Cómo desarrollar una autoestima sana: los cimientos de la salud emocional

Tener una autoestima sana es una de las bases principales de nuestra salud emocional. Por este motivo, siguiendo la línea de mis últimos artículos, voy a compartir algunas ideas sobre cómo lograr una autoestima equilibrada y cómo acompañar a la infancia en este mismo camino.

Una definición sencilla de autoestima sería la percepción que tenemos de nosotros mismos. Esta percepción se va formando desde que nacemos, a través del espejo de lo social. Cuando me comparo con el otro, saco conclusiones sobre cómo soy yo; ¿cómo podría considerarme alta o baja si no hubiera nadie más?

La comparación con los demás puede hacer que me sienta bien o no; si mi velocidad a la hora de aprender a leer es inferior que la del resto de mis compañeros, probablemente me sienta mal y piense que no se me da bien o que hay algo en mí que no funciona. Si, al contrario, se me da fenomenal y aprendo a la primera todo lo que me explican, seguramente desarrolle un autoconcepto alto de forma natural.

Esto se ve agrandado o disminuido según la reacción que perciba en el otro. Lo que mis seres queridos y las personas que veo habitualmente digan sobre mí va a tener un fuerte efecto en mi autoestima. La familia, los maestros, mis compañeros de clase, mi pareja; todas estas personas ejercen una influencia constante en la percepción que tengo de mí, pues, como decía antes, son el espejo en el cual me reflejo a diario.

El alcance de esta influencia depende del temperamento de cada uno. Hay personas que nacen ya muy seguras de sí mismas y no tienen demasiado en cuenta lo que los demás puedan opinar. Otras, sin embargo, se dejan llevar por los comentarios ajenos, que pueden incluso cambiar su autoconcepto. Todos estos factores van a tener un impacto la forma en la que me percibo y van a sentar las bases de mi autoestima.

Es importante tener en cuenta si estos factores son coherentes entre sí. Puede ser que lo que me llega del entorno y lo que yo pienso sobre mí coincida o no. Es posible que lo que dicen las personas que me rodean sea muy positivo y, sin embargo, mi experiencia diaria me diga lo contrario. O al revés. Esto crea una situación de incongruencia que hace que mi autoestima sea inestable, y que varíe de un momento a otro, de un extremo al otro, produciendo grandes inseguridades e incluso ansiedad. También se produce cuando mis referentes cambian de opinión muy a menudo y me ofrecen una imagen diferente o incluso contradictoria según el momento.

Cuando la autoestima es baja o muy variable, vivimos en búsqueda de la aprobación exterior; queremos que el otro cubra una carencia que solo nosotros podemos solucionar. Cuando nuestra autoestima es alta, nos sentimos seguros y con fuerzas para emprender cualquier cosa que se nos ocurra.

Pero el quid de la cuestión no radica en si soy más inteligente o menos, sino en el valor intrínseco que tengo solo por existir. Es esto lo que tenemos que trabajar, tanto con la infancia como con nosotros mismos. Nuestro valor no depende de ser altos o bajos, de leer rápido o despacio. O de lo que los demás piensen o digan sobre nosotros. Todos tenemos la suerte de haber nacido en este mundo, y sólo por eso, somos merecedores de amar y ser amados. Sin más. Sin condiciones. Sin juicios. Sin tener que ser de otra manera. Ni más guapos ni más listos ni más simpáticos. Ni portarnos mejor. Somos como somos y solo por eso somos valiosos y merecemos el respeto del otro.

Cuando comprendemos esto, cuando nuestro valor y nuestra dignidad ya no depende del exterior ni de que seamos de una u otra manera, empezamos a aceptarnos y a sentirnos bien. Esto es algo fundamental en el desarrollo de una autoestima sana y estable y es lo que nos puede guiar a la hora de acompañar a la infancia.

Si yo soy capaz de percibir a los demás como dignos de amor y de respeto tal y como son, voy a crear el ambiente necesario para que esas personas también lo sientan así y puedan mostrarse de forma natural.

Esto no significa que no sea necesario cambiar y transformarse. Significa que los cambios deben venir del interior, de una necesidad interna de hacer las cosas de otro modo porque nos damos cuenta de que así seremos más felices. Y no de nuestra carencia de amor o de nuestra necesidad de ser aceptados por el otro. Si yo cambio por una exigencia exterior, estoy poniendo en peligro mi integridad y mi autoestima. Otra cosa es que yo vea el efecto que tiene mi acción en el otro, y por amor al otro y a mí misma decida cambiar. Es muy diferente.

La labor del otro, en este caso, sería expresar cómo se siente ante lo que sea que suceda, sin poner en la balanza su amor por nosotros. Y si finalmente uno de los dos debe dejar algo esencial de sí mismo para que la relación funcione, lo más sano es que cada persona siga su camino, con amor y desde el amor.

En el caso concreto de la infancia, para acompañar el desarrollo de una autoestima sana, tendremos que fijarnos en todos los aspectos que hemos comentado.

Si vemos que depende demasiado de nuestra opinión para valorarse, nuestro esfuerzo irá enfocado a que escuche su propia percepción. Si intentamos elevar su autoestima con comentarios positivos sobre su conducta, lo más probable es que reforcemos su dependencia y su búsqueda de aprobación. En vez de decirle cuánto nos gusta lo que hace, podemos preguntarle si ha disfrutado haciendo lo que sea que esté haciendo y si se siente feliz.

Es importante evitar en lo posible las comparaciones y toda etiqueta o juicio sobre su forma de ser o sus cualidades, así podrá elegir aquello más acorde con su esencia y no lo que piensa que nos gusta a nosotros. El mensaje de fondo es: “Elijas lo que elijas, eres importante para mí y te quiero”.

Como decía antes, esto no puede ser un argumento para pasar por alto conductas inapropiadas o que hacen daño al otro; cada cosa tiene su lugar, puedo expresar que algo es inadecuado o que no está bien sin supeditar mi amor a que cambie su forma de ser o se amolde a lo que yo quiero. El amor no puede ser moneda de cambio.

También es preciso crear un entorno en el que todas las cualidades tengan su lugar, en el que la comparación sea solo con uno mismo para ver la evolución propia, en el que no exista el juicio y la crítica destructiva, el desdén o la falta de respeto ante las elecciones ajenas o la forma de ser de los demás. Ese entorno debe ser un lugar donde la infancia tenga un espacio de encuentro con el otro, de expansión, de descubrimiento. Así favoreceremos un desarrollo sano de la autoestima, sin restarle importancia al trabajo interior que cada uno necesita hacer a lo largo de la vida para superar todo aquello que impida evolucionar y para relacionarnos de forma sana con los demás.

Cuando las personas nos sentimos queridas y valoradas simplemente por existir, no necesitamos aferrarnos tan intensamente a nuestras opiniones y somos mucho más libres y capaces de transformarnos, porque sabemos que somos mucho más que eso, y que nuestro valor radica en la grandeza de estar vivos y ser capaces de amar.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

La gestión emocional en la infancia y en la vida adulta

Uno de los aspectos más complejos de la crianza y de la educación es la gestión del mundo emocional; cómo entender y acompañar a la infancia en el desarrollo de algo tan íntimo como son las emociones y cómo entender al mismo tiempo las que se generan en nuestro interior.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que el carácter de cada uno y las emociones que emanan de nuestra forma de ser son algo innato. Al igual que nacemos con una estructura ósea concreta, o con los ojos de un color determinado, también hay ciertas características de nuestra personalidad que se dan desde el nacimiento. Podemos tener cierta tendencia a la melancolía, al enfado o ser más impulsivos y nerviosos. Son rasgos que configuran nuestra personalidad y, al igual que el color de nuestros ojos, es algo que no podemos cambiar. Sin embargo, si nos lo proponemos, sí que podemos transformar la forma en la que expresamos estos rasgos y actuar de manera más consciente.

Las características que conforman nuestra personalidad no son ni buenas ni malas. Son las que son, y lo importante es conocernos bien para entender una parte primordial de nuestro lenguaje interior, que son las emociones. Ellas son quienes nos dicen qué está pasando, nos hablan del pasado y del futuro, de nuestra forma especial de ver el mundo, de nuestra capacidad para sentir y de nuestras necesidades más profundas.

Cuando somos capaces de aceptarnos y de comprendernos plenamente, sin juicios, podemos elegir transformar nuestras acciones y, en vez de dejarnos llevar por las emociones, podemos escucharlas, acogerlas y entender el mensaje que traen antes de actuar. Si no somos capaces de aceptar y comprender nuestro propio temperamento, difícilmente vamos a poder acompañar de forma sana a la infancia, así que lo primero será indagar en nuestro interior.

Todos los temperamentos tienen un opuesto con el que chocar, y la vida lo suele colocar cerca para que podamos ver y entender nuestras reacciones. Es común que alguien muy melancólico tenga un hijo totalmente colérico y viceversa. Esto nos ayuda a entender lo que comentaba antes, que no hay rasgos buenos o malos, sino fuerzas que nos ayudan a expresarnos en el mundo, y sólo mediante la aceptación y la comprensión lograremos integrarlas y sentir la cohesión y la coherencia que necesitamos para poder elegir conscientemente nuestro camino.

Para poder entendernos mejor y acompañar a la infancia en su desarrollo es preciso saber reconocer estos rasgos y aprender a expresarlos de forma sana. Voy a describir unas ideas básicas que pueden ayudar en esta tarea:

En primer lugar, es importante conocer los diferentes temperamentos que se dan en las personas. En pedagogía Waldorf, según las indicaciones de Rudolf Steiner, estudiamos cuatro temperamentos básicos, que a menudo se combinan entre sí: colérico, sanguíneo, melancólico y flemático. Esta clasificación tiene su origen en Hipócrates y ha sido desarrollada en el campo de la psicología por muchos pensadores a lo largo de la historia. No entraré a describir cada uno de ellos en detalle, pero si se quiere profundizar, se puede encontrar información al respecto con facilidad.

Una vez conocemos los temperamentos, podemos reconocer los rasgos que los conforman en nosotros y en los demás. Esto nos sirve para ver nuestros impulsos y poder gestionarlos. No se trata de que nos sirva de excusa para no cambiar o para justificar el comportamiento propio o ajeno. Puede suceder, cuando uno descubre que tiene un carácter concreto, que se conforme con ello y lo vea como algo imposible de evitar, pero esta no es la idea. Lo suyo es saber cómo enfocarlo para poder conseguir un desarrollo sano y una vida feliz, tanto en lo social como en lo individual.

Por ejemplo, si uno se da cuenta de que es muy colérico, no puede justificar sus ataques de ira por ello. Más bien, sabiendo que existe la tendencia al enfado, necesita una estrategia que le ayude a parar y respirar cuando sienta que la ira toma el control. Y una vez restablecida la calma, investigar qué es lo que le ha hecho enfadar y buscar una solución desde esa calma y no desde la ira. Es decir, necesita escuchar el mensaje que la ira trae y solucionarlo en un momento posterior. Cuando no se trabaja este temperamento y se pierden los estribos cada dos por tres, en vez de resolver los problemas que subyacen al enfado, suelen empeorar. Como decía mi padre, y a su vez, mi abuelo, “el que monta en cólera se apea de su inteligencia”. Así que hay que esperar a que pase la cólera antes de actuar.

Esto también se puede aplicar al acompañamiento a la infancia. Si nuestra hija es muy colérica, no sirve de nada que intentemos razonar con ella o le digamos lo que está bien o mal en el momento del enfado. No nos puede escuchar. Hay que esperar a que pase la tormenta para hablar sobre lo sucedido. Es preciso ofrecer herramientas para gestionar la ira, como respirar despacio hinchando los pulmones suavemente, contar hasta diez, etc. Esto se puede practicar en otro momento y recordárselo en el momento del enfado.

Otro ejemplo sería el temperamento melancólico. Si tenemos un hijo muy melancólico y le decimos constantemente que se anime y que no es para tanto, lo único que vamos a conseguir es que sienta con más fuerza sus penas y que tenga más necesidad de demostrarnos lo graves que son. Cuanta más importancia se quite a su emoción, más fuertemente la sentirá él, pues necesita demostrarnos que lo que siente es real. Es preciso que veamos su dolor, no que lo neguemos.

Cuando somos capaces de acompañar su pena, empatizar e incluso contarle aquella vez que también nosotros tuvimos una pena enorme, es muy probable que se relaje y se sienta escuchado y querido. Si además le mostramos que, aunque sea muy difícil, sabemos que tiene una gran fuerza interior y que le vamos a acompañar en lo que necesite, es muy probable que también él sienta esa fuerza y se anime a afrontar lo que le preocupa.

Se trata, como decía al principio de este artículo, de acoger las emociones en vez de negarlas, en vez de discutirlas. Desde la aceptación de la emoción podemos escuchar el mensaje que nos trae. Es entonces cuando cumple su función y deja de ser necesaria. Es entonces cuando encontramos la calma y la fuerza para hacer lo que nos proponemos.

Cuando practicamos con nuestras propias emociones en el día a día, conseguimos avanzar y comprendernos mejor. Y es así como conseguimos la empatía necesaria para acompañar a la infancia en la gestión sana de su mundo emocional.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

El sentido de las rabietas y cómo gestionarlas

Las rabietas son una de las primeras expresiones emocionales que aparecen en la infancia y también uno de los temas más complejos de gestionar en la crianza. En este artículo hablaré sobre cómo acompañarlas de forma que sigan siendo una expresión sana y no se transformen en una demanda incontrolable que genera tensión y malestar.

Para poder entender mejor qué son y por qué se producen, es preciso ir a los primeros años y ver el mundo desde ese punto de vista. La infancia es la etapa de la vida en la que todo se hace por primera vez; cada día aparecen nuevos aprendizajes que se consiguen integrar después de un tiempo de práctica constante y mucho tesón.

Los procesos de crecimiento son fuente de grandes frustraciones, pues se dan multitud de situaciones que colocan al niño en la posición de no ser capaz de hacer algo y tener que aprender desde cero, a través del ensayo y el error, hasta que lo consigue. Requieren fuerza de voluntad, esfuerzo, paciencia y tolerancia a la frustración.

Es precisamente esa frustración la que impulsa el aprendizaje, es la llama que enciende la voluntad hasta que se consigue lo que se intenta y, de ese logro, nace la autoestima y la confianza en las propias capacidades.

Pero mientras no se logra el objetivo, la frustración puede producir mucha tristeza, enfado y otras emociones. Si como adultos somos capaces de empatizar e imaginar cómo nos sentiríamos ante esa situación que se repite constantemente, podemos entender por qué surgen lloros sin motivo aparente o enfados y peticiones que parecen irracionales, y acompañarlos como lo que son, la expresión sana de la frustración que produce el crecimiento.

Es importante entender que esta expresión no siempre aparece en el momento, puede aparecer mucho después por una causa aparentemente nimia, que recuerde al niño una situación anterior, un poco como la gota que colma el vaso. Según el carácter del niño o la niña, todas estas frustraciones harán más o menos mella y se expresarán en mayor o menor medida. En ocasiones se puede incluso necesitar regresar a un estadio anterior, donde todo sea fácil y conocido, donde no se tenga que hacer un esfuerzo constante de aprendizaje.

En todo este proceso de crecimiento, la reacción del adulto tendrá un efecto muy potente sobre el niño. Si cuando vemos que no logra hacer algo lo hacemos por él, le quitamos la oportunidad de aprender por sí mismo y le hacemos dependiente de nuestra ayuda. Al no tener que esforzarse, no puede poner en marcha sus fuerzas para desarrollar sus propias capacidades. Además, es posible que ahora no lo pueda hacer porque no ha llegado el momento madurativo, y que, en unos meses, sea capaz de hacerlo por sí mismo sin ninguna ayuda.

Esto no significa que no podamos acompañar a los niños en sus aprendizajes; podemos estar a su lado y servir de apoyo, evitando conscientemente hacer por ellos las cosas que pueden conseguir por sí mismos. No es tarea fácil, pues para poder distinguir qué pueden hacer solos es necesario una observación profunda y una presencia atenta y sin prisas, que permita que nuestra intuición nos diga lo que realmente se necesita en cada momento. También requiere que seamos capaces de entender y de transmitir a los niños que no siempre se consigue lo que uno quiere cuando uno quiere, que las cosas suceden en el momento preciso, y que no por ello hay que rendirse o dejar de intentarlo.

El origen principal de las rabietas es justamente este: no conseguir lo que uno quiere cuando uno quiere. Y el quid de la cuestión es el siguiente; si yo no dejo que mi hija se frustre en las pequeñas cosas y alivio su frustración dándole lo que quiere, voy a tener que seguir haciéndolo continuamente, porque no va a aprender a tolerar la frustración que se desprende de todo aprendizaje. Además, si cada vez que tiene una rabieta, le doy lo que pide, estaré dotando de sentido comunicativo la rabieta. Es muy importante entender esto: Lo que mi hija percibe es que cada vez que tiene una rabieta consigue lo que quiere. Es decir, que la rabieta pasa de ser una simple y sana expresión de frustración a ser un modo de conseguir lo que uno quiere de forma fácil y sin esfuerzo. Y cuando esto sucede, las rabietas aumentan en cantidad y volumen.

Si hemos actuado de esta manera desde que nuestros hijos eran bebés, va a requerir mucho esfuerzo cambiar esta dinámica, pero es posible. Hay que entender cómo acompañar la frustración y ser capaces de estar al lado de los niños durante las rabietas, ofreciendo nuestro apoyo emocional y nuestro cariño sin ceder a las peticiones, comprendiendo su necesidad y su frustración y a la vez, permaneciendo firmes en nuestras decisiones. Cuanto mayor sea el niño, más larga será la rabieta y más esfuerzo nos requerirá permanecer en nuestro centro, pero una vez seamos capaces de entender esto y acompañar la tormenta, también el niño lo comprenderá en su interior y empezará a tolerar la frustración. Esto le ayudará a buscar otras maneras de expresar lo que necesita y también a pedir el apoyo del adulto desde la calma y la confianza.

Un caso aparte serían las rabietas que provienen de un exceso o una falta de límites. Cuando decimos “no” todo el tiempo sin dejar que los niños decidan sobre nada que les atañe, es muy difícil que no existan las rabietas, y si no existen es también un problema pues, tarde o temprano, esta necesidad de expresión propia que tenemos todos los seres humanos estallará. Es primordial entender cuáles son los límites esenciales y necesarios y cuáles no. En este artículo no hay lugar para profundizar sobre ello, pero una pista sería observar cuántas veces al día estamos dirigiendo o interviniendo en la actividad infantil y equilibrarlo con momentos de actividad libre cuando sea posible. Igual de perjudicial es decir que “sí” a todo; si rara vez intervenimos para poner límites, cuando lo hagamos no serán aceptados con facilidad y probablemente tengamos que hacer un gran esfuerzo para ser escuchados o incluso percibidos.

Ya para terminar, es muy importante darnos cuenta de que, si ponemos a los niños en el centro todo el tiempo, y sólo tenemos en cuenta sus necesidades y nunca las nuestras o las de otras personas, no van a aprender a ser empáticos, no aprenderán a limitar su libertad donde empieza la del otro, ni a respetar las necesidades de los demás. Y cuando la vida les traiga una situación que no puedan controlar, su única herramienta, la rabieta, no les va a funcionar y no van a saber cómo superar la frustración que surja de estas situaciones.

Ser capaces de acompañar las rabietas como lo que son, expresiones sanas de frustración, sin intentar cambiar la situación ni resolver el problema, acompañando con amor y comprensión la emoción que surge, es uno de los mayores bienes que podemos ofrecer a la infancia y, en definitiva, a la sociedad. Y aunque sea difícil, es totalmente posible.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

La importancia del contacto social y cómo recuperarlo en estos tiempos

Desde hace aproximadamente dos años, nuestra vida ha cambiado radicalmente y uno de los aspectos más dañados por esta situación ha sido el contacto social. La forma en la que nos relacionamos ha sufrido una dura transformación en la que los abrazos, los besos y el contacto físico han ido desapareciendo, relegándose a la intimidad más reducida.

La sonrisa se ha ocultado bajo la mascarilla y la distancia social ha creado un aislamiento verdaderamente profundo, sobre todo para aquellos que no tienen familia.

Todo esto tiene un efecto muy dañino en el ser humano y es mucho más potente de lo que podemos percibir. No somos totalmente conscientes de la privación que estamos sufriendo hasta que recuperamos por un instante el calor de otro ser humano.

La alegría y el bienestar que produce ese contacto es indescriptible.

Siento que corremos el riesgo de olvidarnos de esta calidez y aislarnos cada vez más de los demás. Cuando desaparece el contacto social, nos cerramos en nosotros mismos, nos acostumbramos a nuestra soledad, y perdemos la práctica de la interacción.

Y es que lo social es un baile entre dos o más personas que requiere cierto esfuerzo; es un trabajo interior en el que la individualidad de cada uno se pone en juego. Supone un intercambio que implica presencia y empatía, aportándonos uno de los más importantes ingredientes de la felicidad.

A menudo, cuando los niños comienzan a ir a la escuela, llegan a casa exhaustos. Incluso es muy posible que no quieran ir al colegio algunas mañanas. Y no siempre es por no querer madrugar, o por las dificultades académicas; también puede ser por el gran esfuerzo que supone lo social; ser parte de un grupo y encontrar el equilibrio entre lo que uno necesita y las necesidades del otro. Ser capaz de llevarse bien con otra persona, entender que todos somos diferentes y asumir esas diferencias, ceder cuando es necesario, aprender a esperar turno, a escuchar a los demás; todas estas habilidades requieren un aprendizaje que, en ocasiones, no resulta fácil.

Por este motivo, la situación actual puede ser la escapatoria perfecta para no hacer el esfuerzo de relacionarnos con los demás. Y esto empieza a ser cada vez más tangible a nuestro alrededor. En la parada del autobús, por ejemplo, veo personas que pasan por delante de otras sin verlas, sin percibir que hay una fila de espera. No me refiero a las personas que intentan colarse disimulando, hablo de aquellas que realmente no ven a los demás. Es un tipo de ensimismamiento en el que lo exterior desaparece, como si tuviéramos visión túnel y solo pudiéramos ver nuestro camino.

Creo que, si no somos capaces de percibir a los demás, perdemos la calidez humana y el mundo se convierte en un lugar verdaderamente inhóspito.

Para recuperar la alegría del contacto con el otro, necesitamos detener el ritmo frenético de nuestras vidas y llevar nuestra atención a este aspecto; sonreír aunque llevemos la mascarilla puesta, mirar al conductor del autobús y darle los buenos días, tener una pequeña charla con el panadero, en definitiva, buscar esos momentos de conexión con los demás que nos enriquecen y nos nutren. Hacer el esfuerzo de percibir a las personas con las que nos cruzamos cada día.

Podemos recobrar el calor del abrazo y el tacto con la luz de la mirada y lograr así que nuestra presencia sea capaz de conmover y acompañar al otro aún en la distancia.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

Lo que necesitamos saber para aprender a poner límites

Lago del Saler

En mis años de maestra y en mi recién estrenado rol de tía, me doy cuenta de lo difícil que es llevar a la práctica muchas de las ideas que consideramos esenciales en educación. Hablo tanto de poner los límites necesarios con amor y claridad como de distinguir qué es lo adecuado en una situación dada. En la teoría parece todo muy claro, pero cuando llega el momento, las certezas dejan paso a la emoción, que tiñe de confusión las decisiones.

Esto es principalmente porque no queremos ver sufrir a nuestros pequeños, queremos evitar a toda costa las situaciones que puedan causarles dolor. Poner un límite significa que el niño o la niña ya no puede seguir haciendo aquello que le gustaba, y esto produce disgustos. Es más, nos convertimos de algún modo en la causa de su dolor y podemos incluso sentir que estamos coartando su libertad.

Sin darnos cuenta perdemos la perspectiva; no vemos más allá de ese momento y de ese deseo que no se puede cumplir. Lo vemos muy claro cuando hay un peligro inminente; vemos a una niña a punto de cruzar la calle sin mirar si vienen coches y el límite es evidente e inmediato. ¿Por qué? Porque el dolor de la posibilidad de perderla es mucho mayor que el dolor de frenar su libertad en ese momento.

Sin embargo, cuando las consecuencias no son visibles a corto plazo, es mucho más fácil que cedamos y que pongamos por delante de lo que consideramos adecuado los deseos del niño o la niña. No vemos que lo que hoy estamos permitiendo, porque en realidad “no pasa nada”, se puede convertir en una dificultad grande o incluso en un dolor más grande más adelante. Un ejemplo muy claro sería cuando un niño nos pide dulces y se los damos de forma sistemática, y luego tiene que pasar por el dentista porque tiene caries. O incluso más a corto plazo, el día que toma dulces luego no consigue dormir ni descansar bien. ¿Es más importante evitar el dolor de no poder tomar un dulce que el de no poder dormir? Cuando somos capaces de mirar un poco más allá y ver la imagen completa, nos resulta mucho más fácil sopesar la situación y tomar una decisión clara.

Hay que tener también en cuenta que lo se expresa como deseo no siempre es lo que se necesita. Los bebés y los niños muy pequeños no tienen muchos medios para expresar sus necesidades y los adultos intentamos adivinar de la mejor manera cómo satisfacerlas.

Sin darnos cuenta, a menudo utilizamos la comida para calmar el llanto o el dolor. A veces será justo lo que necesitan, otras veces no, pero en cualquier caso, asociarán la comida con la solución para su dolor. Otras veces, les ofrecemos ver la televisión o el móvil para que se calmen. Quizá lo que necesitan es llorar entre nuestros brazos un rato más, pero lo que reciben es otra cosa, y se acostumbran a ese sustituto para calmar su dolor. ¿Qué sucede? Que ese sustituto se hace imprescindible y, si no lo reciben, el dolor es mucho mayor.

Pero en realidad, esto no soluciona la carencia. No han aprendido a escuchar lo que realmente necesitan y confunden sus deseos más profundos con cosas materiales. Es así como uno se desconecta de sí mismo y pone su atención fuera, en el mundo material, como si fuera allí donde está la solución.

Por eso es tan importante la escucha en la crianza y en la enseñanza. En vez de correr a consolar a la infancia con algo que distraiga su atención del dolor, necesitamos aprender a escuchar, a dar espacio y tiempo para que sepa qué necesita. Igual es un abrazo, o respirar profundamente o llorar un ratito.

Aprender a manejar la frustración de recibir un “no” es un aprendizaje muy importante en la vida. Y es mucho más fácil de asimilar con un adulto que sabe escuchar y acompañar esta situación, ofreciendo el espacio y el cariño necesario, sin utilizar sustitutos ni ceder en su decisión.

Si además somos capaces de observar nuestros propios deseos y distinguir los reales de los creados, estaremos haciendo un trabajo interior que nos llevará a ser más felices y a poder mostrar un camino posible a la infancia que nos rodea.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

El efecto de la atención dividida y cómo recuperar la presencia

Atardecer desde la ventana

De un tiempo a esta parte, tengo la sensación de que nos cuesta más estar presentes. Lo veo en la parada del autobús, en el supermercado, por la acera. Es como si cada uno estuviera encerrado en su propio mundo y no pudiera percibir a la persona que está en frente. Es una especie de distracción general; nuestra mente está en otro sitio, navegamos por la vida yendo de un pensamiento a otro, sin recordar apenas lo que acabamos de pensar, estamos tan absortos en esta manera automática de vivir que no percibimos lo que hay a nuestro alrededor.

Cada vez es más difícil concentrarse y prestar atención plena y continua a una sola cosa. Bombardeados por estímulos constantes que interrumpen lo que hacemos, nos hemos acostumbrado a que una llamada o un mensaje desvíe nuestra atención hacia otro lugar u otra persona. Una mirada al móvil en medio de una conversación y nuestra mente viaja hacia un universo paralelo. Cuántas veces entramos en internet para buscar algo o realizar una acción concreta y acabamos absorbidos por la vorágine de información de la red. Es como si fuera casi imposible llevar un pensamiento hasta el final, conseguir realizar una acción completamente sin que algo aparezca y nos distraiga. La velocidad con que todo se mueve, el estrés que supone sentir que todo va más rápido y que hay que estar al día, nos acelera, nos saca de nuestro centro y hace que nuestra atención intente estar en el pasado, en el presente y en el futuro al mismo tiempo. Y eso es imposible.

Creemos que podemos hacer varias cosas a la vez, pero la verdad es que las hacemos por turnos y de forma interrumpida. Vamos de la una a la otra sin concentrarnos realmente en ninguna, sin estar totalmente presentes. Y esta es la razón por la cual olvidamos las cosas, no recordamos lo que vivimos porque no estamos allí.

Cuando nos entregamos a algo, nuestra atención está plenamente en ello, y conseguimos llevar la conciencia a ese momento, a esa acción. La mente está completamente ocupada con esa labor. Y esto deja un recuerdo imborrable. Podemos incluso rememorar la emoción que sentimos, los aromas, las sensaciones físicas, el paisaje, la música de fondo. Esto es vivir plenamente.

Necesitamos recuperar esos momentos libres de interrupciones, en los que nos dedicamos con presencia a algo. Desterrar el móvil a un lugar recóndito donde no pueda tentarnos con sus llamadas de atención. Dedicar unos minutos a parar, respirar conscientemente, sentir cómo nuestros pulmones toman aire y cómo se relaja el cuerpo al exhalar. Apreciar la suavidad de una caricia, de nuestra propia piel. Sentir el calor, el frío. Mirar a los ojos a una persona amada y percibir su presencia, su emoción. Hacer un hueco en nuestra agenda para asomar la cabeza por la ventana a la hora del atardecer, y mirar al cielo. Caminar en la naturaleza en silencio, en compañía o en soledad, pero sin el móvil. Volver a ser conscientes de nuestros pensamientos, ver cómo corren de forma automática y traerlos de regreso a donde estemos. Es una cuestión de práctica y de intención.

Esto es especialmente importante para la infancia que nos rodea. Está hambrienta de nuestra atención plena, de una mirada consciente y real. Necesita sentir nuestra presencia para poder crecer sin carencias, para desarrollar la autoestima y la empatía, para entender qué significan las relaciones humanas. Y nosotros también.

Ojalá estas palabras transmitan cuánto bien haría esta toma de conciencia, esta vuelta al origen, a uno mismo y al reconocimiento del otro.

Ojalá sea uno de los propósitos de año nuevo que consigamos poner en práctica.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

El camino de la transformación personal

Hay momentos en la vida en que miramos a nuestro alrededor y ya no reconocemos lo que nos rodea. Y no es porque lo de fuera haya cambiado, sino porque hemos cambiado interiormente. Es como si todo lo conocido ya no encajase con la persona en la que nos hemos convertido. Nos hemos transformado profundamente y el exterior sigue igual, en el mismo sitio, con las mismas rutinas y paisajes de siempre.

Esto sucede cuando una experiencia de vida nos toca profundamente, cuando ocurre algo intenso que nos hace plantearnos qué es lo que queremos y quiénes somos realmente. Miramos hacia la vida con nuevos ojos y descubrimos otras sendas, otros caminos brillando a lo lejos.

Es necesaria mucha valentía para soltar lo que ya no nos hace bien, ver qué es lo que nos hace felices y rodearnos de ello. No quiero decir que apartemos todo lo que no es afín, sino que busquemos activamente aquello que nos hace vibrar, y la compañía de personas con las que sentimos que crecemos, con las que vemos que evolucionamos, que seguimos aprendiendo, que nos dan fuerzas o nos retan para avanzar en la vida.

Hay fuerzas opositoras, incluso dentro de nosotros mismos, que se resisten al cambio, a la evolución, al despertar de nuevas habilidades. Resistencias que impiden la acción, que retrasan el inicio de nuevos caminos y que se oponen a nuestra voluntad. Permanecemos en lo conocido, en lo que éramos, y cualquier novedad es vista como un enemigo de nuestra paz interior.

Pero a veces, la necesidad de ser coherente con nuestro interior, de derrumbar los muros de la rutina y los hábitos, de lo conocido, es tan grande que supera la resistencia y descubrimos mundos nuevos. Estos horizontes que vemos ante nosotros nos llaman con fuerza y empezamos a caminar hacia ellos, mientras nuestro pasado tira de nuestros pantalones para que no nos alejemos demasiado.

En estos momentos de cambio, posiblemente descubrimos que algunas personas cercanas no lo asumen y se oponen de forma inconsciente a nuestra evolución. Esto es mucho más difícil cuando se trata de seres muy queridos. La familia, los amigos de siempre, o incluso nuestra pareja. Y aquí llega la encrucijada, en la cual es necesario despertar todo el valor que poseemos para mirar con honestidad lo que está pasando.

No puedes ir hacia atrás pero parece que tampoco puedes ir hacia delante sin perder una parte importante de tu vida. Tienes que tomar una decisión, o dejas a un lado tu crecimiento y te conformas con lo de siempre, o muestras quién eres ahora con claridad y dejas que suceda lo que tenga que suceder.

Las personas que sigan a tu lado serán las justas. Serán aquellas a las que su propia evolución las lleve por caminos afines, o aquellas que sean capaces de acogerte tal y como eres ahora. Todas las que no sean capaces de aceptar tu nuevo ser se alejarán.

Si este proceso no se da y sigues rodeado de aquellos que no pueden ver, ni apoyar, ni respetar, tus cambios y tus nuevos valores, la duda reinará en tus días. Y necesitarás una voluntad de hierro para seguir tu camino.

El tema es, ¿hasta qué punto te puedes adaptar a los demás para mantener una relación? ¿Hasta que punto puedes dejar tu proceso de transformación a un lado para seguir siendo parte de algo que no te reconoce? Si lo miramos desde el punto de vista de la infancia, quizá es incluso más fácil de ver.

Voy a compartir una experiencia que tuve hace algunos años con las alumnas de mi clase. Es algo que suele suceder en mayor o menor medida llegados a esta edad, pero en este caso fue un proceso muy hermoso que nos puede ayudar a comprender mejor este tipo de situaciones.

Mi clase estaba formada por un grupo de niños que se conocían desde infantil. Las niñas iban juntas a todas partes, eran muy risueñas y disfrutaban de todo lo que hacían, inventándose mil juegos e historias. Pasó el tiempo y, cuando cumplieron 9 años, empezaron a darse cuenta de que querían jugar a cosas diferentes. Unas seguían con el juego imaginativo, de aventuras, hadas y monstruos. Otras preferían sentarse a charlar sobre chicos y otra quería jugar al baloncesto. Al principio todas cedieron al impulso de una de ellas y siguieron con los juegos imaginativos.

Al cabo de un mes empezaron a percibir que unas mandaban y otras cedían, empezaron las quejas y los desencuentros, pero siguieron juntas. Las que querían seguir con sus juegos imaginativos no entendían por qué las otras ya no querían. Lo sentían como una especie de traición, de abandono. Las que querían charlar se sentían obligadas a permanecer en un sitio que ya no era el suyo y además, sentían que las otras no las escuchaban. Y la que quería jugar al baloncesto se sentía rara porque ninguna otra chica quería hacerlo.

En este caso, todas tenían un dilema. Necesitaban cosas diferentes, pero su lealtad hacia el grupo, y el amor que se habían tenido todo este tiempo les impedía tomar una decisión distinta de las demás. No hacían más que pelear y al final pasaba el tiempo del recreo sin que hubiesen jugado a nada.

La relación empezó a resentirse. Se distanciaron. Y poco a poco, el grupo se diluyó, con mal ambiente, y se las veía separadas por el recreo sin jugar a nada, hablando de sus problemas entre ellas. Incluso criticando la elección de las otras, tildándolas de infantiles, o de creerse mayores, etc.

La situación era difícil. La diferencia dolía mucho, todas querían estar de acuerdo y querer lo mismo, continuar en el mismo sitio, pero su evolución las llevaba por caminos distintos a ritmos diferentes. Algunas incluso llegaron a decir que no querían crecer, que crecer es un rollo y solo trae problemas.

Con mucha serenidad hablamos sobre todo esto, reflexionamos sobre lo que había pasado y llegamos a la conclusión de que, cuando amamos verdaderamente a alguien, tenemos que aceptar que sea libre y que a veces elija hacer otras cosas, que quiera estar con otras personas y jugar a algo diferente. Que si nos aferramos a que alguien esté siempre con nosotras y le pedimos que deje a un lado lo que le gusta, se crea malestar y nadie se siente bien. Y que duele mucho que una amiga ya no quiera jugar contigo. Vimos también que es posible que llegue un momento en el que ya no te gustan las mismas cosas y eso no es culpa de nadie, no se puede controlar. Y que es posible que haya cosas que se compartan y otras que no. Y que lo único que funciona para seguir amando es el respeto, pues criticar la elección del otro empeora la situación.

Todas estas reflexiones fueron suyas, a lo largo del curso. Quien quería jugar al baloncesto, tuvo el valor de hacerlo, y otras niñas lo hicieron también. Quienes querían seguir jugando a hadas y monstruos lo hicieron, y a veces se les volvían a sumar otras niñas y otros niños. Quienes querían sentarse a charlar, también lo hicieron, y se pasaban el recreo felices, charlando de sus cosas. Un año después, todos los grupos habían cambiado, las relaciones entre ellas y ellos fluctuaban y, aunque a veces se daban situaciones dolorosas en las que se sentían solas o abandonadas, el nivel de comprensión y respeto que se alcanzó fue realmente grande. Mucho mayor que el que yo recuerdo de mi propia infancia.

Esta experiencia me hizo reflexionar sobre cómo los adultos afrontamos estas situaciones, y no siempre es con la entereza y la conciencia a la que llegaron este grupo de niñas. A veces nos dejamos llevar por el otro, por amor mal entendido, y dejamos de lado quienes somos realmente y lo que queremos hacer con nuestra vida. Como descubrieron mis alumnas, no sirve de nada permanecer en un lugar que ya no es el nuestro y frenar nuestra evolución. Esto solo puede traer tristeza y desconexión.

Si por miedo a la soledad no desarrollamos nuestro verdadero ser, estaremos siempre solos, echándonos de menos.

Pero si tenemos el valor de ser auténticos, descubriremos nuevas sendas y también nuevos compañeros con los que compartir el camino. Y así, en lugar de crear relaciones dependientes, crearemos relaciones basadas en la conciencia y el respeto, en las que cada uno puede ser quien realmente es, aportando toda su luz a la sociedad.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

La importancia de ser el cambio que necesitamos

A menudo observo lo complejas que son las relaciones entre las personas, tanto desde mis propias relaciones como desde mi trabajo como docente. Ese baile entre dar y recibir, entre ver y ser visto, entre amar y ser amado. Hay personas que dan mucho y les cuesta recibir. Otras se sienten cómodas recibiendo y les cuesta dar. Hay personas que necesitan ser vistas pero no lo expresan, y otras que se colocan en el centro del escenario sin ninguna dificultad. Personas que confían en los demás sin sombra de duda y otras que tienen grandes problemas para confiar incluso en sí mismas.

Estas actitudes que tomamos en relación al otro forman parte de nuestro ser, digamos que el germen de nuestros rasgos más característicos viene ya con nosotros al nacer. Algunos de ellos nos traerán muchas alegrías y otros serán fuente de conflicto en nuestra relación con los demás, creando situaciones que se repetirán a lo largo de nuestra vida hasta que podamos ver más allá y cambiar lo que sea necesario.

Si nos identificamos con un rasgo propio que nos trae dolor y nos aferramos a él pensando que somos eso, estaremos creando un gran obstáculo en nuestra capacidad para ser felices. Somos mucho más que ese rasgo y tenemos la habilidad infinita de cambiar y liberarnos, de ser quienes queramos ser.

Todas estas cualidades, combinadas con las experiencias que vamos teniendo en la vida, van conformando nuestra forma de ser. Será en la infancia y en el seno de la familia donde aprendamos a actuar para sentirnos seguros, queridos, protegidos y a salvo. Y también allí aprenderemos cómo percibir el mundo, siguiendo el ejemplo de nuestras figuras de referencia. Su esencia, su actitud ante la vida, sus creencias más arraigadas, tendrán un gran impacto en nuestro ser, grabándose de forma indeleble en las profundidades de nuestra psique, e influyendo nuestra forma de pensar y de sentir.

Es por ello imprescindible que los adultos trabajemos en nuestro desarrollo emocional. Somos la fuente de la que bebe la infancia, aquello que va a imitar y que va a llevar como guía en su interior. Sólo desde nuestro intento constante por llevar a la conciencia quiénes somos verdaderamente, podemos crear un espacio de presencia donde la infancia pueda a su vez crecer sana, desarrollando todo su potencial para ser feliz y aportar al mundo su luz.

Somos capaces de mirar hacia dentro y desentrañar qué estrategias elegimos de pequeños para sobrevivir y ya no nos sirven y qué nos hace vibrar de alegría, qué cosas nos entusiasman, en qué momentos perdemos el sentido del tiempo y nos enfrascamos con toda nuestra atención en algo. Lo sabemos, sólo tenemos que parar, observar y escuchar. Lo difícil viene después, pues, si estamos muy lejos de nuestra esencia, será preciso cambiar de rumbo. Es muy posible que necesitemos ayuda externa, alguien que nos pueda acompañar en esta nueva senda. Es también posible que conlleve una crisis, pero es el único camino para ser auténticos y sentirnos realmente bien en nuestra piel.

Todo este proceso nos hará ser más reales, y el solo hecho de intentarlo tendrá un efecto positivo e inmediato en quienes nos rodeen.

Para este desarrollo interior es especialmente importante ver de qué manera estamos contribuyendo a crear las situaciones conflictivas que encontramos y tomar la oportunidad para cambiar y crecer. Es preciso aprender a observarnos con objetividad y sin juicio, reconocer aquello que nos hace mal y transformarlo, en vez de mirar hacia fuera y buscar a los culpables en el exterior.

Es algo que, como adultos, podemos transmitir a la infancia a través de nuestro intento. Sólo con poner la atención y la voluntad en ello es suficiente. Si poco a poco soy capaz de frenar la queja, de cambiar mi percepción del mundo como enemigo, de la sociedad como causante de mis males, del vecino como invasor de mi paz, y empiezo a mirar hacia dentro y a actuar de otra manera, a buscar qué puedo hacer yo para que esta situación se convierta en una oportunidad en vez de ser un obstáculo, estoy regalando a la infancia que me rodea un tesoro, el tesoro de ser capaz de tomar el mando de mi propia vida y hacer lo que esté en mi mano para darle la vuelta a la tortilla.

Siento que el único modo real de hacer que nuestra vida mejore es cambiar nosotros mismos. Descubrir quiénes somos, qué nos hace bien y qué nos hace mal, qué consecuencias tienen nuestras acciones en el mundo, en las personas, y elegir cómo queremos actuar y hacia dónde queremos dirigirnos… Ésta es la verdadera libertad.

Esperar a que cambien los demás es una actitud estéril, que desgasta y llena de frustración al más paciente. Esperar a que cambie el mundo, o a que la gente piense como nosotros para hacer algo, consigue que nuestro entusiasmo se apague y se mustie como una flor que espera a la primavera en un jarrón.

Necesitamos escuchar, sentir, entrar en acción, hacer nuestra parte, vivir desde la coherencia y empezar a cambiar desde dentro. Así la infancia, al percibirlo, tendrá la posibilidad de vivir en la libertad que nos ofrece esta perspectiva ante la vida.

Y quizá poco a poco empecemos a ser una sociedad más consciente y feliz.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

Cómo paliar los efectos de la cuarentena en nuestra salud mental

Estos días de retiro me hacen reflexionar sobre las relaciones humanas y cómo podemos mejorarlas, llevando conciencia y comprensión a cada una de nuestras interacciones.

Es mi intención compartir con vosotros, a través de mis artículos, un camino lo más práctico posible para crear un ambiente en el hogar en el que todos podamos sentirnos bien. Espero que os pueda servir.

En el primer texto que escribí aportaba un punto de vista positivo sobre la situación, en el que hablaba de que el hecho de centrarnos en lo que podemos aprender, nos ayudaría a hacer un buen uso de este tiempo. En el segundo proponía recursos a las familias para poder mejorar la convivencia en el hogar, en estas inusuales condiciones.

Hoy, cuatro semanas después de que se iniciara la cuarentena, quiero escribir sobre el lado oscuro. Aunque es vital centrarse en lo positivo de la situación, es preciso conocer el efecto que tiene este retiro sobre nuestra salud mental, para poder ocuparse de ello y salir fortalecidos de la experiencia. Hablar sobre esto es una manera de sentirnos comprendidos, viendo que estamos acompañados y que a todos nos afecta profundamente.

Una de las cosas necesarias para nuestro bienestar emocional es la vida social, el intercambio con otras personas, las vivencias compartidas. A través de nuestras relaciones, aprendemos, evolucionamos, creamos conexiones neuronales, se nos ocurren nuevas ideas, descubrimos problemas por resolver y nos activamos para encontrar respuestas.

Cuando la vida social se reduce al hogar o es incluso inexistente durante tanto tiempo, llega un momento en que todos los estímulos son los mismos, es como estar en un bucle en el que es difícil que se produzca algo nuevo. No hay nada externo que anime nuestra vida familiar, un trabajo, un viaje, un concierto, y todo se vuelve repetitivo y plano. Las emociones están a flor de piel y nos puede invadir la tristeza, la melancolía, la desgana, el enfado. Hasta se nos pueden olvidar los nombres de algunas personas conocidas o sentir cierta desorientación.

Es el efecto de la privación de estímulo social sumado a la falta de movimiento físico.

Si somos personas con mucho mundo interior, es posible que no nos demos cuenta de la inanición anímica que sufrimos. Seguimos inmersos en nuestros quehaceres hasta que la falta de contacto real con la vida exterior llama a nuestra puerta y nos damos cuenta de nuestro estado de desconexión.

Cuando no estamos conectados con nosotros mismos, no podemos relacionarnos con los demás de forma sana. Y esta experiencia de cuarentena, en la que muchos hemos perdido nuestras relaciones sociales e incluso nuestro trabajo, es una prueba difícil en la que se puede confundir la desorientación personal con el desamor. Y podemos proyectar nuestro malestar interior en el otro, sin darnos cuenta de que esto no hace más que empeorar la situación.

La vida con un estímulo social reducido, incluso en las situaciones de pareja bien avenida sin presión económica o familiar, suele acabar siendo anodina. Y podemos incluso pensar que hay falta de amor, cuando lo que hay es falta de propósito, necesidad de sentirnos útiles en relación con el mundo, con la sociedad, con nosotros mismos. Y esa sensación puede llevarnos al criticismo, haciendo de un paraíso un pequeño infierno.

También es muy probable que, al sentirnos invadidos por la melancolía, la tristeza o el enfado, en vez de escucharlo y poner remedio, achaquemos nuestro malestar a lo mal que lo están haciendo los políticos, los vecinos, los otros países o incluso los científicos, elaborando complejas teorías sobre quién es el culpable de todo esto, instalándonos en la queja y en la crítica destructiva.

Se podría pensar que, con el aumento de la vida social via online, nuestras relaciones siguen intactas. Pero con el paso del tiempo, nos damos cuenta de que relacionarse a través de una pantalla es una copia endeble de la realidad. A mi me produce una sensación de irrealidad, de lejanía. Es como si todo estuviera sucediendo a un nivel mental, pero no a un nivel físico y anímico. Digamos que la realidad virtual me deja con una sensación de añoranza casi mayor que la distancia real. Disfruto más al encontarme con las personas queridas en mis sueños que en los zooms y las video conferencias. Si es un buen sueño, claro.

Con esto no quiero decir que esta manera de relacionarse no tengan un valor. Al menos tenemos la sensación de no perder el contacto con esas personas que tanto queremos; el hecho de vernos tras el cristal hace que revivamos la sensación de estar realmente con esas personas, y esto es necesario. Pero de ningún modo suficiente. Y, reflexionando sobre ello, pienso que quizá esta situación nos ayude a ver que una llamada nunca puede sustituir a un café con alguien. Y que, cuando esto termine, necesitaremos revolucionar nuestra vida para hacer tiempo a esos encuentros de calidad con las personas que amamos. O incluso con las que no sabemos que amamos todavía.

Y mientras tanto… ¿qué podemos hacer para paliar el efecto negativo de este aislamiento en nuestra salud mental?

La respuesta es crear experiencias nuevas, significativas, vivencias que podamos compartir, que nos saquen de la mente, que nos conecten con la presencia real, aquí y ahora. Inventarnos juegos, sesiones de baile que nos produzcan risa, que nos hagan sonreir y conectar con el otro de forma nueva. Cosas que no hayamos hecho nunca. Si puede ser sin una pantalla de por medio mejor.

Si no compartes tu espacio con nadie, puedes buscar la conexión social por otros medios, sonríe tras tu mascarilla al cajero del supermercado, saluda a la vecina desconocida cuando te la cruces, escribe cartas de agradecimiento a esas personas que son importantes en tu vida. Encuentra el modo de seguir conectado con el mundo.

Podemos revolucionar nuestro hogar, hacer una macro limpieza y sacar todo fuera, deshaciéndonos de lo que ya no necesitamos. Organizar y limpiar el espacio que habitamos es ocuparnos también de nuestra salud, de nuestro bienestar.

Podemos también aprender a cocinar o mejorar nuestro repertorio. Es una de las habilidades más útiles y satisfactorias que existe, te conecta con todos tus sentidos e implica que estés completamente presente, a riesgo de quemar la comida.

Podemos nutrir nuestra necesidad de crear por medio de actividades artísticas, que nos ayuden a observar con otros ojos el entorno y el interior, en busca de la belleza. Una de mis herramientas favoritas para salir del bucle mental es dibujar lo que tengo delante. Observar los colores, las sombras, los tamaños, las distancias e intentar representarlo. Si es una planta o un árbol mucho mejor, el hecho de que sea un ser vivo te hace vincularte y te nutre profundamente. Da igual que creas que no sabes dibujar, pues la esencia de esta vivencia no está en el resultado si no en el proceso. Haced la prueba, es una experiencia especial.

También hay que poner atención en descansar, pues hay cierta tendencia a un exceso de actividad y no se trata de estresarse, sino de mantenerse activos y presentes.

Y ya para concluir… No olvidéis apagar la televisión. Liberaos de toda esa información que siembra miedo e incertidumbre, que nutre la inseguridad y el pánico, que nos hace sentir impotentes y desconfiar del vecino. Elegid vuestras fuentes de información y consultadlas una vez al día, no es necesario más. Y, por supuesto, proteged a los pequeños de la casa de toda esta avalancha de noticias, que además suelen centrarse en lo escabroso y repetirlo hasta la saciedad.

Si conseguimos descubrir qué es lo que nos hace bien y aprendemos a conocernos mejor, a estar serenos, aceptando la situación y buscando nuestras estrategias para seguir conectados, podremos salir de esto renovados y con fuerzas para cambiar lo que sea necesario, que es mucho.

Ánimo.

Sigue disponible la guía sobre cómo acompañar a la infancia de forma consciente y feliz. Sólo tienes que sucribirte al blog, que es totalmente gratuito, y podrás acceder a ella con el email de confirmación. Aquí te dejo el botón para que puedas ser parte de Educando en libertad.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf

Autora del libro «Crecer para educar«

El lado positivo de la situación

Lo primero que salta a la mente en una situación de emergencia sanitaria y social como la que estamos viviendo es lo negativo, las probabilidades que tenemos de pasarlo mal, de enfermar, de contagiar a otros, de que haya escasez de alimentos, de carencia de servicios, de hundimiento de la economía…un sinfín de problemas graves y muchos de ellos totalmente reales que nos paralizan o nos llevan al pánico y al caos más absoluto. Queremos escapar de la situación, alejarnos, y lo hacemos incluso pretendiendo que no pasa nada y yéndonos a la playa en plan vacacional, negando la realidad. O bien corremos al supermercado a vaciar sus estantes, con la angustia de la carestía, probablemente heredada de un pasado no tan lejano.

Nuestro cerebro reacciona con afán de supervivencia y, hasta que no pasa cierto tiempo, no somos capaces de ver nada más que nuestra propia necesidad, el peligro al que estamos expuestos y los inconvenientes que nos pueda causar la situación.

Y, sin embargo, cuando aquietas un momento todos esos pensamientos, cuando miras por la ventana y ves cómo brilla el sol, cómo cantan los pájaros, cómo están brotando las hojas en los árboles de tu calle, cada día más verdes y frondosos, aparece otro tipo de conciencia.

De repente te das cuenta de que esta situación ha hecho que la industria frene de golpe, cosa que no ha conseguido toda la alarma y el intento de concienciación ante el cambio climático, por mucho que nos hemos esforzado. La contaminación en China y muchos otros países, aunque sea momentáneamente, se ha reducido de forma drástica, tanto por la industria como por la minimización de los desplazamientos, dando lugar a una necesaria mejora de la calidad del aire que respiramos.

Te das cuenta de que, uno de los problemas más graves que hay en nuestra sociedad, que es el estrés y esta vida de locos en la que no tenemos tiempo ni para dar atención de calidad a nuestra familia, en la que la infancia corre de acá para allá, de una actividad extraescolar a otra, sin tiempo para jugar, o bajo el cuidado de otras personas durante largas horas, de repente se invierte, y tenemos a familias enteras reunidas en casa, aprendiendo a pasar tiempo juntos, redescubriendo juegos de su infancia, maneras de disfrutar, conviviendo y repartiendo las tareas, responsabilizándose a partes iguales de lo necesario.

Te das cuenta de que el teletrabajo, en muchos casos, es posible, y también otra manera de organizarnos que aporte mayor conciliación entre la vida laboral y la familiar, que permita que podamos vivir en áreas rurales, descongestionando las ciudades y reduciendo la contaminación producida por los desplazamientos diarios.

Y también te das cuenta de qué es lo verdaderamente necesario, cuáles son los productos de primera necesidad, cómo se sienten las personas que viven en países donde la incertidumbre sobre si tendrán acceso a alimentos es el pan de cada día.

Y cómo muchas veces nos encerramos en casa o en el trabajo por elección, presos de las redes sociales, de la televisión, del ordenador, de tareas interminables, en vez de disfrutar de un paseo por el campo o de un café con alguien amado.

Y sí, desgraciadamente, esta situación supondrá una gran crisis económica para muchos países, para muchas personas. Es inevitable, pero, como dice un buen amigo, hay que abrazar lo inevitable, hacerlo nuestro y transformar lo que sea posible en nosotros para seguir adelante y salir fortalecidos de esta experiencia.

A veces necesitamos perder lo que tenemos para darnos cuenta de qué es lo verdaderamente importante.

Si esta situación nos ayuda a reflexionar, a pasar tiempo de calidad con nuestra familia o con nosotros mismos, a darnos cuenta de que podemos vivir con mucho menos, a valorar salir a la calle y poder reunirte con otras personas, a comprender el sentir cotidiano de otros pueblos que no tienen nuestros privilegios, a descubrir qué es lo verdaderamente esencial y cómo preservarlo…habremos ganado mucho.

Y si además aprovechamos esta pausa para dedicarnos a cosas que nos hacen bien, para cocinar y comer sano, meditar, hacer yoga, cantar, escribir, poner en orden nuestras vidas, limpiar nuestra bandeja de correo electrónico, aprender un nuevo idioma, rescatar todo aquello que hemos dejado en el cajón de las cosas para las que no tenemos tiempo…entonces habremos ganado más todavía.

Ánimo.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf

Autora del libro «Crecer para educar«