Los sentidos, la naturaleza y el aprendizaje

Una de las cosas que más me llamó la atención al estudiar pedagogía Waldorf fue la importancia que se le da al desarrollo de los sentidos en la infancia. No sólo hablo de los sentidos que todos conocemos, sino también de aquellos que tienen que ver con cómo me sitúo en el mundo. Esto incluye el sentido del movimiento propio, del equilibrio y otros más, que dan información sobre lo que sucede en el interior en relación con el exterior.

Aunque es obvia la relación que existe entre la salud de los sentidos y la capacidad para aprender y relacionarnos, no solemos prestar atención a lo necesario que es vivir en un ambiente donde los sentidos puedan desarrollarse de la mejor manera posible, especialmente en la primera infancia.

La luz natural, la calidez de los materiales, la armonía en los colores y los sonidos, en definitiva, todo lo que nos rodea, puede nutrir y favorecer la salud de los sentidos y, por ende, el aprendizaje.

Lo mismo sucede con las actividades que ofrecemos a la infancia; para desarrollar los sentidos de forma equilibrada, es necesario explorar, construir, manipular materiales diversos, trepar, correr, en definitiva, moverse en libertad, siempre dentro de un marco seguro. También es necesario poder mirar a lo lejos, al horizonte, y salir de las cuatro paredes a las que, por desgracia, nos hemos acostumbrado.

Todas estas experiencias dan una información necesaria y valiosa sobre cómo funciona el mundo y qué sucede cuando me muevo en él. Me ayudan a recolocar mi postura, a sentir el peso de mi cuerpo y su centro, a encontrar la forma de estar en equilibrio sobre diferentes superficies, por mencionar algunos de sus beneficios.

Cuando se observa atentamente a un grupo de niños y niñas de cuatro o cinco años que juegan en un arenero, se puede comprobar cómo aprenden a realizar túneles que se sostengan, a mezclar el agua y la arena para hacer una masa consistente, a descubrir qué pesa más y cómo colocarlo en equilibrio, y mucho más. También se puede ver cómo aprenden a trabajar en equipo, cómo se organizan y colaboran para realizar una tarea en común.

Si lo que observamos es el juego libre, por ejemplo, en un bosque, podemos ver, además de todo lo ya descrito, que tienden a hacer cabañas, clasificando y ordenando elementos, de forma acorde a su función o a una de sus cualidades. Una habilidad imprescindible para desarrollar otras capacidades matemáticas.

El beneficio que tiene dar el espacio y la libertad necesarios para el desarrollo de los sentidos a edades tempranas es incalculable. No sólo evitará futuros problemas en el aprendizaje, también ayudará a una mejor relación con los demás y con la propia naturaleza. Sobre todo si se permite a la infancia moverse en libertad en un entorno vivo y, por supuesto, seguro.

Sentir la naturaleza nos llena de vitalidad y alegría, nos devuelve a nuestra condición original, sana, equilibrada y feliz. Cuando estamos rodeados de materiales inertes y, los únicos seres vivos que nos rodean son otras personas, perdemos el contacto con algo primordial.

No sé si recordarás aquella experiencia que se solía hacer en la escuela: se metían varias lentejas en un bote de cristal con algodón y un poquito de agua para hacerlas germinar. Aún puedo sentir el gran asombro y la alegría que me produjo ver cómo asomaban las primeras hojitas a través del algodón.

Y eso que, cada verano, íbamos a Galicia, al pueblo de mi madre y al de mi padre, donde mis abuelos tenían huerto y animales. Pero en la ciudad no había nada de eso y quizá las lentejas me devolvían la alegría de percibir la fuerza de la vida.

Recuerdo también la gran tristeza del viaje de vuelta a la ciudad, mi hermana y yo llorando en el asiento de atrás, no sólo porque dejábamos atrás la naturaleza, sino también nuestra querida familia y la libertad de jugar en el campo, en el agua fría del río y los experimentos con el zumo de moras.

Siempre he agradecido a la vida y a mis padres haber podido pasar los veranos en el campo, al aire libre, en familia. Siento que es un gran tesoro que me ha hecho ser más consciente de lo que verdaderamente importa.

En conclusión y volviendo al tema que nos ocupa, tanto por la salud de los sentidos, como por el equilibrio emocional y la alegría vital, es necesario que devolvamos la naturaleza a la infancia.

Si no podemos vivir en el campo, podemos llenar la casa y el balcón de plantas, buscar un huerto urbano para participar en él, ir de excursión o incluso de acampada cada vez que tengamos ocasión, buscar el horizonte para ver el atardecer… Encontrar el tiempo necesario para que la infancia que nos rodea pueda jugar libremente en la naturaleza, nutriendo sus sentidos y su alegría vital.

Es el mejor regalo que podemos hacerles, y, además, será lo que nos lleve de vuelta a una vida más plena y feliz.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de Pixabay

El desencanto del materialismo y su efecto en la infancia

Acuarela de un roble al atardecer

En este artículo voy a hablar sobre el efecto que tiene la visión materialista de la sociedad actual en la infancia. Siento que cada vez se da más valor a aquello que el dinero puede comprar, en detrimento de la apreciación de cosas sencillas, como disponer del tiempo suficiente para descansar o para sentarse a leer un libro. Además, cada día muere un poco la capacidad humana de asombrarse y admirar las cosas que no se pueden comprender, desechando todo aquello que no se pueda comprobar a través del método científico, proclamándolo falso, queriendo evitar la incertidumbre de la vida.

Esto repercute especialmente en los niños, que dejan de vivir en su mundo mágico cada vez más temprano, quedando desencantados y desconectados de su esencia más auténtica.

Lo curioso es que el hecho de no poder comprobar algo no significa que no exista, significa, simplemente, que no se puede comprobar. Pero de algún modo nos hemos convencido para negar la incertidumbre y, por el camino, hemos perdido la capacidad de soñar, quedándonos con una realidad en la que sólo hay cabida para aquello que podemos tocar.

Hemos dejado de venerar la luna y el sol, la naturaleza y su representación en los dioses mitológicos, para ponernos al servicio de los bienes materiales, muchas veces de forma esclava, perdiendo nuestra libertad, nuestra fantasía y nuestra capacidad de disfrutar de lo intangible.

Creo que no somos conscientes de la gran pérdida que estamos sufriendo, se extiende como una pandemia invisible que nos roba alegría y las fuerzas anímicas necesarias para hacer realidad las ideas que tenemos, manifestando nuestro verdadero propósito. Cuando nos limitamos a creer sólo aquello que vemos, nos negamos la posibilidad de manifestar aquello que todavía no se ha materializado. Nos condenamos a una sociedad que no puede cambiar de paradigma, que solo puede repetirse de forma infinita.

Como decía al principio, lo más grave es el efecto que este pensamiento tiene en los niños; les sacamos de su mundo de ensueño donde todo es posible, a la primera oportunidad. No somos conscientes de que necesitan imaginar y expandir su pensamiento sin los corsés de lo razonable, de lo científico. Y, en vez de respetar su necesidad, nos empeñamos en responder cada una de sus preguntas con teorías adultas que no pueden ni deben comprender todavía. O, lo que es peor, les decimos que no existe aquello que sienten como verdadero.

Y, confundidos y desencantados, buscan en la materia un referente digno de los antiguos dioses… pero sólo encuentran al influencer de moda, que les muestra cómo sumergirse todavía más en la materia, dependiendo de los “me gusta” de personas que ni siquiera conocen para sentirse parte de algo más grande, sin saber que ese sentimiento les pertenece por derecho propio.

Me parece muy necesario que los que hemos vivido otra forma de ver el mundo podamos transmitir a las nuevas generaciones todo lo que puede ofrecer.

Todavía recuerdo el día en que una amiga me dijo que los Reyes Magos eran los padres… No me lo creí, ni en ese momento ni mucho después, tenía clarísimo que había magia en aquella noche, y esa magia me ha acompañado hasta el día de hoy.

Tuve la suerte de tener una infancia llena de amor, en la que sentía, gracias a mis padres, que había algo más grande que yo que me protegía, algo más grande incluso que ellos mismos, a quien siempre podía pedir ayuda, y que velaba por mí.

Esta imagen bondadosa, ya fuera la compañía de mi ángel guardián o la sensación del mundo espiritual como algo más amplio, me confortaba y me hacía sentir que el mundo estaba bien orquestado y que podía confiar en la vida.

Más adelante, tal y como sucede en el desarrollo sano de la individualidad de cada ser humano, puse en duda todas las creencias que había recibido y exploré otras culturas con perspectivas diferentes, para poder finalmente llegar a mi propia verdad. Y, aunque algunas de esas creencias cambiaron, la sensación de que el universo me cuida, de que hay algo inherentemente bondadoso y sabio en la vida, en la naturaleza, me acompaña desde niña y nunca me ha abandonado. Este ha sido el mayor apoyo que he podido tener en mi camino, lo que me ha hecho superar los momentos más oscuros de desesperanza y de desánimo.

Siento que esta percepción de la vida está desapareciendo, dejando un vacío que los dioses de barro no pueden llenar, llevando a la adolescencia a esa dependencia malsana del mundo virtual. Necesitamos volver a apreciar lo humano y lo divino, haciendo espacio a la intuición, a la posibilidad de un nuevo paradigma que está por descubrir.

Y la vuelta a la apreciación de la naturaleza y su magia es uno de los mejores caminos para ello.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.