione para todos, pues cada alumno es diferente y tiene gustos y capacidades diferentes. Si lo que queremos es fomentar la lectura, debemos respetar que cada uno elija aquello que realmente le gusta. Y no hay que preocuparse si solo eligen cómics, pues tienen muchas ventajas, sobre todo cuando hay ciertas dificultades a la hora de leer; las imágenes dan muchas pistas y enriquecen el texto, haciendo más liviana la lectura.

Es cierto que cada temática tiene una edad recomendada y que es preciso hacer una selección previa de los libros que están a disposición de la infancia, pero no debemos perder de vista la importancia de tener acceso a una colección variada, que incluya todos los formatos y niveles de lectura, para que pueda elegir aquello que realmente sea de su interés. Hablo tanto de los libros que podemos tener en casa como de la biblioteca escolar o de aula.

En cualquier caso, los grandes lectores se forjan ya en la cuna, pues la mejor manera de fomentar la lectura es leer y contar cuentos a los niños desde que nacen. Crear ese momento especial antes de ir a dormir en el que nos encontramos, como si fuera alrededor del fuego cálido de una hoguera, para compartir historias antiguas, mágicas y llenas de sabiduría. Y no perderlo, a ser posible, nunca. Si sienten que pierden ese momento mágico de conexión y calidez porque han aprendido a leer, probablemente no les guste el cambio.

Escuchar una historia nos lleva a un estado de relajación en el que prestamos atención solo al contenido, mientras nuestra mente está ocupada en crear las imágenes que escuchamos.

Leer es algo muy distinto, sobre todo al principio del aprendizaje, cuando nuestro cerebro está tan implicado en la descodificación y codificación de las letras que no podemos prestar atención plena al contenido de la historia.

No se pueden comparar ni son excluyentes entre sí. Es más, se complementan y se nutren, así que es preciso mantener la hora del cuento y también crear momentos en los que cada uno pueda leer su propio cuento, solo o en compañía.

Ya como pensamiento final, hay que tener en cuenta el gran efecto que tiene en la infancia nuestro ejemplo, y lo importante que es que nos vean leer y disfrutar con ello. Que en nuestro hogar haya libros de todo tipo, estanterías llenas de historias que nos conmuevan y nos atraigan. Que exista la posibilidad y la costumbre de acercarse a la biblioteca pública. Que la actividad lectora esté presente en el día a día y que cualquier excusa sea buena para sentarnos a contar un cuento o leer una historia.

Y ya si conseguimos apagar las pantallas de los dispositivos electrónicos en la medida de lo posible y leer libros físicos, llenos de ilustraciones hermosas, con buena luz natural, además de dar un ejemplo digno de imitar, estaremos cuidando nuestra vista y haciendo un gran regalo a nuestra paz mental.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Para evitar las dificultades en la lectura, es muy importante introducir su enseñanza en el momento adecuado y de forma que haga nacer el entusiasmo y la alegría de descubrir un modo nuevo de comunicarse con el otro. Si forzamos su aprendizaje cuando el niño no está todavía preparado para ello, es muy posible que presente dificultades que, esperando al momento preciso, se pueden evitar.

De todo ello hablo en mi artículo El respeto a la madurez escolar y también en la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi próximo libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber más sobre este bonito proyecto, tienes toda la información en el siguiente enlace:

El tesoro del tío William

*Fotografía de Annie Sprat

Cómo despertar el amor por las matemáticas en la infancia

Un rosal silvestre en flor

Es curioso observar el efecto que produce la mención de las matemáticas en una conversación. Casi de forma inmediata, se puede escuchar a alguien decir, con cierto desánimo, que nunca se le dieron bien. También se pronuncian aquellos que las entendieron de forma innata y se sintieron cómodos en el mundo del cálculo desde pequeños.

Cuando somos pequeños y vamos a la escuela, nos comparamos inevitablemente con los compañeros y esto hace que decidamos si somos “buenos” o “malos” en algo. Todos tenemos ritmos muy diferentes, tanto de resolución como de comprensión, y, por desgracia, este ritmo distinto nos hace pensar que los que vamos más despacio no somos buenos en matemáticas. Y ahí nace el bloqueo de nuestra capacidad de aprendendizaje.

La labor del maestro también influye poderosamente en la percepción que tenemos de nuestras capacidades y, si existe mucha alabanza y mención de los alumnos más veloces y queja o presión a los que van más despacio, la brecha se hace todavía más amplia.

Por otro lado, también influye la manera en la que nos han enseñado la materia. En muchas escuelas se enseñan los números de forma aislada, a través de fichas, sin relacionarlos de ninguna manera con su referente real, que es la propia vida. Y sucede lo mismo con las operaciones, se enseña cómo operar de forma mecánica, dando instrucciones, sin permitir que sea el propio niño quien construya el algoritmo. Esto significa que los alumnos deben aprender de memoria, a menudo sin comprender lo que hacen, la manera de resolver una operación. Y muchos creen que no lo entienden porque hay un fallo en ellos, cuando en realidad el problema está en el método de enseñanza.

Las matemáticas surgen de la observación de la naturaleza y sus leyes. En la historia de la humanidad, hay un proceso constante de descubrimientos matemáticos que nacen de la necesidad de resolver los problemas diarios con los que se encontraban nuestros antepasados. Cuando presentamos a los niños situaciones reales en las que tienen que resolver, desde la experiencia práctica, un problema, podemos ver que encuentran la solución con mayor facilidad que sobre un papel.

Esto nos indica que lo primero para aprender matemáticas es haber tenido muchas experiencias prácticas en las que desarrollar la resolución de problemas a través de la investigación propia. Si empezamos con lo abstracto antes de haber tenido este contacto directo con la experiencia, nos saltamos un paso imprescindible.

Los primeros años de vida y también el jardín de infancia son el momento idóneo para dedicarse al juego libre, en un entorno rico en experiencias sensoriales. Jugar en el arenero a construir, calculando pesos y medidas, investigando cómo hacer un dique para que no pase el agua, repartiendo el material a partes iguales, haciendo montones que tengan la misma cantidad, etc. Aprovechar cada paseo en el bosque para observar las plantas y los números que esconden. Descubrirlos también en el cuerpo humano, en las naranjas que hemos recogido del árbol, en los platos que necesito para poner la mesa.

También es muy importante todo aquello que implique percibir y ordenar el espacio y el tiempo: escuchar y recordar cuentos, tomar turnos, ver cuántos somos y quién falta en el aula, recoger y ordenar los juguetes según una característica, comprobar que hay un lápiz para cada uno y un sinfín de actividades que se dan en el día a día del jardín de infancia.

Si llevamos la atención a lo matemático de esta manera, los niños tienen constantemente una sensación de descubrimiento propio que les hace amar los números y les llena de entusiasmo. Y cuando llega la hora de traducirlo al aprendizaje formal, se sienten felices y seguros y se comparan mucho menos, pues ya saben que saben y están ocupados en aprender más y evolucionar a su propio ritmo.

Como ya he contado algunas veces, gracias a mi trabajo como maestra en escuelas Waldorf, he podido acompañar a muchos alumnos como maestra tutora, desde primero hasta sexto de primaria y he visto el efecto que tiene esta manera de enfocar la enseñanza de las matemáticas. Por supuesto, sigue habiendo alumnos que tienen más dificultades que otros, pero aun así, se alegran cuando llega el momento de las matemáticas.

Esto confirma plenamente que sí se puede lograr una enseñanza significativa y que produzca entusiasmo en vez de rechazo, y que todos, sin excepción, podemos llegar a ser grandes matemáticos.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*He elegido la fotografía de un rosal silvestre porque, tanto en el cáliz como en la corola y en el número de hojas, se encuentra el número cinco y sus múltiplos.

Imagen de Gerald Thurner

La enseñanza de la lectoescritura desde el arte

Libélula en el trigal

Uno de los rasgos más característicos de la educación Waldorf es la manera en que se enfoca el proceso de aprendizaje de la lectoescritura. Hoy voy a describir brevemente los principios en los que se basa y qué beneficios aporta a la infancia.

Para poder entrar en detalle, explicaré primero cómo concibe Rudolf Steiner el arte de educar. Para él, la educación debe abarcar al ser humano completo, dirigiéndose tanto al desarrollo del intelecto como a lo emocional y a lo volitivo. Esto es especialmente importante en los primeros años de enseñanza pues, tal y como he comentado en muchos de mis artículos, memorizar conceptos que todavía no se pueden comprender ni experimentar, equivale a comer alimentos que no se puede digerir.

En el caso que nos ocupa, sabemos que el arte de leer se ha ido desarrollando a lo largo de la evolución de la cultura. Las formas de las letras, la manera en que se unen entre sí, se basa actualmente en una convención establecida, pero no siempre fue así. En un primer momento, sí que había una relación entre la forma abstracta de las letras y lo que representaban. Y también una intención comunicativa muy clara de una historia, de una experiencia vivida.

La propuesta de la pedagogía Waldorf consiste precisamente en remontarnos a los orígenes de la escritura, cuando la grafía y lo que representaba tenía cierta relación y partía de la actividad pictórica y de una experiencia.

El proceso de aprendizaje parte de una historia contada por el adulto, donde lo que sucede está relacionado con una palabra que empieza por una letra. Esta palabra, además, representa algo que tiene una forma muy similiar a esa letra. Por ejemplo, si vamos a trabajar la letra “m”, la historia puede ser sobre dos amigas que deciden hacer una excursión hacia una montaña muy alta que tiene dos picos iguales.

Después de contar la historia, se dibuja una escena en la pizarra y allí los niños descubren la letra escondida, a través de las pistas sonoras de las palabras de la historia. Esto conlleva un ejercicio de asociación de todos sus sentidos y conocimientos previos, al tiempo que apela a lo emocional, a través de la alegría del descubrimiento y de las experiencias que se suceden en la historia. Tras descubrir la letra, los alumnos dibujan la imagen con todos sus detalles y practican la escritura de la letra. Y por último, leen lo que han escrito. Esto sucede a lo largo de varios días.

La parte artística armoniza el aspecto más intelectual y convencional de la escritura y de su continuación, la lectura. Este es el camino de la voluntad: inicia con la parte donde el niño está plenamente activo, en el dibujo y en la escritura, para llegar hasta la lectura, que es la parte más intelectual del proceso.

Cuando trabajamos desde lo artístico, el aprendizaje se convierte en algo mucho más significativo y sencillo de asimilar. Se produce en los niños un entusiasmo muy particular y cada día llegan a la escuela deseando descubrir una nueva letra. El arte actúa de manera profunda sobre la naturaleza del ser humano, lo alcanza en su conjunto. Consigue unir lo intelectual, con el sentir y el hacer.

Se genera una mayor capacidad para recordar, pues todo lo que se descubre desde la emoción y la actividad propia, se integra de forma mucho más profunda. De hecho, la palabra “recordar” proviene del latín “recordari”, que significa literalmente “volver a pasar por el corazón”i.

Tal y como describía antes, es importante iniciar el aprendizaje por la escritura, pues esta parte del proceso requiere que el niño se implique completamente, desde la acción de las manos y su coordinación con la vista, hasta el reconocimiento de cada grafía. Más tarde, cuando empiece a leer, podrá identificar con facilidad aquellas formas que primero elaboró con todo su ser. De esta forma, la lectura equivale a reconocer algo que ya hemos experimentado, y esto facilita ese “recordar” del que hablaba.

Este sería el proceso de aprendizaje de la lectoescritura, que abarcaría el primer año de escuela primaria. Hay muchos motivos por los cuales es importante esperar a la madurez escolar para inciar este proceso; es un tema profundo que abarcaré en mi próximo artículo para darle el espacio que merece.

Como pensamiento final, siento que, en algunos sectores de la educación, se está perdiendo la visión global, inclinando la balanza hacia una enseñanza cada vez más abstracta y alejada de la vida, separando en compartimentos estancos conocimientos que integran un todo completo, sustituyendo por pantallas la experiencia real que aporta el juego libre y el arte.

Esto dificulta el aprendizaje y la comprensión profunda, llevándonos a conocer solo una parte de la realidad, desde una perspectiva meramente intelectual, desconectada del sentir. Y lo más alarmante es que sucede desde edades muy tempranas, reduciendo el juego y las actividades artísticas a unas pocas horas semanales, olvidando el lugar que deberían ocupar en la enseñanza.

Ojalá podamos recuperar la noción de la importancia del arte y el juego en la educación y, por supuesto, en nuestras vidas.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Este artículo es parte de la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber cómo conseguirlo, tienes toda la información en el siguiente enlace:

El tesoro del tío William

La experiencia propia como base del aprendizaje en la infancia

Tres amigas sentadas al atardecer

Una de las fases que más me llama la atención del crecimiento infantil es la etapa del «por qué». Es ese momento en el que empiezan a tener un mayor dominio del lenguaje y hacen preguntas de todo tipo al adulto, desde una curiosidad innata e inocente, desde las ganas de descubrir el mundo que les rodea.

Cuando esto sucede, el adulto empieza a dar explicaciones, a veces simples, otras mucho más complejas, pero normalmente sin conseguir saciar la curiosidad del niño. Esto sucede porque lo que necesita ese niño no es una respuesta racional, una teoría que no puede comprender. Lo que necesita quizá es escuchar su propia voz y la del adulto, encontrar sus propias respuestas y vivir desde la experiencia todo aquello que será el andamiaje de sus futuros saberes. O incluso vivir en la pregunta y dejar que sea ella quien guíe sus descubrimientos.

Cuando ofrecemos una explicación teórica y puramente intelectual antes de tiempo, tal y como comentaba en varios artículos anteriores, llenamos de ideas vacías la cabeza del niño, lo llevamos a adquirir un pensar prestado que todavía no puede ni siquiera poner en tela de juicio.

Recuerdo con cariño una charla con una de mis primas pequeñas sobre la fuerza de la gravedad. Era verano, yo debía tener unos catorce años y ella nueve. Me contaba que en la escuela le habían explicado qué era la fuerza de la gravedad y cómo funcionaba, y lo había entendido casi todo, pero tenía una pregunta sin resolver, que era la siguiente: “Si todo cae hacia abajo, ¿cómo es que los que están en el hemisferio sur no se caen?”

Y yo me pregunto, ¿qué necesidad hay de explicar de forma teórica este tipo de conceptos en una edad en la que deberían estar experimentando por sí mismos los principios de la física? ¿No tendría mucho más sentido hacerse preguntas sobre sus propios descubrimientos en el medio que les rodea y sobre el que pueden experimentar?

La educación Waldorf en la escuela primaria parte desde este principio: lo primero es la experiencia y el sentir. Cuando presentamos un nuevo tema, es desde la actividad propia y la emoción del descubrimiento. Después proponemos integrar este nuevo conocimiento de forma artística, ya sea a través del dibujo, de la creación de una maqueta o cualquier otra forma de expresión. Y ya por último, cuando se ha comprendido de forma viva ese contenido, se plasma en el cuaderno para ponerlo en palabras y acabar de integrar su significado.

Cuando trabajamos de esta manera, dejando la conceptualización para el final, los contenidos pueden expandirse mucho más, dando lugar a hallazgos inesperados y nuevas conexiones, dejando espacio para que el propio concepto pueda crecer a lo largo de toda la vida.

Esto es especialmente importante entre los 6 y los 12 años, y se refiere sobre todo al contenido académico. A partir de los 12 años, ya con el desarrollo pleno del pensamiento abstracto, se puede ir más allá, presentando distintos puntos de vista y trabajando desde lo conceptual, evitando las verdades absolutas, dejando espacio para el descubrimiento propio e incluso, la intuición.

Recuerdo a un maravilloso maestro que conocí en la formación Waldorf de Oriago, que siempre dejaba una pregunta en el aire al terminar la clase, pregunta que dejaba sin contestar y que sembraba en los alumnos la capacidad de reflexionar, de discurrir y descubrir por sí mismos las posibles respuestas…o incluso más preguntas. Conseguía encender el fuego del entusiasmo por el conocimiento del mundo y así acogía todas las respuestas con gran reverencia, descubriendo en cada una de ellas tesoros geniales.

Si enseñamos desde conceptos fijos, no hay posibilidad de ampliación, de encontrar algo nuevo, ni de hacer nuestro el contenido. La educación puramente intelectual que excluye la experiencia propia del alumno se convierte casi en un acto de fe, pues no parte del descubrimiento propio, sino del ajeno.

Para que las nuevas generaciones puedan aportar lo que traen al mundo, tenemos que crear un espacio en el que puedan descubrir y expresar quiénes son, desarrollar su conocimiento propio y tener la libertad de pensar por sí mismos. Si partimos con las respuestas ya dadas, matamos de algún modo el motor del aprendizaje real. Además, no hay nada que recordemos mejor que lo que hemos descubierto a través de nuestra propia experiencia.

Ojalá podamos dar un paso atrás para dejar ese espacio de creatividad y descubrimiento, que pueda dar lugar al desarrollo de personas libres en el pensar, en el sentir y en el actuar en el mundo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Foto de Charlein Gracia

El desencanto del materialismo y su efecto en la infancia

Acuarela de un roble al atardecer

En este artículo voy a hablar sobre el efecto que tiene la visión materialista de la sociedad actual en la infancia. Siento que cada vez se da más valor a aquello que el dinero puede comprar, en detrimento de la apreciación de cosas sencillas, como disponer del tiempo suficiente para descansar o para sentarse a leer un libro. Además, cada día muere un poco la capacidad humana de asombrarse y admirar las cosas que no se pueden comprender, desechando todo aquello que no se pueda comprobar a través del método científico, proclamándolo falso, queriendo evitar la incertidumbre de la vida.

Esto repercute especialmente en los niños, que dejan de vivir en su mundo mágico cada vez más temprano, quedando desencantados y desconectados de su esencia más auténtica.

Lo curioso es que el hecho de no poder comprobar algo no significa que no exista, significa, simplemente, que no se puede comprobar. Pero de algún modo nos hemos convencido para negar la incertidumbre y, por el camino, hemos perdido la capacidad de soñar, quedándonos con una realidad en la que sólo hay cabida para aquello que podemos tocar.

Hemos dejado de venerar la luna y el sol, la naturaleza y su representación en los dioses mitológicos, para ponernos al servicio de los bienes materiales, muchas veces de forma esclava, perdiendo nuestra libertad, nuestra fantasía y nuestra capacidad de disfrutar de lo intangible.

Creo que no somos conscientes de la gran pérdida que estamos sufriendo, se extiende como una pandemia invisible que nos roba alegría y las fuerzas anímicas necesarias para hacer realidad las ideas que tenemos, manifestando nuestro verdadero propósito. Cuando nos limitamos a creer sólo aquello que vemos, nos negamos la posibilidad de manifestar aquello que todavía no se ha materializado. Nos condenamos a una sociedad que no puede cambiar de paradigma, que solo puede repetirse de forma infinita.

Como decía al principio, lo más grave es el efecto que este pensamiento tiene en los niños; les sacamos de su mundo de ensueño donde todo es posible, a la primera oportunidad. No somos conscientes de que necesitan imaginar y expandir su pensamiento sin los corsés de lo razonable, de lo científico. Y, en vez de respetar su necesidad, nos empeñamos en responder cada una de sus preguntas con teorías adultas que no pueden ni deben comprender todavía. O, lo que es peor, les decimos que no existe aquello que sienten como verdadero.

Y, confundidos y desencantados, buscan en la materia un referente digno de los antiguos dioses… pero sólo encuentran al influencer de moda, que les muestra cómo sumergirse todavía más en la materia, dependiendo de los “me gusta” de personas que ni siquiera conocen para sentirse parte de algo más grande, sin saber que ese sentimiento les pertenece por derecho propio.

Me parece muy necesario que los que hemos vivido otra forma de ver el mundo podamos transmitir a las nuevas generaciones todo lo que puede ofrecer.

Todavía recuerdo el día en que una amiga me dijo que los Reyes Magos eran los padres… No me lo creí, ni en ese momento ni mucho después, tenía clarísimo que había magia en aquella noche, y esa magia me ha acompañado hasta el día de hoy.

Tuve la suerte de tener una infancia llena de amor, en la que sentía, gracias a mis padres, que había algo más grande que yo que me protegía, algo más grande incluso que ellos mismos, a quien siempre podía pedir ayuda, y que velaba por mí.

Esta imagen bondadosa, ya fuera la compañía de mi ángel guardián o la sensación del mundo espiritual como algo más amplio, me confortaba y me hacía sentir que el mundo estaba bien orquestado y que podía confiar en la vida.

Más adelante, tal y como sucede en el desarrollo sano de la individualidad de cada ser humano, puse en duda todas las creencias que había recibido y exploré otras culturas con perspectivas diferentes, para poder finalmente llegar a mi propia verdad. Y, aunque algunas de esas creencias cambiaron, la sensación de que el universo me cuida, de que hay algo inherentemente bondadoso y sabio en la vida, en la naturaleza, me acompaña desde niña y nunca me ha abandonado. Este ha sido el mayor apoyo que he podido tener en mi camino, lo que me ha hecho superar los momentos más oscuros de desesperanza y de desánimo.

Siento que esta percepción de la vida está desapareciendo, dejando un vacío que los dioses de barro no pueden llenar, llevando a la adolescencia a esa dependencia malsana del mundo virtual. Necesitamos volver a apreciar lo humano y lo divino, haciendo espacio a la intuición, a la posibilidad de un nuevo paradigma que está por descubrir.

Y la vuelta a la apreciación de la naturaleza y su magia es uno de los mejores caminos para ello.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La observación como base de la educación y la crianza

Niño jugando en la arena

Cuando formamos una familia o nos convertimos en maestros, es frecuente que la falta de experiencia nos convierta en un mar de dudas.

Ya sea por lo que dicen nuestros familiares y amigos o por lo que hemos leído y estudiado en la carrera, tenemos un ideal sobre cómo deberían ser las cosas, acompañado por un sinfín de teorías y de creencias, a veces contrarias entre sí, sobre lo que deberíamos hacer. Pero cuando las llevamos a la práctica, las cosas no funcionan tal y como dicta la teoría.

Quizá antiguamente era distinto; el saber popular relacionado con la crianza iba pasando de madres a hijas y se hacía lo que siempre se había hecho, sin apenas cuestionarlo. Había un modo de educar bastante homogéneo que no dejaba lugar a dudas, aunque seguro que existían excepciones.

Hoy en día, la situación ha cambiado mucho. En primer lugar, con la separación de los núcleos familiares extensos ya no solemos tener a nuestra disposición la presencia y sabiduría de los abuelos. Nos hemos convertido en familias aisladas, con el único apoyo de guarderías y escuelas, sin tiempo y con mucho estrés. En segundo lugar, hay tantas corrientes pedagógicas que es muy difícil discernir qué es lo adecuado, y a menudo elegimos cómo actuar basándonos en las dificultades que tuvimos en nuestra propia infancia.

El conocimiento que poseemos sobre la crianza y la educación procede en su mayor parte de la teoría o de nuestros propios traumas infantiles. Vivimos la crianza intentando evitar lo que nosotros sufrimos, yendo hacia el otro extremo, actuando desde nuestras heridas o nuestra mente, desconectados de la intuición, sin pararnos a observar qué es lo que realmente necesita ese ser que tenemos delante. Y con el ritmo de vida que llevamos, no nos damos cuenta de que lo que nos falta es tener un conocimiento real, que provenga de la experiencia.

Tanto para la crianza como para la educación, es imprescindible tomarnos el tiempo necesario para escuchar y observar. Cada ser humano es único e irrepetible, no existen recetas que sirvan para todos por igual. Solo a través de la observación* podemos conocer, solo a través del conocimiento podemos amar y solo a través del amor podemos acompañar al otro en el desarrollo de su potencial para ser feliz.

Si bien es cierto que tener tiempo tal y como está estructurada la vida hoy en día es casi imposible, no por ello debemos rendirnos. Cuando algo no funciona, hay que cambiarlo. Tenemos a la infancia totalmente abandonada en manos ajenas o, mucho peor, en medios audiovisuales y redes sociales, buscando el calor, el reconocimiento y la compañía que necesitan en un lugar frío y engañoso.

Es preciso hacer un cambio en nuestras vidas y conseguir tiempo de calidad para acompañar a la infancia. Dejar la teoría a un lado y empezar a conocer a nuestros hijos y alumnos. Pasar tiempo con ellos, ofreciendo un espacio cariñoso y sereno donde se puedan desarrollar felices. Si solo disponemos de media hora al día, que sea media hora de presencia absoluta, con el móvil y la televisión lejos y apagados, con la mente libre y el corazón dispuesto a escuchar, sentir, conocer y amar.

Cuando conseguimos estar presentes de esta forma, se crea el verdadero vínculo, desaparecen las carencias y la sensación de abandono, y la infancia puede crecer en autoestima, estable y feliz, desarrollando todos sus dones y confiando en la vida.

Y nosotros, como adultos, conseguimos acompañar su crecimiento desde la seguridad de lo que hemos experimentado, y esto nos permite poner límites sanos cuando es necesario y convertirnos en la autoridad amada.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

*Si te interesa saber más sobre la observación y cómo ponerla en práctica en tu día a día, puedes leer aquí varias maneras de hacerlo, que son parte de la pedagogía Waldorf.