Cómo acompañar a la infancia cuando no quiere ir al cole

Niños apoyados en un árbol en el parque

Tal y como decía en mi último artículo, hay muchos motivos por los cuales la infancia no quiere ir a la escuela y es importante saber de cuál se trata para poder acompañarlo de la mejor manera. En el texto anterior describía cómo distinguir las diferentes situaciones que se pueden dar, así que hoy voy a hablar sobre cómo podemos entender y afrontar algunas de estas situaciones.

A veces, la solución será sencilla y otras no tanto, pero siempre podemos hacer algo para acompañar la situación y que no se convierta en un bloqueo o una dificultad cada vez más grande.

Por ejemplo, cuando la causa para no querer ir a la escuela es el cansancio físico, por falta de sueño o exceso de actividades, la situación puede mejorar mucho ajustando los horarios del día a día.

Es necesario crear una rutina semanal que incluya actividades de movimiento físico intenso justo después del cole, para regresar a casa pronto y entrar en un tiempo de relajación y calma, con luces suaves, con quehaceres tranquilos, que lleven a la serenidad antes de cenar. Ya después de la cena, seguir con este ritmo sereno, evitando las pantallas y leyendo en familia un ratito antes de ir a dormir, a una hora que permita un sueño largo y reparador. Es importante también elegir para la cena alimentos que no sean excitantes, que traigan calma y sean fáciles de digerir.

Otra situación que puede ser difícil es cuando nace un bebé en la familia y mamá o papá se quedan en casa con él. Esto, para el que era el menor de la casa hasta ese momento, puede ser algo muy difícil de asimilar y es posible que no quiera ir al cole para quedarse en casa con ellos.

Es una reacción natural, pues existe una gran sensación de pérdida de algo muy íntimo que existía antes de la llegada del bebé. No quiere estar ausente ni un momento, para poder asimilar y entender de alguna manera la nueva situación. Necesita profundamente recuperar ese tiempo íntimo, saber que no se ha perdido para siempre.

En estos casos, ayuda mucho organizarse para encontrar esos ratos de conexión a solas, de tú a tú, sin ninguna distracción y sin la presencia del bebé, con atención plena. No es necesario que sea mucho tiempo, pero sí que sea un momento de presencia total, de disfrute, de hacer algo que verdaderamente una y que devuelva la complicidad a la relación. Esto calmará la necesidad de estar presente siempre, pues se irá recuperado la intimidad y disminuirá la sensación de pérdida.

En otros casos, cuando el motivo de no querer ir al cole está relacionado con la escuela, por un cambio de maestro, por ejemplo, es muy importante ver cómo crear ese nuevo vínculo tan necesario.

Para ello es preciso que el maestro consiga crear un espacio de confianza donde hablar con los alumnos y reconocer su posible tristeza por la pérdida de su anterior maestro. Les puede preguntar qué cosas les gustaba del antiguo docente y apuntarlas, viendo cuáles se pueden mantener e intentando que no se pierdan aquellos detalles con los que más disfrutaban. También es necesario transmitir a los alumnos ganas de compartir tiempo con ellos y escucharlos. Va muy bien tener pequeñas charlas con cada estudiante, simplemente unas palabras cariñosas, una escucha cercana que les dé confianza y les ayude a vincularse.

Cuando se trata más bien de una dificultad a causa del contenido de aprendizaje, hay que revisar cómo se está enseñando y buscar la manera de dar un soporte, ya sea en casa o en la escuela, siempre sin dañar la autoestima del estudiante, evitando comparaciones y etiquetas, haciendo patente que todos necesitamos un apoyo en algunos momentos y que es genial poder tener a alguien que nos vuelva a explicar lo que no entendemos.

También es preciso revisar el estado de los sentidos y de salud en general, pues a veces podemos pasar por alto dificultades que se desarrollan en un momento concreto. Me refiero, por ejemplo, a un problema de visión o de oído, que puede no ser muy evidente y al mismo tiempo estar interfiriendo en el aprendizaje.

Ya por último, quiero tratar una de las situaciones más delicadas que se puede dar, que es cuando hay una dificultad en lo social, cuando no se quiere ir a la escuela por miedo, angustia o por sentimientos de soledad. La sensación de no encajar o incluso ser rechazado por el grupo produce una herida emocional profunda que debe ser acompañada y atendida con gran sensibilidad.

Es necesario observar con mucha atención las relaciones entre los niños antes de intervenir, sin entrar en el juicio rápido o la culpabilización, pues esto puede hacer que la situación empeore y las conductas inapropiadas, si las hay, se escondan y continúen sucediendo fuera de la vista del adulto. De hecho, es imprescindible descubrir la raíz del conflicto, la necesidad oculta que hay por debajo, para poder ofrecer herramientas que consigan resolver la situación desde el respeto y el amor.

Este es un tema de extremada importancia y no puede ser tratado aquí con la profundidad que merece, así que sólo añadiré que lo esencial es escuchar con gran empatía y crear un ambiente de confianza en el que la infancia se sienta segura para hablar y compartir lo que sucede. Y aprender a leer en los gestos, miradas y acciones de los peques cuando algo no va bien.

Con esto termino, espero haber podido indicar posibles caminos para resolver estas situaciones o, al menos, despertar la intuición para descubrir cómo acompañarlo de la mejor manera.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Fotografía cortesía de Marcus Wallis

Concédete el tiempo que necesitas

Atardecer en la Albufera

Desde bien pequeña, he tenido prisa por ir más allá. Prisa por crecer, por ir y por volver. Por enamorarme, por viajar, por terminar la semana.

En el colegio, terminaba en dos segundos la tarea, con una letra terrible que casi no se podía entender, y me solían enviar de vuelta a mi sitio a repetirlo, o me ponían ejercicios más difíciles, intentando que tardase un poco más en resolverlos. Pero mi afán consistía precisamente en terminar lo más rápido posible.

Más adelante he sentido prisa también en la carretera o en el metro, aunque realmente no esté llegando tarde a ninguna parte.

Esto ha sido algo que he tenido que trabajar toda mi vida, pues mi impulso de hacer las cosas con gran rapidez hace que deje muchos detalles en el tintero.

Me di cuenta de esto viendo la película El último samurai. En ella, hay una escena donde Tom Cruise observa cómo preparan el té en el pueblecito japonés que lo tiene cautivo, y se maravilla del cuidado y la atención con que lo hacen, pues raya la perfección. Es pura presencia.

Después de verla, me hice un cartel que decía: “No hay prisa. Date el tiempo suficiente”, y lo colgué en la pared de mi habitación. Y también me aficioné a la escritura con plumilla y tinta, que es una de las cosas que no puedes hacer rápido aunque quieras.

¿Y para qué tanta prisa?

Me he hecho esta pregunta muchas veces, al darme cuenta de lo acelerada que voy por la vida.

Sé que hay una parte que viene en mis genes, pues me parezco mucho a mi madre y a mi abuela y ellas también van de una cosa a otra como un relámpago, tanto en el pensamiento como en la acción.

También debe ser mi propio temperamento pues, ya de entrada, mi llegada al mundo duró 20 minutos, casi nazco en un taxi.

Pero hay otra parte que tiene que ver con la sociedad de hoy en día, que fomenta y nos pide cada vez mayor rapidez. Nos inunda de contenidos, que no tenemos tiempo de digerir, y también de actividades y opciones. Nuestra capacidad de prestar atención se dispersa y disminuye radicalmente su calidad. Al igual que nuestra capacidad de observar, de estar presentes e incluso de amar.

A esta velocidad, no se puede profundizar. Y si no se puede profundizar, no se puede conocer realmente a nadie. Y así crece la distancia entre las personas y se pierde la empatía. La prisa hace que no veamos al otro, que no lo reconozcamos y que no nos demos cuenta de que, a veces, pasamos de largo sin darnos cuenta de que quizá alguien necesita un abrazo, un saludo, una sonrisa.

Cuando observo tanta prisa a mi alrededor, me doy cuenta de que necesitamos parar y respirar. Replantearnos cómo vivimos y, especialmente, qué tipo de rutina y ritmo de vida estamos dando a nuestros hijos. Y, sobre todo, darnos cuenta del tipo de atención que les estamos ofreciendo.

¿Les escuchamos con verdadera presencia?

¿Tienen tiempo real para jugar? ¿para dormir? ¿para comer?

¿Les damos el tiempo que necesitan para aprender las cosas por sí mismos? ¿O las hacemos nosotros para “ahorrar” tiempo?

¡Qué frase esta! Ahorrar tiempo… Como si pudiéramos hacerlo…

Vivimos esclavos de la vorágine que hemos creado y, cuando llegan las vacaciones, no sabemos bien cómo descansar. A veces incluso nos enfermamos cuando soltamos la prisa, o nos sentimos incómodos cuando no somos productivos, cuando “no hacemos nada”.

Sé que no es fácil parar. Soy consciente de que, cuando se tiene un sueño, el impulso es hacer de forma constante. Sea el sueño un gran proyecto, crear una familia o simplemente, llegar a fin de mes con tranquilidad.

Pero, si conseguir ese sueño nos quita la salud, la capacidad de disfrutar, de amar y de vivir la vida de forma consciente… ¿Habrá valido la pena? ¿Seremos capaces de disfrutarlo cuando llegue?

Siento que es una reflexión necesaria y quizá las vacaciones sean el momento perfecto para ello.

Ojalá disfrutes al máximo de cada instante.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

El cuidado del otro

Barco de vela y ola de mar

Hoy quiero escribir sobre un tema que me parece muy delicado y necesario a la vez. Es una percepción que parte de mi experiencia personal y me toca profundamente, así que voy a poner toda mi atención en ser lo más objetiva posible.

Todo empieza por una sensación que me ha acompañado en algunos proyectos educativos, y también en las escuelas de meditación de las que he formado parte. Digamos que lo percibo de forma más intensa en proyectos que quieren manifestar un ideal en el mundo, y se puede dar también cuando uno intenta ser el padre o madre perfecto. Se trata del olvido de uno mismo.

Cuando nos mueven grandes ideales, a veces nos olvidamos de nuestras propias necesidades, y ponemos por delante todo lo que necesita el proyecto. En ocasiones, ponemos estos ideales por delante de nuestra familia, nuestras fuerzas, nuestra economía, nuestro descanso y nuestra salud.

Y, precisamente, es esto lo que hace que no podamos estar verdaderamente presentes y manifestar ese ideal en el mundo.

Es esa madre o padre que siente que tiene que estar presente a todas horas y responder a todas las demandas de su hijo, que no se puede permitir que nadie le ayude, ni abuelos, ni tíos, ni amigos, y acaba sin energía y dando a su hijo una presencia a medias y más de un grito por agotamiento.

Es ese maestro que se reúne con todos los padres y maestros que lo necesitan, llegando a casa a las tantas, sin poder atender a sus propios hijos, levantándose de madrugada para preparar las clases y llegando al aula con pocas horas de sueño y cierto malhumor interior.

Somos todos nosotros, cuando por un ideal abandonamos a tiempo completo el cuidado de nosotros mismos.

Es más, cuando alguien elige vivir su vida de esta manera dentro de un proyecto, no suele entender que el resto de personas no elijan vivir así, y si estamos hablando de un proyecto solidario o humanitario, hay todavía más presión institucionalizada para sentir que uno debe vivir así.

Y todavía puede ser más difícil si son los responsables de esos proyectos los que ven la vida de esta manera, pues tenderán a exigir a sus subordinados que también se entreguen de la forma que ellos lo hacen.

Esto lleva al síndrome del profesional quemado, que seguramente no se llama exactamente así, pero se entiende de forma muy gráfica. Y también lleva a que grandes profesionales, con mucho que aportar, abandonen un proyecto, o a que el propio proyecto fracase.

Me apena ver cómo grandes proyectos y grandes personas acaban dejando su vocación por haber olvidado el cuidado de si mismos o de las personas que forman parte del proyecto. Al poner por delante los objetivos y necesidades del proyecto se deja de tener en cuenta a las personas, que son el verdadero motor y fuerza del mismo, y esto acaba revertiendo de forma negativa en el propio funcionamiento del proyecto… Y aunque lo estoy enfocando a proyectos educativos, lo mismo sucede como decía antes, en la paternidad… A más desgaste, menos presencia y menos capacidad para acoger la necesidad del otro de forma amorosa, si yo no me sé cuidar, ¿cómo voy a cuidar de otro?

En el caso de los maestros, a veces intentamos que los niños hagan de todo, una obra de teatro, doce excursiones al año, los más complejos y elaborados regalos del día del padre y de la madre, celebrar el carnaval y todas las fiestas locales con ellos, y, en el camino, con tanta actividad, perdemos el norte, perdemos la mirada presente, perdemos ese recreo al sol en el que te sientas al lado de un alumno a compartir simplemente la compañía mutua, un pensamiento, una percepción, un chiste, una sonrisa… perdemos el tiempo para ofrecer una verdadera escucha, que es lo que el alma necesita para florecer… y todo lo demás muchas veces son distracciones que nos apartan de lo esencial.

Como pensamiento final, me gustaría decir que creo posible manifestar un ideal cuidando de todas las personas que lo forman, atendiendo a sus necesidades, ofreciendo una posibilidad de vida plena, con experiencias positivas que provoquen un estado de ánimo lleno de energía y entusiasmo, que sume al proyecto, que cree un ambiente de trabajo positivo donde todo es posible, donde la productividad aumenta en calidad y donde toda la comunidad rebosa cariño, comprensión y presencia. Y esto es posible aprendiendo a desarrollar la empatía, el cuidado de uno mismo y del otro y la responsabilidad de cada uno.

Sara Justo Fernández. Formadora de maestros. Especialista en pedagogía Waldorf.

Autora del libro «Crecer para educar«