Cómo acompañar el desarrollo emocional en la adolescencia

En el último artículo hablaba sobre la importancia de la experiencia propia como base del aprendizaje en la infancia. Esto evoluciona y se transforma a partir de los doce años, así que hoy voy a ampliar el tema, llevándolo al terreno del acompañamiento del desarrollo emocional en la adolescencia.

El ser humano necesita ser reconocido y escuchado, en todas las etapas de la vida. En la adolescencia, que es cuando más se necesita ese reconocimiento, es cuando resulta más difícil para los adultos darlo. ¿Por qué? Porque el adolescente pone en duda nuestras creencias más firmes sobre la vida, aquello que sustenta el modo en que hacemos las cosas y las elecciones que hemos hecho y hacemos cada día.

Algunas de estas creencias las hemos heredado, otras las hemos adquirido a través de las situaciones que hemos experimentado o las hemos adoptado porque son lo adecuado según la sociedad en la que estamos inmersos. Todas ellas están fuertemente enraizadas en nosotros y es muy posible que las percibamos como la única manera en la que se deben hacer las cosas. Incluso aunque no nos causen felicidad, sentimos que la vida es así y es así como se debe vivir.

Cuando tratamos de transmitir nuestra forma de ver la vida a un adolescente, no tiene más remedio que rebelarse. Necesita romper con todo para descubrir sus propias normas, debe experimentar por si mismo para poder actuar con plena responsabilidad y conciencia. No le sirve nuestra experiencia, porque es una persona diferente a nosotros y no tiene el mismo entorno ni las mismas circunstancias que dieron lugar a nuestro saber.

Cuando tiene un conflicto o una nueva situación, lo que realmente necesita es poder expresar su opinión, escuchar su propia voz expresar lo que su mente discurre, argumentar sus ideas sin tener ya encima el peso de las nuestras.

Y después, si somos capaces de escuchar con plena apertura y sin prejuicios, es posible que incluso nos pida nuestra opinión.

No debemos decidir por él, podemos pintar una imagen, aportar nuestro saber sin imponerlo, contar una pequeña anécdota de una situación similar que hayamos vivido, de alguna vez que hayamos metido la pata hasta el fondo. Pero siempre dejando la puerta abierta a posibles opciones, sin sentenciar a una única salida.

El problema es que queremos evitar que se equivoque, porque sentimos que va a sufrir. Queremos allanar el camino, ahorrarle disgustos y a veces incluso, caminar por él, haciendo aquello que debería hacer por sí mismo. Y esto mina su confianza, pues el mensaje que escucha es: “Te vas a equivocar, tú no sabes, no puedes, yo lo hago por ti”, aunque no lo expresemos con palabras.

Nos puede ayudar recordar cuando era bebé e intentaba aprender a darse la vuelta solo. Ese momento en el que dejas al bebé sobre la cama boca arriba e intenta darse la vuelta para ponerse boca abajo. Hasta que lo aprende, se frustra y llora. Nos encantaría poder decirle cómo se hace, pero no podemos. Ni siquiera poniéndonos al lado y haciéndolo nosotros para que nos imite. No funciona, lo tiene que aprender desde dentro, tras muchos intentos fallidos. Y si le damos la vuelta, entonces intenta volver a darse la vuelta o se pone a llorar, porque lo que quiere es aprender y hacerlo solo. Lo único que podemos hacer es acompañarlo en su sentir, en su frustración, y confiar en que un día será capaz de darse la vuelta. Y así sucede cuando llega el momento.

Esta imagen nos puede ayudar a entender qué necesita verdaderamente un adolescente: Confianza. Apoyo y acompañamiento en sus descubrimientos. Cariño. Que lo miremos con amor y una sonrisa, sabiendo que llegará donde se proponga. Y, si nos pide consejo, unas palabras amables que no determinen una única verdad absoluta, sino que apunten a las posibilidades que tiene la vida.

Desde este enfoque dejamos en sus manos las decisiones que les conciernen, evitando intervenir incluso si no estamos de acuerdo. Y decidimos en aquellas que nos competen como padres y educadores. Esto es lo difícil, entender la diferencia entre ambas cosas y saber cuándo debemos dejar ese espacio de decisión. Una pista puede ser sentir qué aspectos son esenciales para ellos y qué otros aspectos tienen que ver más con la convivencia o con la enseñanza. Cuanta más autonomía podamos dar, sin abandonar lo que consideramos esencial, mejor.

Por ejemplo, si llega el fin de semana y quiero que mi hija venga conmigo al teatro, pero ella prefiere quedar con sus amigos, debo respetar esa decisión. Estamos hablando ya de los catorce años en adelante. Si insisto en que venga en contra de sus deseos, solo voy a conseguir despertar aversión y minar mi autoridad. Sin embargo, si dejo que elija estar con sus amigos, quizá descubra más adelante la belleza del teatro. O no. Pero por lo menos no habremos creado rechazo. Esto también sucede si intento convencerla diciéndole lo mucho que me gustaría que viniese; si se siente obligada a venir para que yo me sienta bien, produce el mismo efecto.

A partir de los 12 años, la socialidad con los iguales ocupa el puesto prioritario. Todo lo demás es secundario. Los adolescentes necesitan entenderse con el otro, encontrar su lugar, aprender a decir lo que piensan y ser parte del grupo sin perder su individualidad. Es el momento de hacer este trabajo y ellos inconscientemente lo saben. Por eso lo piden y lo buscan. Si los sacamos de ahí para hacerles ver algo que como adulto consideramos cultura, lo que conseguimos es que no lleguen a disfrutar ni una cosa ni la otra.

Ni que decir tiene que hay tiempo para todo, y que, si hemos sembrado ciertas semillas durante la infancia, es muy probable que sí que quieran seguir haciendo algunas cosas con nosotros, o practicando hobbies que ya están instaurados desde la infancia, como tocar un instrumento, hacer deporte o actividades artísticas. Esto puede acompañarlos y ser un pilar básico en las transiciones de la vida.

En cualquier caso y como conclusión, lo esencial a la hora de acompañar el desarrollo emocional en la adolescencia es recordar que cada uno encuentra su felicidad en su propio camino y que todos necesitamos ser reconocidos en nuestra esencia y en nuestro sentir. Y que lo que más puede acompañar a otro ser humano es el calor de la confianza y el amor.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Foto de Helena Lopes

Cómo reparar los efectos de la pandemia en las relaciones sociales

Hace unos días recordaba las reflexiones que gran parte de la sociedad hizo al principio de la pandemia, durante los meses de confinamiento. Aquel parón forzado nos dio la oportunidad de pensar sobre la forma en que vivimos y el efecto que tenemos sobre el medio que nos rodea. Yo incluso sentí que un nuevo modo de vida, más sano y más respetuoso con la naturaleza, era posible, y que aquella situación podía enseñarnos a valorar lo que realmente nos hace felices.

La realidad es que, ese primer momento de reflexión, se perdió en gran parte cuando volvimos a la calle. El miedo y las restricciones nos llevaron a separarnos todavía más unos de otros y a dejar de vernos de forma amigable y positiva. Se instaló la desconfianza y el temor por la incertidumbre de no saber de dónde venía el peligro.

Había personas que seguían a rajatabla las instrucciones de las autoridades y otras que no; unas por convicción, otras por el qué dirán, algunas por cansancio acumulado y muchas por miedo, lo que llevaba a cada persona a defender su propia verdad como única opción y juzgar al otro como erróneo. Era común encontrar campos de batalla entre familiares y amigos, entre colegas en el trabajo.

Toda esta situación, que se ha expandido en el tiempo hasta el día de hoy, unida al aumento del uso de pantallas y redes sociales, ha tenido un efecto desastroso en la sociedad, creando una gran distancia entre las personas y una sensación de hartazgo y desconfianza enorme.

Encuentro más que nunca a personas que no ven a los demás, que no los registran ni los reconocen. Se cuelan en las rotondas y en la cola del supermercado y del autobús, o se chocan contigo porque no te han visto, y si te han visto, no les ha importado. Es como si el otro hubiera dejado de ser un igual, de ser persona. Hay una creciente ceguera que solo nos permite percibir, con suerte, a los de nuestro clan, y sin ella, a nosotros mismos y nada más. Es una especie de modo de supervivencia, en el que la ley del más fuerte, o en este caso, del más rápido, está volviendo a imperar, escalando como nunca la agresividad y el desdén hacia los demás.

Me parece urgente que abramos los ojos y hagamos todo lo que esté en nuestra mano para sanar estas emociones y volver a ver las relaciones interpersonales como fuente de bienestar, salud y felicidad. Especialmente por la infancia y por la juventud. Han tenido que vivir reprimiendo lo que en estas edades es más necesario; el contacto físico, la caricia, la sonrisa, el juego, los abrazos, las charlas interminables con los amigos… Algunos han pasado al extremo opuesto y ya no consiguen relacionarse con nadie, excepto con los familiares más cercanos, otros intentan recuperar el tiempo perdido quizá con una punzada de culpabilidad. Sea como sea, todos ellos necesitan de nuestro apoyo para poder recuperar la tranquilidad, la confianza y la alegría.

Una de las maneras más sencillas que conozco para ello es volver a la naturaleza. Hemos pasado un tiempo de mucho pensar y mucho temer, un tiempo en el que nuestra mente era la gran protagonista y reinaba sobre todo lo demás. Necesitamos hacer borrón y cuenta nueva y sentir que tenemos la suerte de estar vivos; habitar nuestro cuerpo, percibir el calor del sol y la caricia del agua en la piel, tocar tierra, caminar por la arena…

Si unimos esto a volver a mirar a los ojos a las personas que se crucen en nuestro camino, ofrecer una sonrisa, una palabra amable, un “pasa tú primero que llevas cuatro cosas” en el supermercado y un interés genuino por el bienestar del otro, conseguiremos volver a sentir la grandeza de ser humanos y estar vivos, juntos.

Ojalá así sea.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora del libro Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Foto de Jamie Taylor