Cómo despertar el amor por las matemáticas en la infancia

Un rosal silvestre en flor

Es curioso observar el efecto que produce la mención de las matemáticas en una conversación. Casi de forma inmediata, se puede escuchar a alguien decir, con cierto desánimo, que nunca se le dieron bien. También se pronuncian aquellos que las entendieron de forma innata y se sintieron cómodos en el mundo del cálculo desde pequeños.

Cuando somos pequeños y vamos a la escuela, nos comparamos inevitablemente con los compañeros y esto hace que decidamos si somos “buenos” o “malos” en algo. Todos tenemos ritmos muy diferentes, tanto de resolución como de comprensión, y, por desgracia, este ritmo distinto nos hace pensar que los que vamos más despacio no somos buenos en matemáticas. Y ahí nace el bloqueo de nuestra capacidad de aprendendizaje.

La labor del maestro también influye poderosamente en la percepción que tenemos de nuestras capacidades y, si existe mucha alabanza y mención de los alumnos más veloces y queja o presión a los que van más despacio, la brecha se hace todavía más amplia.

Por otro lado, también influye la manera en la que nos han enseñado la materia. En muchas escuelas se enseñan los números de forma aislada, a través de fichas, sin relacionarlos de ninguna manera con su referente real, que es la propia vida. Y sucede lo mismo con las operaciones, se enseña cómo operar de forma mecánica, dando instrucciones, sin permitir que sea el propio niño quien construya el algoritmo. Esto significa que los alumnos deben aprender de memoria, a menudo sin comprender lo que hacen, la manera de resolver una operación. Y muchos creen que no lo entienden porque hay un fallo en ellos, cuando en realidad el problema está en el método de enseñanza.

Las matemáticas surgen de la observación de la naturaleza y sus leyes. En la historia de la humanidad, hay un proceso constante de descubrimientos matemáticos que nacen de la necesidad de resolver los problemas diarios con los que se encontraban nuestros antepasados. Cuando presentamos a los niños situaciones reales en las que tienen que resolver, desde la experiencia práctica, un problema, podemos ver que encuentran la solución con mayor facilidad que sobre un papel.

Esto nos indica que lo primero para aprender matemáticas es haber tenido muchas experiencias prácticas en las que desarrollar la resolución de problemas a través de la investigación propia. Si empezamos con lo abstracto antes de haber tenido este contacto directo con la experiencia, nos saltamos un paso imprescindible.

Los primeros años de vida y también el jardín de infancia son el momento idóneo para dedicarse al juego libre, en un entorno rico en experiencias sensoriales. Jugar en el arenero a construir, calculando pesos y medidas, investigando cómo hacer un dique para que no pase el agua, repartiendo el material a partes iguales, haciendo montones que tengan la misma cantidad, etc. Aprovechar cada paseo en el bosque para observar las plantas y los números que esconden. Descubrirlos también en el cuerpo humano, en las naranjas que hemos recogido del árbol, en los platos que necesito para poner la mesa.

También es muy importante todo aquello que implique percibir y ordenar el espacio y el tiempo: escuchar y recordar cuentos, tomar turnos, ver cuántos somos y quién falta en el aula, recoger y ordenar los juguetes según una característica, comprobar que hay un lápiz para cada uno y un sinfín de actividades que se dan en el día a día del jardín de infancia.

Si llevamos la atención a lo matemático de esta manera, los niños tienen constantemente una sensación de descubrimiento propio que les hace amar los números y les llena de entusiasmo. Y cuando llega la hora de traducirlo al aprendizaje formal, se sienten felices y seguros y se comparan mucho menos, pues ya saben que saben y están ocupados en aprender más y evolucionar a su propio ritmo.

Como ya he contado algunas veces, gracias a mi trabajo como maestra en escuelas Waldorf, he podido acompañar a muchos alumnos como maestra tutora, desde primero hasta sexto de primaria y he visto el efecto que tiene esta manera de enfocar la enseñanza de las matemáticas. Por supuesto, sigue habiendo alumnos que tienen más dificultades que otros, pero aun así, se alegran cuando llega el momento de las matemáticas.

Esto confirma plenamente que sí se puede lograr una enseñanza significativa y que produzca entusiasmo en vez de rechazo, y que todos, sin excepción, podemos llegar a ser grandes matemáticos.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*He elegido la fotografía de un rosal silvestre porque, tanto en el cáliz como en la corola y en el número de hojas, se encuentra el número cinco y sus múltiplos.

Imagen de Gerald Thurner

El respeto a la madurez escolar

Niños jugando al atardecer

Hoy voy a hablar de un tema delicado, difícil de abordar por la vorágine en la que vivimos y el ritmo que marca esta sociedad frenética. Con este texto quiero proponer una mirada profunda al inicio de la escolarización infantil, que tenga en cuenta la madurez de cada niño y ofrezca en cada etapa lo que necesita.

En España, la educación primaria comienza en el año natural en que se cumplen los seis años de vida. Esto quiere decir que, en septiembre, al inicio del curso escolar, hay alumnos que tan sólo tienen cinco años: son aquellos que cumplirán los seis entre septiembre y diciembre, en comparación con otros que ya tienen los seis y que cumplirán los siete a partir de enero.

Este gran rango de edad hace que las clases estén formadas por alumnos que se encuentran en diferentes momentos evolutivos. Unos pocos meses no afectan mucho en la vida adulta, pero al principio de la vida, es otro cantar.

A lo largo de mis años de maestra, he sido tutora de una clase de primero de primaria en dos ocasiones, y en ambas he podido constatar el esfuerzo titánico que hacen los más pequeños para alcanzar a los mayores, y la frustración que supone no conseguirlo y no entender muchas de las cosas que se exponen en el aula.

Ellos no saben de edades y, al compararse con los que creen sus iguales, su autoestima disminuye, pues perciben que la mayoría de las veces no consiguen llegar donde llegan los demás. Esto puede bloquear los aprendizajes e incluso convertirse en un estigma, solo mitigado por un buen profesional de la enseñanza, que sea consciente de esto y ponga su atención en evitar las comparaciones y en ayudar a los alumnos a desarrollar una autoestima sana.

Aun así, es difícil evitar que los alumnos de un mismo grupo se comparen y es una ardua tarea conseguir que se valoren por lo que son y no en relación a los demás.

La situación se agrava por el hecho de que hay niños que necesitan más tiempo para madurar, y si esto coincide con que además sean los más pequeños de la clase, la diferencia es todavía mayor.

Tal y como comentaba en otros artículos, durante los primeros siete años de vida, todo el organismo está ocupado en aprender a moverse de forma coordinada, en el buen desarrollo de los órganos, de los sentidos, del habla, etc. Esto quiere decir que dedicar fuerzas al desarrollo intelectual implica no utilizarlas en el buen asentamiento y manejo del cuerpo. Cuando nos centramos en el aprendizaje formal antes de tiempo, cambiamos las actividades de movimiento libre por otras en las que los niños están sentados y prestando atención. Esto hace que no puedan seguir trabajando su coordinación, equilibrio y lateralidad a tiempo completo. Además, en muchas ocasiones, dedicarse al aprendizaje formal cuando hay procesos de crecimiento físico en marcha no da ningún fruto, pues resulta mucho más difícil concentrarse y realizar tareas mentales; pasa lo mismo que cuando estamos enfermos, nuestras fuerzas van allí donde son más necesarias.

A los seis años, hay niños y niñas que todavía tienen mucho camino por hacer en cuanto al desarrollo físico y no están preparados para prestar atención a lo intelectual. Es por eso que no dejan de moverse y no hacen caso: su sabiduría interior les guía hacia la actividad que conseguirá que se desarrollen de forma sana: el movimiento y el juego libre.

Por este motivo, si intentamos enseñarles a leer y escribir cuando todavía no están preparados, es posible que creemos un rechazo o una dificultad que más adelante no existiría. Tal y como he comentado a menudo, muchos niños aprenden por complacer al adulto, y esto hace que desoigan sus propias necesidades y dejen este importante desarrollo físico en segundo plano para centrarse en aquello que les pedimos. De hecho, están tan atentos a nuestras reacciones que no necesitan que se lo pidamos, perciben inmediatamente aquello a lo que damos valor.

Es preciso que llevemos la atención a estos temas, pues la lectoescritura es la base de la mayoría de los futuros aprendizajes en la escuela, y si aceleramos su enseñanza, en vez de facilitar el proceso de aprendizaje, puede ser que lo estemos bloqueando.

Me pregunto a menudo de dónde viene esta prisa, como si no hubiera tiempo suficiente durante la educación primaria para aprender y afianzar estas habilidades, con paciencia, en el momento adecuado para todos los alumnos, cuando ya están verdaderamente listos y con el entusiasmo preciso para descubrir el mundo de las letras.

Veo muy necesario que encontremos la forma de respetar la evolución de cada alumno, sin prisas, desde la observación individual, dando tiempo suficiente para jugar de forma libre y para construir los andamiajes de toda una vida de aprendizaje, de forma equilibrada y consciente, sin dejar de lado las tan importantes habilidades motrices, el despliegue de un organismo sano, fuerte, flexible y coordinado.

Ojalá podamos transformar todo esto y llevar mayor conciencia y serenidad al acompañamiento de una de las etapas más bonitas e importantes de la vida.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Este artículo es parte de la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber cómo conseguirlo, tienes toda la información en el siguiente enlace: El tesoro del tío William

*Fotografía de Chanwit Whanset

La enseñanza de la lectoescritura desde el arte

Libélula en el trigal

Uno de los rasgos más característicos de la educación Waldorf es la manera en que se enfoca el proceso de aprendizaje de la lectoescritura. Hoy voy a describir brevemente los principios en los que se basa y qué beneficios aporta a la infancia.

Para poder entrar en detalle, explicaré primero cómo concibe Rudolf Steiner el arte de educar. Para él, la educación debe abarcar al ser humano completo, dirigiéndose tanto al desarrollo del intelecto como a lo emocional y a lo volitivo. Esto es especialmente importante en los primeros años de enseñanza pues, tal y como he comentado en muchos de mis artículos, memorizar conceptos que todavía no se pueden comprender ni experimentar, equivale a comer alimentos que no se puede digerir.

En el caso que nos ocupa, sabemos que el arte de leer se ha ido desarrollando a lo largo de la evolución de la cultura. Las formas de las letras, la manera en que se unen entre sí, se basa actualmente en una convención establecida, pero no siempre fue así. En un primer momento, sí que había una relación entre la forma abstracta de las letras y lo que representaban. Y también una intención comunicativa muy clara de una historia, de una experiencia vivida.

La propuesta de la pedagogía Waldorf consiste precisamente en remontarnos a los orígenes de la escritura, cuando la grafía y lo que representaba tenía cierta relación y partía de la actividad pictórica y de una experiencia.

El proceso de aprendizaje parte de una historia contada por el adulto, donde lo que sucede está relacionado con una palabra que empieza por una letra. Esta palabra, además, representa algo que tiene una forma muy similiar a esa letra. Por ejemplo, si vamos a trabajar la letra “m”, la historia puede ser sobre dos amigas que deciden hacer una excursión hacia una montaña muy alta que tiene dos picos iguales.

Después de contar la historia, se dibuja una escena en la pizarra y allí los niños descubren la letra escondida, a través de las pistas sonoras de las palabras de la historia. Esto conlleva un ejercicio de asociación de todos sus sentidos y conocimientos previos, al tiempo que apela a lo emocional, a través de la alegría del descubrimiento y de las experiencias que se suceden en la historia. Tras descubrir la letra, los alumnos dibujan la imagen con todos sus detalles y practican la escritura de la letra. Y por último, leen lo que han escrito. Esto sucede a lo largo de varios días.

La parte artística armoniza el aspecto más intelectual y convencional de la escritura y de su continuación, la lectura. Este es el camino de la voluntad: inicia con la parte donde el niño está plenamente activo, en el dibujo y en la escritura, para llegar hasta la lectura, que es la parte más intelectual del proceso.

Cuando trabajamos desde lo artístico, el aprendizaje se convierte en algo mucho más significativo y sencillo de asimilar. Se produce en los niños un entusiasmo muy particular y cada día llegan a la escuela deseando descubrir una nueva letra. El arte actúa de manera profunda sobre la naturaleza del ser humano, lo alcanza en su conjunto. Consigue unir lo intelectual, con el sentir y el hacer.

Se genera una mayor capacidad para recordar, pues todo lo que se descubre desde la emoción y la actividad propia, se integra de forma mucho más profunda. De hecho, la palabra “recordar” proviene del latín “recordari”, que significa literalmente “volver a pasar por el corazón”i.

Tal y como describía antes, es importante iniciar el aprendizaje por la escritura, pues esta parte del proceso requiere que el niño se implique completamente, desde la acción de las manos y su coordinación con la vista, hasta el reconocimiento de cada grafía. Más tarde, cuando empiece a leer, podrá identificar con facilidad aquellas formas que primero elaboró con todo su ser. De esta forma, la lectura equivale a reconocer algo que ya hemos experimentado, y esto facilita ese “recordar” del que hablaba.

Este sería el proceso de aprendizaje de la lectoescritura, que abarcaría el primer año de escuela primaria. Hay muchos motivos por los cuales es importante esperar a la madurez escolar para inciar este proceso; es un tema profundo que abarcaré en mi próximo artículo para darle el espacio que merece.

Como pensamiento final, siento que, en algunos sectores de la educación, se está perdiendo la visión global, inclinando la balanza hacia una enseñanza cada vez más abstracta y alejada de la vida, separando en compartimentos estancos conocimientos que integran un todo completo, sustituyendo por pantallas la experiencia real que aporta el juego libre y el arte.

Esto dificulta el aprendizaje y la comprensión profunda, llevándonos a conocer solo una parte de la realidad, desde una perspectiva meramente intelectual, desconectada del sentir. Y lo más alarmante es que sucede desde edades muy tempranas, reduciendo el juego y las actividades artísticas a unas pocas horas semanales, olvidando el lugar que deberían ocupar en la enseñanza.

Ojalá podamos recuperar la noción de la importancia del arte y el juego en la educación y, por supuesto, en nuestras vidas.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Este artículo es parte de la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber cómo conseguirlo, tienes toda la información en el siguiente enlace:

El tesoro del tío William

Cómo acompañar a la infancia en su desarrollo integral

Cuando observo la forma en la que se enfoca la enseñanza de los más pequeños, tengo la sensación de que hay cierta prisa. Cada vez se introduce la lectoescritura y la enseñanza de los números a edades más tempranas, en detrimento de actividades de juego libre. En este artículo voy a hablar sobre el efecto que esto puede tener en la infancia y la importancia de ofrecer en cada momento lo que necesita, desde la escuela y el hogar, sin adelantar etapas y respetando su necesidad de movimiento.

Si observamos atentamente a un recién nacido, veremos que todas sus fuerzas están ocupadas en hacerse dueño de su cuerpo; en aprender a vivir dentro de él. Pasa su tiempo de vigilia practicando movimientos, aprendiendo a coordinar su mirada y su mano, ensayando sonidos, sonrisas, agitando sus extremidades. Toda su atención está entregada a descubrir cómo funciona su cuerpo y a desarrollar sus habilidades físicas. Practica con gran voluntad, sin cejar en su empeño de seguir aprendiendo y evolucionando ni un solo instante.

Desde fuera podemos ver solo la punta del iceberg, pues también en su interior se están produciendo de forma ininterrumpida procesos de crecimiento, que darán lugar al desarrollo sano de sus órganos y al correcto funcionamiento del organismo en general.

Este desarrollo es especialmente intenso entre el nacimiento y los siete años, cuando se empiezan a caer los dientes de leche. Durante estos primeros años, la actividad física, el movimiento y el juego libre, son experiencias imprescindibles para la adquisición del equilibrio y para un crecimiento sano y completo.

Tener esto en cuenta a la hora de diseñar la educación temprana de la infancia es esencial. Gran parte de las fuerzas disponibles deben dedicarse a este despliegue físico y de coordinación; centrarse en el desarrollo del pensamiento abstracto cuando todavía no se domina el movimiento del cuerpo físico es como intentar aprender matemáticas cuando se tiene gripe. Es un empleo de energía en algo que no puede dar frutos reales en ese momento. Y digo reales porque, aunque un niño de cuatro años pueda aprender a sumar o restar, o incluso a leer, no lo hace desde una comprensión real, sino desde la memorización y la imitación.

Los niños necesitan nuestro amor y protección y, cuando perciben que al adulto le alegra algo, o le hace sentir orgulloso, lo van a intentar de cualquier modo, aunque sea contrario a su propio desarrollo. Esto es muy importante a la hora de planificar su educación, pues si nos basamos en lo que los niños aparentemente pueden hacer, es posible que estemos avanzando etapas que todavía no son apropiadas. Que sean capaces de hacer algo no significa que sea bueno para su desarrollo.

Cuando iniciamos la educación intelectual formal de la infancia antes de tiempo, estamos pidiendo a los niños que escuchen y entiendan a la vez que practican la coordinación entre los ojos y las manos, la presión motriz para sujetar un lápiz, la capacidad de estar sentado y prestar atención solo al adulto, y un sinfín de habilidades que todavía están en desarrollo. Esto dificulta ambos procesos y hace que muchos niños fracasen antes de empezar.

Lo que necesitan a esta edad es moverse y actuar, transformar el medio en el que están, calcular el peso de su cuerpo y otros objetos a través del juego con diferentes materiales, descubrir a qué velocidad pueden correr, seguir con la mirada el movimiento de animales, objetos, personas, etc. Y de ninguna manera es beneficioso que estén sentados en una silla largos periodos de tiempo prestando atención a un solo estímulo, que suele estar fuera de su contexto real. La educación integral tiene que ver con la experiencia en primera persona, con el conocimiento del mundo a través de los sentidos, en un contexto lo más natural posible.

Desafortunadamente, a menudo se considera que hay que aprovechar el potencial de aprendizaje intelectual del niño desde sus primeros años de vida, ya sea para aprender idiomas como para la práctica formal de un instrumento musical o las matemáticas, sin tener en cuenta la importancia del movimiento y el juego libre, imprescindibles para un buen desarrollo del equilibrio y la coordinación, entre otras cosas.

Todo esto, a nivel de desarrollo fisiológico, puede desembocar en problemas atencionales. También a nivel anímico puede crear gran inseguridad y la sensación de no entender nada, de no ser capaz, cuando en realidad no es el momento adecuado para ese tipo de enseñanza. Es un daño al mundo imaginativo del niño y a su proceso de desarrollo, pudiendo incluso mermar su capacidad de asombro e interferir en su habilidad para relacionarse con los demás.

Es cierto que hay niños que, por su propia motivación, tienen una inclinación especial al aprendizaje de las letras, o de los números, y lo hacen por sí solos, sin ayuda alguna y sin que los adultos hayan intervenido. En estos casos, por supuesto, hay que acompañarlos en su alegría al descubrir cosas nuevas, evitando aprovechar la situación para llevarlos más allá con nuestros conocimientos, y equilibrando este desarrollo intelectual con mucho juego libre y experiencias sensoriales.

Tanto Piaget como Rudolf Steiner indican que la adquisición del pensamiento operativo concreto se da a partir de los siete años, cuando el niño ya ha adquirido gran dominio sobre su cuerpo físico y, las fuerzas que estaban implicadas en el crecimiento, se van liberando para dedicarse al desarrollo del pensar. Aun así, esto no sucede inmediatamente, se trata de una etapa que dura otros siete años y que tiene su culminación a los 12, cuando aparece el pensamiento abstracto.

Si observamos qué sucede a partir de los 12, veremos que también hay una etapa en la que los adolescentes no pueden concentrarse plenamente en el aprendizaje. Esta etapa coincide con un nuevo desarrollo físico, el final de la niñez y el inicio de la adolescencia, el desarrollo de los órganos sexuales y todos los cambios hormonales y anímicos que esto implica. En ese momento, el mundo emocional cobra vital importancia y es preciso tenerlo en cuenta y acompañarlo, en vez de exigir de nuevo que, en lugar de prestar atención a lo que sucede en su cuerpo físico, se desconecten de su sentir para centrarse solo en lo intelectual. Hay que encontrar un equilibrio y proponer todo aquello que permita, además, una expresión sana de lo emocional, como por ejemplo, experiencias plásticas o musicales.

Es de vital importancia que tengamos esto en cuenta a la hora de acompañar a la infancia en sus aprendizajes, pues evitaría grandes frustraciones y facilitaría un desarrollo físico, emocional e intelectual mucho más sano y equilibrado, reduciendo el fracaso escolar y preservando la alegría de descubrir y aprender cuando se está verdaderamente listo para ello.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«