Cómo desarrollar una autoestima sana: los cimientos de la salud emocional

Tener una autoestima sana es una de las bases principales de nuestra salud emocional. Por este motivo, siguiendo la línea de mis últimos artículos, voy a compartir algunas ideas sobre cómo lograr una autoestima equilibrada y cómo acompañar a la infancia en este mismo camino.

Una definición sencilla de autoestima sería la percepción que tenemos de nosotros mismos. Esta percepción se va formando desde que nacemos, a través del espejo de lo social. Cuando me comparo con el otro, saco conclusiones sobre cómo soy yo; ¿cómo podría considerarme alta o baja si no hubiera nadie más?

La comparación con los demás puede hacer que me sienta bien o no; si mi velocidad a la hora de aprender a leer es inferior que la del resto de mis compañeros, probablemente me sienta mal y piense que no se me da bien o que hay algo en mí que no funciona. Si, al contrario, se me da fenomenal y aprendo a la primera todo lo que me explican, seguramente desarrolle un autoconcepto alto de forma natural.

Esto se ve agrandado o disminuido según la reacción que perciba en el otro. Lo que mis seres queridos y las personas que veo habitualmente digan sobre mí va a tener un fuerte efecto en mi autoestima. La familia, los maestros, mis compañeros de clase, mi pareja; todas estas personas ejercen una influencia constante en la percepción que tengo de mí, pues, como decía antes, son el espejo en el cual me reflejo a diario.

El alcance de esta influencia depende del temperamento de cada uno. Hay personas que nacen ya muy seguras de sí mismas y no tienen demasiado en cuenta lo que los demás puedan opinar. Otras, sin embargo, se dejan llevar por los comentarios ajenos, que pueden incluso cambiar su autoconcepto. Todos estos factores van a tener un impacto la forma en la que me percibo y van a sentar las bases de mi autoestima.

Es importante tener en cuenta si estos factores son coherentes entre sí. Puede ser que lo que me llega del entorno y lo que yo pienso sobre mí coincida o no. Es posible que lo que dicen las personas que me rodean sea muy positivo y, sin embargo, mi experiencia diaria me diga lo contrario. O al revés. Esto crea una situación de incongruencia que hace que mi autoestima sea inestable, y que varíe de un momento a otro, de un extremo al otro, produciendo grandes inseguridades e incluso ansiedad. También se produce cuando mis referentes cambian de opinión muy a menudo y me ofrecen una imagen diferente o incluso contradictoria según el momento.

Cuando la autoestima es baja o muy variable, vivimos en búsqueda de la aprobación exterior; queremos que el otro cubra una carencia que solo nosotros podemos solucionar. Cuando nuestra autoestima es alta, nos sentimos seguros y con fuerzas para emprender cualquier cosa que se nos ocurra.

Pero el quid de la cuestión no radica en si soy más inteligente o menos, sino en el valor intrínseco que tengo solo por existir. Es esto lo que tenemos que trabajar, tanto con la infancia como con nosotros mismos. Nuestro valor no depende de ser altos o bajos, de leer rápido o despacio. O de lo que los demás piensen o digan sobre nosotros. Todos tenemos la suerte de haber nacido en este mundo, y sólo por eso, somos merecedores de amar y ser amados. Sin más. Sin condiciones. Sin juicios. Sin tener que ser de otra manera. Ni más guapos ni más listos ni más simpáticos. Ni portarnos mejor. Somos como somos y solo por eso somos valiosos y merecemos el respeto del otro.

Cuando comprendemos esto, cuando nuestro valor y nuestra dignidad ya no depende del exterior ni de que seamos de una u otra manera, empezamos a aceptarnos y a sentirnos bien. Esto es algo fundamental en el desarrollo de una autoestima sana y estable y es lo que nos puede guiar a la hora de acompañar a la infancia.

Si yo soy capaz de percibir a los demás como dignos de amor y de respeto tal y como son, voy a crear el ambiente necesario para que esas personas también lo sientan así y puedan mostrarse de forma natural.

Esto no significa que no sea necesario cambiar y transformarse. Significa que los cambios deben venir del interior, de una necesidad interna de hacer las cosas de otro modo porque nos damos cuenta de que así seremos más felices. Y no de nuestra carencia de amor o de nuestra necesidad de ser aceptados por el otro. Si yo cambio por una exigencia exterior, estoy poniendo en peligro mi integridad y mi autoestima. Otra cosa es que yo vea el efecto que tiene mi acción en el otro, y por amor al otro y a mí misma decida cambiar. Es muy diferente.

La labor del otro, en este caso, sería expresar cómo se siente ante lo que sea que suceda, sin poner en la balanza su amor por nosotros. Y si finalmente uno de los dos debe dejar algo esencial de sí mismo para que la relación funcione, lo más sano es que cada persona siga su camino, con amor y desde el amor.

En el caso concreto de la infancia, para acompañar el desarrollo de una autoestima sana, tendremos que fijarnos en todos los aspectos que hemos comentado.

Si vemos que depende demasiado de nuestra opinión para valorarse, nuestro esfuerzo irá enfocado a que escuche su propia percepción. Si intentamos elevar su autoestima con comentarios positivos sobre su conducta, lo más probable es que reforcemos su dependencia y su búsqueda de aprobación. En vez de decirle cuánto nos gusta lo que hace, podemos preguntarle si ha disfrutado haciendo lo que sea que esté haciendo y si se siente feliz.

Es importante evitar en lo posible las comparaciones y toda etiqueta o juicio sobre su forma de ser o sus cualidades, así podrá elegir aquello más acorde con su esencia y no lo que piensa que nos gusta a nosotros. El mensaje de fondo es: “Elijas lo que elijas, eres importante para mí y te quiero”.

Como decía antes, esto no puede ser un argumento para pasar por alto conductas inapropiadas o que hacen daño al otro; cada cosa tiene su lugar, puedo expresar que algo es inadecuado o que no está bien sin supeditar mi amor a que cambie su forma de ser o se amolde a lo que yo quiero. El amor no puede ser moneda de cambio.

También es preciso crear un entorno en el que todas las cualidades tengan su lugar, en el que la comparación sea solo con uno mismo para ver la evolución propia, en el que no exista el juicio y la crítica destructiva, el desdén o la falta de respeto ante las elecciones ajenas o la forma de ser de los demás. Ese entorno debe ser un lugar donde la infancia tenga un espacio de encuentro con el otro, de expansión, de descubrimiento. Así favoreceremos un desarrollo sano de la autoestima, sin restarle importancia al trabajo interior que cada uno necesita hacer a lo largo de la vida para superar todo aquello que impida evolucionar y para relacionarnos de forma sana con los demás.

Cuando las personas nos sentimos queridas y valoradas simplemente por existir, no necesitamos aferrarnos tan intensamente a nuestras opiniones y somos mucho más libres y capaces de transformarnos, porque sabemos que somos mucho más que eso, y que nuestro valor radica en la grandeza de estar vivos y ser capaces de amar.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

Lo que necesitamos saber para aprender a poner límites

Lago del Saler

En mis años de maestra y en mi recién estrenado rol de tía, me doy cuenta de lo difícil que es llevar a la práctica muchas de las ideas que consideramos esenciales en educación. Hablo tanto de poner los límites necesarios con amor y claridad como de distinguir qué es lo adecuado en una situación dada. En la teoría parece todo muy claro, pero cuando llega el momento, las certezas dejan paso a la emoción, que tiñe de confusión las decisiones.

Esto es principalmente porque no queremos ver sufrir a nuestros pequeños, queremos evitar a toda costa las situaciones que puedan causarles dolor. Poner un límite significa que el niño o la niña ya no puede seguir haciendo aquello que le gustaba, y esto produce disgustos. Es más, nos convertimos de algún modo en la causa de su dolor y podemos incluso sentir que estamos coartando su libertad.

Sin darnos cuenta perdemos la perspectiva; no vemos más allá de ese momento y de ese deseo que no se puede cumplir. Lo vemos muy claro cuando hay un peligro inminente; vemos a una niña a punto de cruzar la calle sin mirar si vienen coches y el límite es evidente e inmediato. ¿Por qué? Porque el dolor de la posibilidad de perderla es mucho mayor que el dolor de frenar su libertad en ese momento.

Sin embargo, cuando las consecuencias no son visibles a corto plazo, es mucho más fácil que cedamos y que pongamos por delante de lo que consideramos adecuado los deseos del niño o la niña. No vemos que lo que hoy estamos permitiendo, porque en realidad “no pasa nada”, se puede convertir en una dificultad grande o incluso en un dolor más grande más adelante. Un ejemplo muy claro sería cuando un niño nos pide dulces y se los damos de forma sistemática, y luego tiene que pasar por el dentista porque tiene caries. O incluso más a corto plazo, el día que toma dulces luego no consigue dormir ni descansar bien. ¿Es más importante evitar el dolor de no poder tomar un dulce que el de no poder dormir? Cuando somos capaces de mirar un poco más allá y ver la imagen completa, nos resulta mucho más fácil sopesar la situación y tomar una decisión clara.

Hay que tener también en cuenta que lo se expresa como deseo no siempre es lo que se necesita. Los bebés y los niños muy pequeños no tienen muchos medios para expresar sus necesidades y los adultos intentamos adivinar de la mejor manera cómo satisfacerlas.

Sin darnos cuenta, a menudo utilizamos la comida para calmar el llanto o el dolor. A veces será justo lo que necesitan, otras veces no, pero en cualquier caso, asociarán la comida con la solución para su dolor. Otras veces, les ofrecemos ver la televisión o el móvil para que se calmen. Quizá lo que necesitan es llorar entre nuestros brazos un rato más, pero lo que reciben es otra cosa, y se acostumbran a ese sustituto para calmar su dolor. ¿Qué sucede? Que ese sustituto se hace imprescindible y, si no lo reciben, el dolor es mucho mayor.

Pero en realidad, esto no soluciona la carencia. No han aprendido a escuchar lo que realmente necesitan y confunden sus deseos más profundos con cosas materiales. Es así como uno se desconecta de sí mismo y pone su atención fuera, en el mundo material, como si fuera allí donde está la solución.

Por eso es tan importante la escucha en la crianza y en la enseñanza. En vez de correr a consolar a la infancia con algo que distraiga su atención del dolor, necesitamos aprender a escuchar, a dar espacio y tiempo para que sepa qué necesita. Igual es un abrazo, o respirar profundamente o llorar un ratito.

Aprender a manejar la frustración de recibir un “no” es un aprendizaje muy importante en la vida. Y es mucho más fácil de asimilar con un adulto que sabe escuchar y acompañar esta situación, ofreciendo el espacio y el cariño necesario, sin utilizar sustitutos ni ceder en su decisión.

Si además somos capaces de observar nuestros propios deseos y distinguir los reales de los creados, estaremos haciendo un trabajo interior que nos llevará a ser más felices y a poder mostrar un camino posible a la infancia que nos rodea.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«