Cómo desarrollar una autoestima sana: los cimientos de la salud emocional

Tener una autoestima sana es una de las bases principales de nuestra salud emocional. Por este motivo, siguiendo la línea de mis últimos artículos, voy a compartir algunas ideas sobre cómo lograr una autoestima equilibrada y cómo acompañar a la infancia en este mismo camino.

Una definición sencilla de autoestima sería la percepción que tenemos de nosotros mismos. Esta percepción se va formando desde que nacemos, a través del espejo de lo social. Cuando me comparo con el otro, saco conclusiones sobre cómo soy yo; ¿cómo podría considerarme alta o baja si no hubiera nadie más?

La comparación con los demás puede hacer que me sienta bien o no; si mi velocidad a la hora de aprender a leer es inferior que la del resto de mis compañeros, probablemente me sienta mal y piense que no se me da bien o que hay algo en mí que no funciona. Si, al contrario, se me da fenomenal y aprendo a la primera todo lo que me explican, seguramente desarrolle un autoconcepto alto de forma natural.

Esto se ve agrandado o disminuido según la reacción que perciba en el otro. Lo que mis seres queridos y las personas que veo habitualmente digan sobre mí va a tener un fuerte efecto en mi autoestima. La familia, los maestros, mis compañeros de clase, mi pareja; todas estas personas ejercen una influencia constante en la percepción que tengo de mí, pues, como decía antes, son el espejo en el cual me reflejo a diario.

El alcance de esta influencia depende del temperamento de cada uno. Hay personas que nacen ya muy seguras de sí mismas y no tienen demasiado en cuenta lo que los demás puedan opinar. Otras, sin embargo, se dejan llevar por los comentarios ajenos, que pueden incluso cambiar su autoconcepto. Todos estos factores van a tener un impacto la forma en la que me percibo y van a sentar las bases de mi autoestima.

Es importante tener en cuenta si estos factores son coherentes entre sí. Puede ser que lo que me llega del entorno y lo que yo pienso sobre mí coincida o no. Es posible que lo que dicen las personas que me rodean sea muy positivo y, sin embargo, mi experiencia diaria me diga lo contrario. O al revés. Esto crea una situación de incongruencia que hace que mi autoestima sea inestable, y que varíe de un momento a otro, de un extremo al otro, produciendo grandes inseguridades e incluso ansiedad. También se produce cuando mis referentes cambian de opinión muy a menudo y me ofrecen una imagen diferente o incluso contradictoria según el momento.

Cuando la autoestima es baja o muy variable, vivimos en búsqueda de la aprobación exterior; queremos que el otro cubra una carencia que solo nosotros podemos solucionar. Cuando nuestra autoestima es alta, nos sentimos seguros y con fuerzas para emprender cualquier cosa que se nos ocurra.

Pero el quid de la cuestión no radica en si soy más inteligente o menos, sino en el valor intrínseco que tengo solo por existir. Es esto lo que tenemos que trabajar, tanto con la infancia como con nosotros mismos. Nuestro valor no depende de ser altos o bajos, de leer rápido o despacio. O de lo que los demás piensen o digan sobre nosotros. Todos tenemos la suerte de haber nacido en este mundo, y sólo por eso, somos merecedores de amar y ser amados. Sin más. Sin condiciones. Sin juicios. Sin tener que ser de otra manera. Ni más guapos ni más listos ni más simpáticos. Ni portarnos mejor. Somos como somos y solo por eso somos valiosos y merecemos el respeto del otro.

Cuando comprendemos esto, cuando nuestro valor y nuestra dignidad ya no depende del exterior ni de que seamos de una u otra manera, empezamos a aceptarnos y a sentirnos bien. Esto es algo fundamental en el desarrollo de una autoestima sana y estable y es lo que nos puede guiar a la hora de acompañar a la infancia.

Si yo soy capaz de percibir a los demás como dignos de amor y de respeto tal y como son, voy a crear el ambiente necesario para que esas personas también lo sientan así y puedan mostrarse de forma natural.

Esto no significa que no sea necesario cambiar y transformarse. Significa que los cambios deben venir del interior, de una necesidad interna de hacer las cosas de otro modo porque nos damos cuenta de que así seremos más felices. Y no de nuestra carencia de amor o de nuestra necesidad de ser aceptados por el otro. Si yo cambio por una exigencia exterior, estoy poniendo en peligro mi integridad y mi autoestima. Otra cosa es que yo vea el efecto que tiene mi acción en el otro, y por amor al otro y a mí misma decida cambiar. Es muy diferente.

La labor del otro, en este caso, sería expresar cómo se siente ante lo que sea que suceda, sin poner en la balanza su amor por nosotros. Y si finalmente uno de los dos debe dejar algo esencial de sí mismo para que la relación funcione, lo más sano es que cada persona siga su camino, con amor y desde el amor.

En el caso concreto de la infancia, para acompañar el desarrollo de una autoestima sana, tendremos que fijarnos en todos los aspectos que hemos comentado.

Si vemos que depende demasiado de nuestra opinión para valorarse, nuestro esfuerzo irá enfocado a que escuche su propia percepción. Si intentamos elevar su autoestima con comentarios positivos sobre su conducta, lo más probable es que reforcemos su dependencia y su búsqueda de aprobación. En vez de decirle cuánto nos gusta lo que hace, podemos preguntarle si ha disfrutado haciendo lo que sea que esté haciendo y si se siente feliz.

Es importante evitar en lo posible las comparaciones y toda etiqueta o juicio sobre su forma de ser o sus cualidades, así podrá elegir aquello más acorde con su esencia y no lo que piensa que nos gusta a nosotros. El mensaje de fondo es: “Elijas lo que elijas, eres importante para mí y te quiero”.

Como decía antes, esto no puede ser un argumento para pasar por alto conductas inapropiadas o que hacen daño al otro; cada cosa tiene su lugar, puedo expresar que algo es inadecuado o que no está bien sin supeditar mi amor a que cambie su forma de ser o se amolde a lo que yo quiero. El amor no puede ser moneda de cambio.

También es preciso crear un entorno en el que todas las cualidades tengan su lugar, en el que la comparación sea solo con uno mismo para ver la evolución propia, en el que no exista el juicio y la crítica destructiva, el desdén o la falta de respeto ante las elecciones ajenas o la forma de ser de los demás. Ese entorno debe ser un lugar donde la infancia tenga un espacio de encuentro con el otro, de expansión, de descubrimiento. Así favoreceremos un desarrollo sano de la autoestima, sin restarle importancia al trabajo interior que cada uno necesita hacer a lo largo de la vida para superar todo aquello que impida evolucionar y para relacionarnos de forma sana con los demás.

Cuando las personas nos sentimos queridas y valoradas simplemente por existir, no necesitamos aferrarnos tan intensamente a nuestras opiniones y somos mucho más libres y capaces de transformarnos, porque sabemos que somos mucho más que eso, y que nuestro valor radica en la grandeza de estar vivos y ser capaces de amar.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

El sentido de las rabietas y cómo gestionarlas

Las rabietas son una de las primeras expresiones emocionales que aparecen en la infancia y también uno de los temas más complejos de gestionar en la crianza. En este artículo hablaré sobre cómo acompañarlas de forma que sigan siendo una expresión sana y no se transformen en una demanda incontrolable que genera tensión y malestar.

Para poder entender mejor qué son y por qué se producen, es preciso ir a los primeros años y ver el mundo desde ese punto de vista. La infancia es la etapa de la vida en la que todo se hace por primera vez; cada día aparecen nuevos aprendizajes que se consiguen integrar después de un tiempo de práctica constante y mucho tesón.

Los procesos de crecimiento son fuente de grandes frustraciones, pues se dan multitud de situaciones que colocan al niño en la posición de no ser capaz de hacer algo y tener que aprender desde cero, a través del ensayo y el error, hasta que lo consigue. Requieren fuerza de voluntad, esfuerzo, paciencia y tolerancia a la frustración.

Es precisamente esa frustración la que impulsa el aprendizaje, es la llama que enciende la voluntad hasta que se consigue lo que se intenta y, de ese logro, nace la autoestima y la confianza en las propias capacidades.

Pero mientras no se logra el objetivo, la frustración puede producir mucha tristeza, enfado y otras emociones. Si como adultos somos capaces de empatizar e imaginar cómo nos sentiríamos ante esa situación que se repite constantemente, podemos entender por qué surgen lloros sin motivo aparente o enfados y peticiones que parecen irracionales, y acompañarlos como lo que son, la expresión sana de la frustración que produce el crecimiento.

Es importante entender que esta expresión no siempre aparece en el momento, puede aparecer mucho después por una causa aparentemente nimia, que recuerde al niño una situación anterior, un poco como la gota que colma el vaso. Según el carácter del niño o la niña, todas estas frustraciones harán más o menos mella y se expresarán en mayor o menor medida. En ocasiones se puede incluso necesitar regresar a un estadio anterior, donde todo sea fácil y conocido, donde no se tenga que hacer un esfuerzo constante de aprendizaje.

En todo este proceso de crecimiento, la reacción del adulto tendrá un efecto muy potente sobre el niño. Si cuando vemos que no logra hacer algo lo hacemos por él, le quitamos la oportunidad de aprender por sí mismo y le hacemos dependiente de nuestra ayuda. Al no tener que esforzarse, no puede poner en marcha sus fuerzas para desarrollar sus propias capacidades. Además, es posible que ahora no lo pueda hacer porque no ha llegado el momento madurativo, y que, en unos meses, sea capaz de hacerlo por sí mismo sin ninguna ayuda.

Esto no significa que no podamos acompañar a los niños en sus aprendizajes; podemos estar a su lado y servir de apoyo, evitando conscientemente hacer por ellos las cosas que pueden conseguir por sí mismos. No es tarea fácil, pues para poder distinguir qué pueden hacer solos es necesario una observación profunda y una presencia atenta y sin prisas, que permita que nuestra intuición nos diga lo que realmente se necesita en cada momento. También requiere que seamos capaces de entender y de transmitir a los niños que no siempre se consigue lo que uno quiere cuando uno quiere, que las cosas suceden en el momento preciso, y que no por ello hay que rendirse o dejar de intentarlo.

El origen principal de las rabietas es justamente este: no conseguir lo que uno quiere cuando uno quiere. Y el quid de la cuestión es el siguiente; si yo no dejo que mi hija se frustre en las pequeñas cosas y alivio su frustración dándole lo que quiere, voy a tener que seguir haciéndolo continuamente, porque no va a aprender a tolerar la frustración que se desprende de todo aprendizaje. Además, si cada vez que tiene una rabieta, le doy lo que pide, estaré dotando de sentido comunicativo la rabieta. Es muy importante entender esto: Lo que mi hija percibe es que cada vez que tiene una rabieta consigue lo que quiere. Es decir, que la rabieta pasa de ser una simple y sana expresión de frustración a ser un modo de conseguir lo que uno quiere de forma fácil y sin esfuerzo. Y cuando esto sucede, las rabietas aumentan en cantidad y volumen.

Si hemos actuado de esta manera desde que nuestros hijos eran bebés, va a requerir mucho esfuerzo cambiar esta dinámica, pero es posible. Hay que entender cómo acompañar la frustración y ser capaces de estar al lado de los niños durante las rabietas, ofreciendo nuestro apoyo emocional y nuestro cariño sin ceder a las peticiones, comprendiendo su necesidad y su frustración y a la vez, permaneciendo firmes en nuestras decisiones. Cuanto mayor sea el niño, más larga será la rabieta y más esfuerzo nos requerirá permanecer en nuestro centro, pero una vez seamos capaces de entender esto y acompañar la tormenta, también el niño lo comprenderá en su interior y empezará a tolerar la frustración. Esto le ayudará a buscar otras maneras de expresar lo que necesita y también a pedir el apoyo del adulto desde la calma y la confianza.

Un caso aparte serían las rabietas que provienen de un exceso o una falta de límites. Cuando decimos “no” todo el tiempo sin dejar que los niños decidan sobre nada que les atañe, es muy difícil que no existan las rabietas, y si no existen es también un problema pues, tarde o temprano, esta necesidad de expresión propia que tenemos todos los seres humanos estallará. Es primordial entender cuáles son los límites esenciales y necesarios y cuáles no. En este artículo no hay lugar para profundizar sobre ello, pero una pista sería observar cuántas veces al día estamos dirigiendo o interviniendo en la actividad infantil y equilibrarlo con momentos de actividad libre cuando sea posible. Igual de perjudicial es decir que “sí” a todo; si rara vez intervenimos para poner límites, cuando lo hagamos no serán aceptados con facilidad y probablemente tengamos que hacer un gran esfuerzo para ser escuchados o incluso percibidos.

Ya para terminar, es muy importante darnos cuenta de que, si ponemos a los niños en el centro todo el tiempo, y sólo tenemos en cuenta sus necesidades y nunca las nuestras o las de otras personas, no van a aprender a ser empáticos, no aprenderán a limitar su libertad donde empieza la del otro, ni a respetar las necesidades de los demás. Y cuando la vida les traiga una situación que no puedan controlar, su única herramienta, la rabieta, no les va a funcionar y no van a saber cómo superar la frustración que surja de estas situaciones.

Ser capaces de acompañar las rabietas como lo que son, expresiones sanas de frustración, sin intentar cambiar la situación ni resolver el problema, acompañando con amor y comprensión la emoción que surge, es uno de los mayores bienes que podemos ofrecer a la infancia y, en definitiva, a la sociedad. Y aunque sea difícil, es totalmente posible.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

Por qué no hacemos lo que nos proponemos y cómo conseguirlo

A menudo observo lo difícil que resulta comprometerse en esta época de prisas y distracciones. Nos proponemos cosas que no conseguimos hacer y que acaban siendo un peso en un rincón de nuestra mente, que nos recuerda lo que tenemos pendiente. Es como si fuéramos por la vida en automático, repitiendo todo lo que ya hacemos y sin que haya lugar para cambios que traigan nuevas experiencias. Tomamos decisiones que, literalmente, no tienen hueco en esta vida loca.

El cambio es algo que parece casi imposible, así que es más fácil dejarse llevar por la vorágine diaria, aunque acabemos el día exhaustos y con la intención de cambiar al día siguiente. A veces necesitamos que nuestro propio cuerpo se enferme para ser capaces de parar y reflexionar, para dar espacio a eso que necesitamos urgentemente en nuestras vidas.

Viviendo de esta manera, es habitual que hagamos promesas que no podemos cumplir, y esto es especialmente dañino para la infancia que nos rodea. Llevados por nuestros deseos de cambiar y estar presentes, prometemos que haremos esto o aquello juntos, pronto, y luego volvemos a la rueda que gira sin parar, a los quehaceres sin fin, y lo prometido nunca llega. La infancia se habitúa a que no cumplamos nuestra palabra y deja de confiar. Las rabietas aumentan y nuestra autoridad disminuye; quién se va a fiar de las decisiones de alguien que no hace lo que dice. Un mundo donde no abundan las certezas es un mundo inseguro y lleno de frustraciones.

Para poder cambiar todo esto y cumplir con lo que nos proponemos, necesitamos crear tiempo y espacio para lo que realmente importa, y eso se logra ganando terreno a la prisa, poco a poco, parando unos segundos y recuperando la presencia consciente.

En el camino hacia ese ideal, hay varios aspectos a tener en cuenta que nos pueden ayudar y que paso a describir:

1. Definir con claridad lo que queremos lograr.

Es importante pensar detalladamente qué queremos conseguir y reflexionar sobre el motivo que tenemos para ello. Quizá al pensarlo con calma descubrimos que no lo estamos priorizando y por eso no lo logramos, o que en realidad lo queremos hacer por otra persona. Esto nos sirve para entender por qué en ocasiones no tenemos éxito y es una gran ayuda a la hora de encontrar lo que queremos hacer de verdad.

2. Empezar por metas pequeñas fáciles de cumplir e ir ganando terreno gradualmente.

Cuando sentimos que necesitamos un cambio, solemos elegir objetivos radicalmente opuestos a la situación presente. Si vemos que nos hemos pasado con la comida poco sana, decidimos hacer una dieta super estricta imposible de cumplir, si estamos flojos de forma física, nos proponemos ir a correr siete días a la semana durante una hora… Y claro, es un salto tan grande que el cuerpo, poco habituado a estas metas tan lejanas, no tarda en rendirse y volver al punto de inicio. En vez de tomar decisiones tan drásticas, podemos empezar por quitar de nuestra dieta las patatas fritas, por ejemplo, o por correr quince minutos cinco días a la semana, e ir ampliando el tiempo poco a poco, a medida que recuperamos la salud y la forma física.

3. Ajustar nuestras actividades al tiempo real que tenemos disponible.

A veces queremos abarcar mucho más de lo que es posible y organizamos una tarde llena de actividades que termina siendo una gincana donde no tenemos tiempo ni de respirar. Y llegamos a la clase de yoga tarde y nos vamos antes de que termine porque también vamos con retraso para tomar algo con ese amigo que tenemos tan descuidado. Esto, si lo miramos con atención, no tiene ningún sentido, pues vamos corriendo de un lado al otro sin poder estar realmente presentes en ningún sitio. Se trata de elegir y dedicar tiempo de calidad a aquello que hemos decidido hacer.

4. Desterrar la queja.

Es una de las actitudes que nos roba más energía, nos quita el empuje para hacer lo que de otro modo seríamos capaces de conseguir. Cuando nos quejamos de algo descargamos la frustración que nos produce una situación, normalmente sobre un buen amigo o amiga, y perdemos la fuerza que contiene esa frustración como impulso para el cambio. Como dice el refrán, se nos va la fuerza por la boca y hacemos crecer tanto los obstáculos que la acción se aleja hasta el infinito.

Las excusas son también una forma de sabotaje; lanzamos balones fuera, hacemos responsables de nuestra situación a las circunstancias o a otras personas, y esto nos hace pensar que el cambio no depende de nosotros. Esto nos lleva a la pasividad y a la frustración de sentir que no podemos hacer nada.

5. Discernir qué es lo verdaderamente urgente en cada situación.

Todo aquello que requiere una acción inmediata suele tomar el primer lugar en nuestra lista de tareas, relegando a un segundo puesto aspectos que pueden tener mayor importancia. Es lógico que solucionemos lo urgente primero y luego nos dediquemos con calma a lo importante, el problema es que no todo es tan urgente como parece. Por ejemplo: imaginemos que nos hemos propuesto ir a clase de pintura los lunes por la tarde, estamos a punto de salir y suena el teléfono con una llamada de trabajo. Si priorizamos la llamada, estamos dando más atención e importancia a esa llamada que a lo que hemos decidido hacer de antemano, aquello que probablemente nos hace mucha ilusión y queremos desarrollar. Y quizá esa llamada no es verdaderamente urgente y por contestarla no llegamos a la clase de pintura. El hecho de que un estímulo externo nos apremie a hacer algo no significa que se vaya a parar el mundo si no lo hacemos en ese mismo instante.

6. Observar qué elementos cotidianos secuestran nuestra atención y acotar su uso.

Como hemos visto en el punto anterior, las llamadas, la televisión, los emails, las redes sociales y el uso del móvil en general suelen causar interrupciones constantes que nos distraen y nos hacen desaparecer del momento presente. Es importante dar un espacio concreto, acotado, para su uso y no dejar que invadan situaciones e interacciones que merecen una presencia total, para poder disfrutar realmente de lo que hacemos.

7. Decidir versus actuar sin pensar.

En ocasiones puede ocurrir que actuemos en automático y digamos que sí a peticiones e invitaciones que nos proponen, sin pensar en si de verdad queremos hacerlo o si disponemos del tiempo necesario para asumirlo con atención y presencia. Cuando somos capaces de parar, respirar y ver si realmente queremos hacer lo que vamos a hacer, podemos tomar una decisión consciente, en vez de dejar que el ritmo frenético nos lleve a decir que sí cuando lo mejor sería un no.

8. Confiar en nuestra capacidad para conseguir lo que nos proponemos y no rendirnos.

Una vez hemos decidido que necesitamos hacer un cambio, o nos hemos propuesto hacer algo concreto, hay que tener plena confianza en que somos capaces de lograrlo, y que si no lo conseguimos a la primera, sólo tenemos que seguir intentándolo hasta que lo consigamos. Como dice el refrán inglés: “practice makes perfect”, de la práctica nace la perfección.

Cuando tenemos en cuenta todos estos aspectos, el cambio se hace mucho más asequible, nos volvemos conscientes de lo que queremos, elegimos aquello que nos hace bien y dejamos ir lo que no, trazando un camino cercano, posible, que podemos seguir con confianza y fuerza de voluntad.

Esto crea coherencia en nuestras vidas y en las interacciones que tenemos con otras personas. Si queremos lograr una sociedad consciente y sana, tenemos que empezar por transformar nuestra pequeña parcela en un gran paraíso.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«

Cómo nos afecta la sociedad en que vivimos

Aunque hablemos de la sociedad como ese todo global en el que estamos inmersos, dentro de ella existen muchas corrientes diferentes e incluso contrarias entre sí. A un movimiento le sigue el movimiento opuesto, es como la respuesta que tiene un muelle al ejercer presión sobre él, empujará hacia el lugar contrario con la misma fuerza.

Esto se puede observar claramente cuando se estudia la historia de la humanidad, a una fase de represión, le sucede la búsqueda de libertad, el cambio hacia la expansión.

En la época actual nos hemos alejado profundamente de la naturaleza. Nos hemos agrupado en las ciudades, que es donde hay más oportunidades de trabajo y transporte público. El dinero es lo que nos permite vivir de forma confortable, y parece más importante encontrar trabajo que dedicarnos a nuestra vocación. Si tenemos la suerte de encontrarla, hacemos todo lo posible para poder vivir de ella y, a veces, por el camino, perdemos el motivo principal por el que nos sentíamos felices dedicándonos a ello.

Todo esto, como no podía ser de otra manera, ha creado un movimiento social de vuelta al campo, de encontrar maneras para trabajar a distancia, para dedicarnos a lo que nos gusta o como mínimo, trabajar menos y tener más tiempo para aquello que verdaderamente nos mueve y para estar con nuestra familia.

Estamos viendo el horrendo destrozo de la naturaleza, el cambio climático, la cantidad ingente de basura que producimos, y esto da lugar a revoluciones verdes, a la creación de asociaciones de concienciación social para evitar la producción masiva de plásticos, a las campañas de «zero waste» para eliminar la producción de basura, a la proliferación de tiendas de productos a granel, y a una mayor conciencia sobre el reciclaje, la reducción de residuos y la importancia de la reutilización, y también a un rechazo a los productos procesados y a un aumento del consumo de productos ecológicos.

Gracias a un proceso de observación de las consecuencias de nuestra forma de vida global, somos capaces de reflexionar, tomar conciencia y actuar para producir un cambio. Y, según lo que nos afecte o la capacidad de percepción que tengamos, estaremos en un lugar u otro de la balanza en diferentes aspectos. Quizá somos muy conscientes del cambio climático pero poco de la sexualización de la infancia. O formamos parte de una organización para disminuir la pobreza mundial, pero no hemos prestado atención a la cantidad de plásticos que ingerimos, o a la contaminación de los mares.

En cualquier caso, es muy difícil conseguir ser coherentes al cien por cien; es posible que seamos conscientes de la explotación laboral que existe en los países menos desarrollados, estemos en contra y, sin embargo, compremos ropa a las empresas responsables de esta explotación. Estamos expuestos a una sobredosis de información que nos confunde y nos impide centrar nuestra atención. Es una avalancha que, a menudo, nos deja sin fuerzas para pasar a la acción; viendo todo lo que es necesario, se nos puede caer el alma a los pies y entrar en la frustración y en la pasividad. Hay tantos frentes abiertos que resulta imposible abarcarlos todos a la vez. Y actuar de forma coherente con lo que pensamos es una tarea titánica.

Pero lo importante es no cerrar los ojos ni mirar hacia otra parte. La fuerza radica en dar un paso primero y otro después, con una intención clara.

Todo esto nos afecta, y afecta a la infancia de esta época. Lo que podamos hacer para mejorar el mundo en que vivimos, tendrá su efecto tarde o temprano. Cualquier granito de arena suma. Son regalos para nuestros hijos, sobrinos, nietos… Y no solo la acción en sí misma, sino también la conciencia que pongamos al hacerlo.

Si cuando me doy cuenta de que llevo encerrada en la ciudad toda la semana y dejo todo lo que tengo que hacer para ir a dar un paseo por la playa, mi hija lo va a ver y lo va a sentir. Si además la llevo conmigo, y me propongo salir al menos una vez a la semana con ella al campo, será una acción, un recuerdo, una vivencia de esta conexión con la naturaleza. Y desde ahí ella podrá elegir qué hacer, porque tendrá ambas vivencias. Si solo le ofrezco lo que impera en la sociedad, no tendrá la opción de elegir.

Y lo mismo con la televisión. ¿Cuántos niños hay hoy en día que han tenido la posibilidad de vivir sin televisión en casa? Niños que, después de cenar, se han sentado en el salón con sus padres a leer un cuento, o a jugar al parchís. Niños que no escuchan las noticias mientras desayunan. Niños que no tragan violencia gratuita hasta en los dibujos animados. Es habitual que sepan lo que es vivir con la televisión, como si fuera un miembro más de la familia, pero no han experimentado qué es vivir sin ella. Y realmente la experiencia vale la pena.

Un capítulo aparte sería el impacto que tiene todo aquello que aparece en la televisión y que influencia nuestra manera de pensar y percibir el mundo, incluso de actuar. Cuando algo se pone de moda, la mayoría de personas lo reproducen, sin apenas reflexionar sobre si les gusta o no, si les queda bien o si es algo incómodo e incluso insano.

Podría seguir hablando de muchos temas, de hecho se podría escribir un libro entero sobre todas las influencias a las que estamos sometidos en la sociedad de hoy en día, pero creo que lo importante es despertar el pensamiento reflexivo. Observar qué es lo que nos hace bien y qué es lo que nos afecta de forma negativa, elegir desde nuestra experiencia y no desde lo que supuestamente es «normal».

Hay una frase muy dañina que suele utilizarse para justificar cualquier cosa. Cuando preguntas a alguien por qué hace algo y te responde: «porque siempre se ha hecho así» o «porque ellos también lo hacen». Se puede elaborar para que suene mejor y más adulto, pero en realidad es la típica respuesta de un niño al que un adulto está riñendo y se escuda en que su amigo también lo ha hecho. Es una respuesta inmadura, que viene desde la falta de reflexión, desde el dejarnos llevar por la corriente, por el otro, por lo que «todo el mundo» hace.

Existe una película extraordinaria, titulada Amazing Grace, sobre el tema de la abolición de la esclavitud, que refleja esta cuestión. En ella se puede ver claramente la disyuntiva entre lo que es correcto para uno y lo que es socialmente aceptable, entre la moral individual y los intereses de la sociedad como institución. Es un retrato magnífico de este dilema que puede inspirarnos a hacer aquello que realmente consideramos esencial, a desarrollarnos como personas conscientes capaces de contribuir al necesario cambio social.

Terminaré este artículo recordando una de mis citas favoritas de Rudolf Steiner, que resume de alguna manera lo que quiero transmitir:

No hemos de preguntarnos qué necesita saber y conocer el ser humano para mantener el orden social preestablecido; sino qué potencial hay en la persona y qué puede desarrollarse en ella. Así será posible aportar al orden social nuevas fuerzas procedentes de la generación joven. De esta manera, siempre pervivirá en este orden social lo que hagan de él las personas integrales que se incorporen al mismo y no se hará de las nuevas generaciones lo que el orden social existente quiere hacer de ellas”.

Rudolf Steiner

Extracto mi libro “Crecer para educar”. Uno editorial. Enero 2021.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Lo que necesitamos saber para aprender a poner límites

Lago del Saler

En mis años de maestra y en mi recién estrenado rol de tía, me doy cuenta de lo difícil que es llevar a la práctica muchas de las ideas que consideramos esenciales en educación. Hablo tanto de poner los límites necesarios con amor y claridad como de distinguir qué es lo adecuado en una situación dada. En la teoría parece todo muy claro, pero cuando llega el momento, las certezas dejan paso a la emoción, que tiñe de confusión las decisiones.

Esto es principalmente porque no queremos ver sufrir a nuestros pequeños, queremos evitar a toda costa las situaciones que puedan causarles dolor. Poner un límite significa que el niño o la niña ya no puede seguir haciendo aquello que le gustaba, y esto produce disgustos. Es más, nos convertimos de algún modo en la causa de su dolor y podemos incluso sentir que estamos coartando su libertad.

Sin darnos cuenta perdemos la perspectiva; no vemos más allá de ese momento y de ese deseo que no se puede cumplir. Lo vemos muy claro cuando hay un peligro inminente; vemos a una niña a punto de cruzar la calle sin mirar si vienen coches y el límite es evidente e inmediato. ¿Por qué? Porque el dolor de la posibilidad de perderla es mucho mayor que el dolor de frenar su libertad en ese momento.

Sin embargo, cuando las consecuencias no son visibles a corto plazo, es mucho más fácil que cedamos y que pongamos por delante de lo que consideramos adecuado los deseos del niño o la niña. No vemos que lo que hoy estamos permitiendo, porque en realidad “no pasa nada”, se puede convertir en una dificultad grande o incluso en un dolor más grande más adelante. Un ejemplo muy claro sería cuando un niño nos pide dulces y se los damos de forma sistemática, y luego tiene que pasar por el dentista porque tiene caries. O incluso más a corto plazo, el día que toma dulces luego no consigue dormir ni descansar bien. ¿Es más importante evitar el dolor de no poder tomar un dulce que el de no poder dormir? Cuando somos capaces de mirar un poco más allá y ver la imagen completa, nos resulta mucho más fácil sopesar la situación y tomar una decisión clara.

Hay que tener también en cuenta que lo se expresa como deseo no siempre es lo que se necesita. Los bebés y los niños muy pequeños no tienen muchos medios para expresar sus necesidades y los adultos intentamos adivinar de la mejor manera cómo satisfacerlas.

Sin darnos cuenta, a menudo utilizamos la comida para calmar el llanto o el dolor. A veces será justo lo que necesitan, otras veces no, pero en cualquier caso, asociarán la comida con la solución para su dolor. Otras veces, les ofrecemos ver la televisión o el móvil para que se calmen. Quizá lo que necesitan es llorar entre nuestros brazos un rato más, pero lo que reciben es otra cosa, y se acostumbran a ese sustituto para calmar su dolor. ¿Qué sucede? Que ese sustituto se hace imprescindible y, si no lo reciben, el dolor es mucho mayor.

Pero en realidad, esto no soluciona la carencia. No han aprendido a escuchar lo que realmente necesitan y confunden sus deseos más profundos con cosas materiales. Es así como uno se desconecta de sí mismo y pone su atención fuera, en el mundo material, como si fuera allí donde está la solución.

Por eso es tan importante la escucha en la crianza y en la enseñanza. En vez de correr a consolar a la infancia con algo que distraiga su atención del dolor, necesitamos aprender a escuchar, a dar espacio y tiempo para que sepa qué necesita. Igual es un abrazo, o respirar profundamente o llorar un ratito.

Aprender a manejar la frustración de recibir un “no” es un aprendizaje muy importante en la vida. Y es mucho más fácil de asimilar con un adulto que sabe escuchar y acompañar esta situación, ofreciendo el espacio y el cariño necesario, sin utilizar sustitutos ni ceder en su decisión.

Si además somos capaces de observar nuestros propios deseos y distinguir los reales de los creados, estaremos haciendo un trabajo interior que nos llevará a ser más felices y a poder mostrar un camino posible a la infancia que nos rodea.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«