Cómo acompañar las emociones en la infancia

Es necesario separar lo que uno es de lo que uno hace, porque no es lo mismo. Puedes ser una persona muy tierna y pisar a alguien sin darte cuenta.

Es cierto que a veces está profundamente relacionado, pero somos mucho más de lo que hacemos. Las acciones suelen ir impulsadas por emociones que nos embargan y ciegan la parte más consciente, la que tiene visión de águila, nuestro ser esencial.

Y los peques que nos rodean todavía están muy tiernos en este sentido: suelen ser todo emoción y necesitan aprender a sentir también esa parte sabia que percibe de forma más amplia cada situación.

Somos las personas adultas quienes debemos ser capaces de darles un espacio para respirar y sentir la emoción en primer lugar, y después, cuando llega la calma, ofrecer esa visión de águila que se pierde cuando una emoción te ciega.

Bueno, en realidad, todos necesitamos esa alma amiga que nos ofrezca un espacio acogedor donde podamos sosegarnos y asumir lo que sucede antes de decidir cómo actuar. Muy pocos hemos recibido una educación que nos ayude a encontrar ese silencio interior donde discernir de dónde viene cada reacción y cómo encontrar aquello que realmente nos hace bien. Por este motivo, es todavía más urgente e importante que practiquemos cada día.

Se habla mucho de la educación emocional, de no reprimir las emociones, de sentirlas y darles su espacio, pero poco se habla de que una emoción es algo temporal que no debe guiar nuestra vida.

La emoción trae un mensaje importante que habla de algo más profundo que necesitamos escuchar. Hay que acogerla y darle el espacio que merece, sin permitir que tome las riendas de nuestro destino.

Justamente, lo que nos muestra un mayor equilibrio emocional en personas adultas es la capacidad de percibir las propias emociones y entender cuál es su origen, siendo así capaces de conocerse mejor y aprender a cuidarse, sin depender ni esperar que sea el otro quien resuelva lo que sólo uno mismo puede acoger.

Esto mismo se puede trabajar ya en la infancia, siempre con cuidado de no llevar la atención a lo racional, ni juzgar o moralizar a alguien por sus actos.

Lo esencial es ser capaz de tomar conciencia de lo que uno necesita y también del efecto que tienen sus acciones en el mundo y en los demás.

No sirve el pensar prestado, la moralidad impuesta a través de la culpa, el castigo o el chantaje emocional. Y, por desgracia, existen formas de manipulación emocional de lo más sutiles, de las que no nos damos ni cuenta.

La única moral sana es la que se forma en el interior de uno mismo cuando se es capaz de ver el efecto de nuestras acciones en el otro, en el entorno. Observando profundamente estos efectos, sin juicio, desde la ecuanimidad y la comprensión, nos damos cuenta de que el bienestar de cada ser vivo está íntimamente ligado al bienestar de todos los demás.

Esto es una verdad universal que, cuando se vivencia desde el descubrimiento propio, genera responsabilidad desde la libertad de elección y hace del mundo un lugar mejor.

*Este texto es un extracto de mi nuevo libro, la continuación de «Crecer para educar«.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Sí tienes tiempo

Estos días reflexionaba acerca del tiempo y de cómo se ha arraigado la creencia de que no tenemos tiempo, especialmente para aquello que más nos gusta y nos nutre.

Solemos gastar mucha energía haciendo lo urgente, lo que debemos hacer, y, como esto en realidad no nos nutre, lo normal es que nos agotemos y busquemos “descanso” en el sofá, en las redes sociales, en un ratito de no pensar.

Sin embargo, ese tiempo en redes o en el sofá, viendo la serie o la película del momento, no son realmente un descanso…

Sí, lo parece porque has pasado de estar con la mente a cien por hora, tomando decisiones y cumpliendo tareas, a sentarte y dejar que sea la pantalla quien hace y tú quien recibe.

Pero, no te das cuenta de que sigues perdiendo energía… Porque el alimento que llega a través de la pantalla no suele ser de la mejor calidad.

Tanto las redes como las series están diseñadas para atraparte en su trama, y no suelen ser una inspiración para vivir más feliz.

De hecho, en esos ratitos de supuesto descanso, perdemos la voluntad, la energía y el tiempo para hacer lo que realmente nos puede nutrir.

Sin embargo, si en vez de sentarte en el sofá a las 10 de la noche, después de acabar tus tareas, sales a mirar las estrellas en silencio, sintiendo tu respiración, volviendo a ti, dejando ir aquello que ya no sirve y recuperando tu centro, verás que duermes mucho mejor.

Y, si en vez de mirar el móvil nada más levantarte, dedicas unos minutos a sentir la belleza del día, a agradecer que sigues aquí un día más, a mirar a las personas con quien convives y agradecer también su presencia en tu vida, seguro que el día sería distinto.

Y, si en vez de dedicar esa pausa del trabajo a charlar con los compañeros sobre lo mal que lo hace la jefa, el presidente, la alcaldesa u otro compañero, sales a dar un paseo y a respirar aire fresco, seguro que tu mente se relaja y vuelves desde otro ánimo.

Haz la prueba.

Haz tiempo para lo que te nutre. Fabrícalo. Defiéndelo.

Róbaselo a las pantallas y a los momentos que inviertes intentando resolver y controlar lo que no depende de ti. O a los que dedicas a la queja, que son los que peor te van a dejar con diferencia…

Es urgente que hagas tiempo y espacio en tu vida. Y realmente está en tu mano.

No digo que sea fácil, pero es posible y depende sólo de ti.

Verás que todo mejora y eres mucho más feliz cuando aprendes a dedicarte el tiempo que necesitas.

Y, además, estarás dando el paso más importante para poder acompañar a la infancia desde la conciencia plena y el amor.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de Yuting Gao

Como es adentro, es afuera

Hace unos días escuchaba con gran atención a una amiga que tenía una dificultad en el trabajo. Me contaba que su jefe no le permitía descansar. Cada vez que llegaba su hora de descanso, llegaba con algún tema urgente que debía resolver. Y solía llevarle toda la jornada, así que pasaba días y días sin parar, desde que entraba hasta que salía.

Seguimos conversando sobre otras cosas y, en medio de nuestra charla, ella me dijo que no era capaz de estar sentada sin hacer “nada”, que siempre se le ocurría algo que hacer y se sentía mal si se quedaba unos minutos sin ser productiva.

Al principio no lo relacionamos, pues estábamos hablando del hogar y de todo lo que hay que hacer cuando estás criando y trabajando a la vez, pero de repente, lo vimos.

Ella, al igual que su jefe, no se permitía descansar.

Fue un momento de darnos cuenta, ambas, de cómo lo que pasa fuera puede ser un reflejo de lo que sucede en nuestro interior.

Cuando no me permito descansar, es muy posible que tampoco mi entorno me lo permita. Inconscientemente elijo situaciones y vivencias en las que el descanso no es posible.

La buena noticia es que, si presto atención a lo que sucede fuera, es como ver mi interior proyectado en la pantalla grande del cine y esto me permite tomar conciencia e iniciar el proceso de cambio y transformación.

Si mis hijos se pelean mucho entre sí, puedo mirar cómo es mi relación con mis hermanos, o con mi pareja, que es el ejemplo más cercano que tienen. Si no me hacen caso en nada, puedo observar si yo soy capaz de escuchar a las personas que me rodean, o incluso a mí misma. Si aparecen en mi vida personas muy enfadadas, puedo preguntarme si yo estoy enfadada con algo o alguien…

Y así quizá, a través de la escucha y la observación, puedo darle la vuelta a la situación y empezar a transformar lo necesario para vivir más feliz y serena.

Eso que nos rodea, lo que nos pasa, es la mejor pista que tenemos para saber por dónde empezar nuestro camino de evolución.

Espero que te inspire y te sirva 😉

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

¿Qué es la verdadera libertad?

Muy a menudo pensamos que, ser libre, significa poder hacer lo que uno quiere hacer en cada momento. Lo que no tenemos tanto en cuenta es si lo que queremos hacer es un deseo real nuestro, que nos hace bien y nos trae felicidad, o es un deseo que viene de otro lugar.

Hay cosas que deseamos porque nos han enseñado que conseguirlas nos dará felicidad, y las buscamos aún teniendo pistas por el camino de que no nos llenan. Otras veces deseamos algo que todo el mundo desea, porque parece que es lo que hay que conseguir en la vida para ser feliz, y, sin embargo, cuando lo logramos, nos damos cuenta de que sentimos un vacío, una carencia que no se ha resuelto.

Entonces pensamos que es porque nos falta algo más, algo que la sociedad o nuestra educación dice que es necesario para tener una vida plena, y repetimos el ciclo con el mismo resultado.

La cuestión principal es que, si cumplimos deseos que, en realidad, no son nuestros, no somos verdaderamente libres. Estamos siguiendo los patrones de vida de nuestros antepasados o de la sociedad, enredados en una maraña que no puede llevarnos hacia nuestra propia felicidad.

Ser libre es ser capaz de discernir de dónde provienen mis deseos y mis pensamientos. Y después ser capaz de elegir aquellos que vienen realmente de mi interior y que son coherentes con lo soy verdaderamente. Es necesario liberarse de todo aquello que no somos para ser y vivir plenamente.

Y lo mismo sucede en la crianza, a veces pensamos que, para que nuestros hijos sean libres, debemos decir que sí a todo lo que nos piden y cumplir todos sus deseos. Pero, en muchas ocasiones, la infancia pide algo para tapar un malestar interno, una carencia que va mucho más allá de lo que está pidiendo. Hay que ser capaz de encontrar ese deseo original, esa necesidad que va más allá de sus palabras y que se esconde dentro de su ser.

Muchas veces creemos que nos piden atención constante cuando lo que necesitan realmente son unos minutos de presencia plena, de compañía y reconocimiento sereno.

Pero, si no sabemos qué es lo que realmente queremos, ¿cómo vamos a saber lo que quiere y necesita la infancia que nos rodea?

Sólo a través de una práctica continuada, si es posible en compañía afín, que nos lleve a observar y descubrir quiénes somos verdaderamente, podremos llegar a la libertad y la vida plena. Y podremos también acompañar a la infancia que nos rodea en su caminar por esta misma senda.

Si quieres iniciar conmigo este trabajo profundo de observación y crecimiento, aún estás a tiempo*.

Espero que mis palabras te inspiren y te sirvan.

*La nueva edición de mi formación «Crecer para educar» está a punto de comenzar, escríbeme a info@sarajusto.com y te cuento todos los detalles.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de Bert Mulder

Es tiempo de serenidad y calma

Cuando empieza el frío de verdad y se acerca el tiempo donde estar recogido y en casa es el mejor regalo, sucede algo extraño que nos saca de ese recogimiento y reflexión. Empiezan a aparecer las luces de navidad en las calles y, con ellas viene de vuelta una sensación inquietante de todo lo que queda por hacer antes de que acabe el año.

Este mes y medio se convierte en un ir y venir que nada tiene que ver con lo que realmente necesitamos, que es parar y volver a nuestro centro, encender esa luz en el interior que nos puede guiar a través del invierno y poder dedicarnos a vivir con la infancia que nos rodea en el calor del hogar.

Siempre me ha parecido una gran contradicción el exceso de compromisos, cenas y eventos que aparecen a finales de año… Llegamos a las navidades exhaustos, tras una gran carrera por tenerlo todo listo y apunto, sin la presencia y la calma necesaria para disfrutar de las reuniones íntimas, o de tardes largas con la infancia, haciendo galletas y dando calor al hogar.

Y por eso, este año me he adelantado para compartir contigo esta reflexión… Aún estamos a tiempo para poder organizarnos sin dejar todo para el final y también para reducir la cantidad y la complejidad de los eventos que están por llegar.

Es un gran descanso elegir aquellas reuniones que realmente nos llenan el corazón y prepararlas con presencia y mimo, con calidez y atención. Y dejar a un lado todo lo superfluo, todo aquello que realmente no nos apetece y quizá hacemos por compromiso, dando su lugar a lo que nos importa de verdad.

Y lo mismo con los regalos, es importante elegir aquello que sabemos que alegrará a nuestros seres queridos, sin excesos, sin comprar por comprar, sintiendo realmente a la otra persona, pensando también en el medio ambiente escogiendo materiales sostenibles en vez de plástico, artesanía en vez de producción industrial, cercanía…

Ojalá estas palabras, aunque un poquito tempranas, te ayuden y te acompañen para preparar un final de año sereno, alegre, presente y lleno de cariño, amor y paz verdadera.

Si sentimos esa paz y esa serenidad en nuestro interior, seremos capaces de hacer que brille y se expanda a nuestro alrededor, como un farol en una noche oscura…

Que el frío del otoño te acompañe hacia el interior y se encienda tu luz.

Un gran abrazo y feliz tiempo de San Martín.

Sara

Pd* Para fomentar que evitemos las prisas del último momento y que te lleguen con tiempo mis libros, a partir de hoy y hasta el 9 de diciembre, voy a acompañar cada pedido con una postal impresa de una de mis acuarelas, firmada y dedicada especialmente para ti.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

«Procura reservarte momentos de quietud interior, aprendiendo en ellos a discernir lo esencial de lo no esencial»

Rudolf Steiner

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La necesidad infantil de nuestra compañía y presencia plena

Una familia sentada en las rocas mirando al mar

Una de las cosas que más me llama la atención cuando la infancia empieza a ir a la escuela es el cambio que se produce en su forma de interaccionar con los demás.

Empiezan a aparecer conductas y actitudes nuevas, que imita de sus compañeros y también de sus maestros. Al observar formas diferentes de hacer las cosas, necesita probar a ver cómo se siente si las hace también.

Este experimentar es un proceso sano y natural, pues amplia su mundo y va más allá de lo que se ha podido aprender hasta ahora en el hogar familiar. Y es muy interesante observar esas nuevas conductas, pues en ellas vamos a ver qué está viviendo en el espacio escolar.

Es bastante común que los peques jueguen a ser los maestros y pongan a todos sus muñecos en fila o sentados, para darles clase. Les dicen lo que tienen que hacer, los riñen y les mandan callar. Repiten cuidadosamente todo aquello que los docentes dicen en el aula, tanto a ellos mismos como a sus compañeros. Y es posible también que suban mucho el tono de voz, cuando quizá antes no lo hacían.

Cuando lo observamos con atención, podemos ver qué mensajes les llegan profundamente y la cantidad de órdenes que reciben al día. Ahí nos daremos cuenta de por qué luego nos dicen que no a todas nuestras propuestas o se muestran muy directivos y “mandones” con nosotros, queriendo que hagamos las cosas exactamente como ellos quieren. Están repitiendo las exigencias que reciben día tras día, a cada momento. Es lo que les hemos enseñado, tanto en casa como en el cole.

El día a día de una escuela, con una ratio de un adulto por veinte niños, según el caso, no permite una atención individualizada. Con suerte, cada alumno puede recibir un ratito de atención directa al día, de un docente que intenta llegar a todos y que, con gran esfuerzo, lo consigue. Pero nunca será como la atención que recibe en casa. Es imposible, naturalmente.

Los grandes maestros son aquellos que logran crear una estructura sana que los peques entienden y siguen, y que generan la autonomía necesaria para poder tener esos ratos de presencia y escucha activa de forma individual. Pero no es una tarea fácil.

Además, está la relación con los compañeros, que no siempre puede ser completamente supervisada por el adulto. Puede haber alguien que pegue a los demás como medio para comunicar su malestar, o que grite muy a menudo, o que sepa cómo hacer para que le sigan o para imponer su opinión. Todas estas conductas, sin el apoyo de un adulto, generan duda e inquietud y también son un ejemplo, que es posible que imiten si sienten que les sirve, que consiguen, por ejemplo, tener más amigos o ser más´populares.

Todas estas experiencias son fuentes de aprendizaje naturales, que pueden incluso ser positivas si existe un vínculo de confianza profunda con una persona adulta de referencia, que esté disponible y que sepa escuchar atentamente cuando se acude a ella.

Y por eso es tan importante, además de la presencia y la confianza del docente en la escuela, tener tiempo de calidad en familia, cada día. Momentos de escucha profunda, de compartir un rato en silencio, paseando, charlando. No me refiero a jugar con nuestros hijos, aunque también es muy necesario crear ratos de diversión en familia. Hablo de abrir las puertas a la comunicación, estando disponibles interiormente.

La infancia nos necesita como referentes, tanto a los docentes como a la familia, todos los días. Y también necesita periodos largos de atención más profunda, como son las vacaciones.

Es un tiempo perfecto para volver a la calidez del hogar, para descansar de lo social y regresar a lo familiar. A lo largo de los días de vacaciones, sintiendo la presencia atenta y dispuesta del adulto, es muy posible que nos pregunten y nos cuenten cosas que han vivido durante el año.

Y también es el momento ideal para mostrar con nuestro ejemplo, la mejor forma de ser feliz: comunicándonos con amor y respeto entre nosotros, utilizando un tono de voz calmado y amable, organizándonos de forma que todos puedan hacer aquello que más les gusta, entendiendo y respetando las necesidades esenciales de cada miembro de la familia.

La mayor parte de las veces que mis alumnos me han contado cosas importantes, ha sido en momentos compartidos como viajes en autobús, o haciendo alguna tarea juntos, tejiendo por ejemplo. Sienten que el adulto está libre y dispuesto a escuchar y abren su corazón.

Y por eso te invito a que aproveches este momento de descanso para devolver a la infancia esa atención personal, esa escucha y ese cuidado amoroso que se da en el hogar familiar. Deja que los tiempos se alarguen y se pierdan las prisas, que los horarios sean más amables y se haga espacio a la conexión verdadera.

Lo importante no es a dónde vas, sino cómo y con quién.

Que disfrutes muchísimo de tus vacaciones.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Elina Sazonava

La importancia de tomar conciencia de lo aprendido

Una de las cosas más importantes de los procesos de aprendizaje es tomar conciencia de lo que se ha aprendido y, para ello, es necesario evaluar de algún modo los conocimientos que hemos integrado.

Cuando se habla de evaluación, a casi todas las personas nos viene a la cabeza un examen de algún tipo, una experiencia de la infancia, teñida de nervios y malestar.

La forma en que se presentaba la evaluación solía ser una prueba que tenías que pasar, además con buena nota, entrando en competencia con tus compañeros. Si no aprobabas la prueba, había un castigo, ya fuera una reprimenda del docente o de tus padres, y una sensación de haber fallado, de no valer, de no saber y no servir.

Normalmente, el único comentario que recibías era la nota numérica, que daba muy poca información sobre lo que había ido bien y lo que había ido mal. Con suerte, el docente se acercaba y te contaba qué necesitabas repasar, pero a veces ni siquiera eso sucedía, y te quedabas con la sensación de no saber nada y tener que volver a empezar.

También solía suceder que se acompañaban estas pruebas con frases como “si sigues así no aprobarás el examen”, “si no apruebas no tendrás vacaciones” y cosas por el estilo.

Todo esto hace que tengamos un gran rechazo hacia el concepto “examen” y, por ende, hacia las evaluaciones. Sin embargo, el problema está en la forma en que nos presionaban con estas pruebas, no en la evaluación misma.

La evaluación es una gran herramienta, necesaria en cualquier proceso de aprendizaje, sea del tipo que sea. Es lo que nos va a decir si la manera de enseñar y aprender está funcionando. Si el proceso de aprendizaje está bien pensado, si el estudiante está aprendiendo e integrando los contenidos o no y si el docente ha encontrado la forma de llegar al alumno.

Cuando la evaluación está bien diseñada, nos dirá también dónde está el problema y qué tenemos que modificar para que el proceso de aprendizaje sea más eficiente y útil.

A partir de cierta edad, existe también la posibilidad de la autoevaluación, que es incluso mejor, pues hace que el propio alumno sea consciente de lo que ha aprendido y lo que todavía está en camino de aprender.

La autoevaluación tiene que ver con la capacidad de percibirse a uno mismo y tomar conciencia de qué cosas se quieren cambiar y cómo hacerlo. Esto genera un impulso desde el interior hacia el cambio. Al hacer uso de la autoevaluación, el alumnado se hace dueño de su proceso de aprendizaje de forma activa y siente que es capaz de evolucionar por sí mismo.

Igual sucede con la corrección de los errores; es necesario crear formas de auto-corrección, que pongan el énfasis en que el alumno se dé cuenta por sí mismo de lo que necesita modificar, pues esto le hace sentir que sabe y que puede y, además, hace que lo recuerde mucho mejor. Cuando es el maestro quien corrige y el alumno quien recibe la hoja corregida, lo más común es que esa hoja no se llegue ni a mirar. Solo llega la sensación de haber errado.

Cuanto más partícipe es el alumno del proceso de evaluación, mayor es la conciencia que toma sobre su aprendizaje. Necesita poder entender, ver dónde se ha equivocado y auto-corregirse, saber qué es lo que precisa para aprender más y qué es lo que verdaderamente le interesa.

La evaluación de todas las partes del sistema de enseñanza, unida a la creación de una estructura estable donde la infancia se sienta segura y pueda experimentar con los contenidos las veces que necesite, son dos ingredientes imprescindibles de cualquier proceso de aprendizaje.

Como decía al principio, podemos tener ciertos prejuicios hacia estas dos magníficas herramientas, por la forma en que fueron utilizadas en nuestra infancia, y esto hace que perdamos la oportunidad de ver lo necesarias que son cuando se emplean de forma equilibrada, con la intención de apoyar el aprendizaje y no de cuestionar al estudiante.

En el último episodio de mi podcast hablo largo y tendido sobre la importancia de una estructura clara y la necesidad que tiene la infancia de entender lo que sucede a través de ella. Si quieres escucharlo puedes hacerlo aquí.

Y, si quieres aprender cómo crear una estructura de aprendizaje equilibrada en tus clases, incluyendo también un sistema de evaluación respetuoso de todo el proceso para el próximo curso, tengo una formación para ti.

Escríbeme y te cuento los detalles.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Picture by Chen in Pixabay

Los sentidos, la naturaleza y el aprendizaje

Una de las cosas que más me llamó la atención al estudiar pedagogía Waldorf fue la importancia que se le da al desarrollo de los sentidos en la infancia. No sólo hablo de los sentidos que todos conocemos, sino también de aquellos que tienen que ver con cómo me sitúo en el mundo. Esto incluye el sentido del movimiento propio, del equilibrio y otros más, que dan información sobre lo que sucede en el interior en relación con el exterior.

Aunque es obvia la relación que existe entre la salud de los sentidos y la capacidad para aprender y relacionarnos, no solemos prestar atención a lo necesario que es vivir en un ambiente donde los sentidos puedan desarrollarse de la mejor manera posible, especialmente en la primera infancia.

La luz natural, la calidez de los materiales, la armonía en los colores y los sonidos, en definitiva, todo lo que nos rodea, puede nutrir y favorecer la salud de los sentidos y, por ende, el aprendizaje.

Lo mismo sucede con las actividades que ofrecemos a la infancia; para desarrollar los sentidos de forma equilibrada, es necesario explorar, construir, manipular materiales diversos, trepar, correr, en definitiva, moverse en libertad, siempre dentro de un marco seguro. También es necesario poder mirar a lo lejos, al horizonte, y salir de las cuatro paredes a las que, por desgracia, nos hemos acostumbrado.

Todas estas experiencias dan una información necesaria y valiosa sobre cómo funciona el mundo y qué sucede cuando me muevo en él. Me ayudan a recolocar mi postura, a sentir el peso de mi cuerpo y su centro, a encontrar la forma de estar en equilibrio sobre diferentes superficies, por mencionar algunos de sus beneficios.

Cuando se observa atentamente a un grupo de niños y niñas de cuatro o cinco años que juegan en un arenero, se puede comprobar cómo aprenden a realizar túneles que se sostengan, a mezclar el agua y la arena para hacer una masa consistente, a descubrir qué pesa más y cómo colocarlo en equilibrio, y mucho más. También se puede ver cómo aprenden a trabajar en equipo, cómo se organizan y colaboran para realizar una tarea en común.

Si lo que observamos es el juego libre, por ejemplo, en un bosque, podemos ver, además de todo lo ya descrito, que tienden a hacer cabañas, clasificando y ordenando elementos, de forma acorde a su función o a una de sus cualidades. Una habilidad imprescindible para desarrollar otras capacidades matemáticas.

El beneficio que tiene dar el espacio y la libertad necesarios para el desarrollo de los sentidos a edades tempranas es incalculable. No sólo evitará futuros problemas en el aprendizaje, también ayudará a una mejor relación con los demás y con la propia naturaleza. Sobre todo si se permite a la infancia moverse en libertad en un entorno vivo y, por supuesto, seguro.

Sentir la naturaleza nos llena de vitalidad y alegría, nos devuelve a nuestra condición original, sana, equilibrada y feliz. Cuando estamos rodeados de materiales inertes y, los únicos seres vivos que nos rodean son otras personas, perdemos el contacto con algo primordial.

No sé si recordarás aquella experiencia que se solía hacer en la escuela: se metían varias lentejas en un bote de cristal con algodón y un poquito de agua para hacerlas germinar. Aún puedo sentir el gran asombro y la alegría que me produjo ver cómo asomaban las primeras hojitas a través del algodón.

Y eso que, cada verano, íbamos a Galicia, al pueblo de mi madre y al de mi padre, donde mis abuelos tenían huerto y animales. Pero en la ciudad no había nada de eso y quizá las lentejas me devolvían la alegría de percibir la fuerza de la vida.

Recuerdo también la gran tristeza del viaje de vuelta a la ciudad, mi hermana y yo llorando en el asiento de atrás, no sólo porque dejábamos atrás la naturaleza, sino también nuestra querida familia y la libertad de jugar en el campo, en el agua fría del río y los experimentos con el zumo de moras.

Siempre he agradecido a la vida y a mis padres haber podido pasar los veranos en el campo, al aire libre, en familia. Siento que es un gran tesoro que me ha hecho ser más consciente de lo que verdaderamente importa.

En conclusión y volviendo al tema que nos ocupa, tanto por la salud de los sentidos, como por el equilibrio emocional y la alegría vital, es necesario que devolvamos la naturaleza a la infancia.

Si no podemos vivir en el campo, podemos llenar la casa y el balcón de plantas, buscar un huerto urbano para participar en él, ir de excursión o incluso de acampada cada vez que tengamos ocasión, buscar el horizonte para ver el atardecer… Encontrar el tiempo necesario para que la infancia que nos rodea pueda jugar libremente en la naturaleza, nutriendo sus sentidos y su alegría vital.

Es el mejor regalo que podemos hacerles, y, además, será lo que nos lleve de vuelta a una vida más plena y feliz.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de Pixabay

Efectos de la era de la información en la lectura

La gran avalancha de estímulos que recibimos a diario a través de las pantallas es sobrecogedora. Al móvil llega información de todo tipo; a un mensaje del banco le sigue otro de un amigo y otro del trabajo. Se suceden las notificaciones más variadas, creando una mezcla insana que hace que nuestra mente se disperse y nuestra memoria sea cada vez más pobre, pues es tal el bombardeo, que no conseguimos prestar la atención necesaria para asimilar y recordar.

A todo esto hay que sumarle el impacto de la imagen y el sonido de las publicaciones, a menudo estridentes y en ráfagas, para captar una atención que, los creadores digitales, saben ya que escasea.

Y lo consiguen, pues un gran porcentaje de la población escoge ser entretenido con vídeos que provoquen emociones rápidas, sean positivas o negativas, en lugar de concentrarse para leer las palabras de otra persona, aunque el tema le interese.

Esto puede ser debido, en parte, a lo incómodo que es leer en la pantalla de un móvil, o en una tableta, y también a los niveles de estrés y de prisa que llenan el día a día. Cuando vivo en movimiento, sin parar un segundo, con miles de tareas en la cabeza, no dispongo de la atención necesaria ni del espacio interior para acoger otras ideas.

Y así, los escasos momentos que se dedican a la lectura, se convierten en una mera búsqueda de información, que retenemos a medias, sin llegar a profundizar, ni nutrirnos plenamente de ella. Con el móvil siempre en la mano, creemos que estamos al día cuando, en realidad, nos falta la profundidad de una lectura plena, sin distracciones.

El acto de leer un libro, significa, en primer lugar, tomar una decisión y comprometerse con ella. Escojo un libro y lo llevo conmigo; me centro, por un tiempo, en su contenido, renunciando a todos los demás. Cargo con su peso cuando lo llevo al trabajo, o de vacaciones, y busco los momentos adecuados para poder sumergirme en su lectura. No necesito enchufarlo ni tener cobertura, es totalmente autónomo.

Leyendo en el móvil, desde luego, no pasa nada de eso.

Como escritora veo con tristeza cómo las pantallas están desplazando a los libros físicos. Es cierto que, en un pequeño aparato, tienes la mayor biblioteca que ha existido nunca, pero más no quiere decir mejor. Me parece que puede convertirse en un engaño, pues la abundancia a menudo hace que no profundicemos en nada, que vayamos picoteando de aquí para allá, sin centrar realmente nuestra atención, sin dejar que las ideas nos toquen y nos transformen.

Para mí, leer en el móvil se convierte en una odisea. Toda mi atención se dispersa, la máquina que tengo ante mí es una fuente de distracciones al alcance de un clic. De un texto salto a otro, no consigo acabar lo que leo ni centrar mi atención completa. La luz de la pantalla cansa mis ojos, los colores y las imágenes que acompañan al texto me distraen y, a la que me doy cuenta, ya no estoy leyendo.

Los textos que encuentro suelen ser artículos de opinión interesantes, pero muy breves, así que voy leyendo de aquí para allá. Y cuando termino mi sesión de búsqueda y lectura, estoy agotada y distraída, veo borroso y tengo la cabeza embotada, sin haber sacado mucho en claro y recordando muy poco de lo que he leído.

Sin embargo, cuando tomo un libro entre mis manos, es una experiencia totalmente diferente…

Percibo la textura de su portada y de sus páginas antes de leerlo. Lo siento como un tesoro, lleno de riquezas por explorar.

El libro me ayuda a centrarme en una sola cosa, pongo mi atención en las páginas escritas, y casi me parece estar en mi sofá, con la luz precisa y el silencio del hogar, aunque esté en un vagón del metro o en el aeropuerto. A veces, incluso, paro la lectura para reflexionar y dejo que mi mirada se pierda durante un rato en la lejanía, antes de retomar el texto.

Para mí los libros son una gran fuente de saber, lo que más pesa en mis mudanzas, mi manera de abrir las ventanas a otros mundos y formas de pensar, mi impulso para viajar y aprender cosas nuevas.

Es pura magia sumergirse en las palabras de otro, palabras que seguramente ha moldeado múltiples veces hasta que ha conseguido que reflejen fielmente un pensamiento, una idea, una emoción. Y, si en vez de ser un breve artículo como este, es un libro, estamos ante una obra que ha sido elaborada durante meses o incluso años, con un entramado complejo y estructurado que nos invita a profundizar en el mundo interior del autor.

Hay ocasiones en las que un libro puede ser nuestra salvación, nos lleva a otro lugar, en el que nos dejamos llevar por el autor hacia una vida distinta. Por un momento desaparecen los pensamientos cotidianos y nos sumergimos en la vida de otro, descansando del obsesivo circular que puede crearnos una situación por resolver.

Otras veces, un libro puede ser la respuesta que no lográbamos encontrar. Probablemente ya existía dentro de nosotros, pero al verla reflejada en las palabras de otra persona, nos damos cuenta del valor que tiene, nos alegramos y nos atrevemos a acogerla y actuar en consecuencia.

Un libro también puede despertar preguntas dormidas, cuestionar nuestro parecer y hacernos ver la vida desde una perspectiva muy distinta a la nuestra, aportando esa desazón que a veces necesitamos para crecer.

Leyendo un libro, salimos de lo inmediato para entrar en lo profundo.

Ojalá sepamos cómo preservar esta profundidad, y no perdamos el maravilloso hábito de leer libros…

Que la infancia nos vea con un buen libro en la mano, disfrutando, incluso riendo, con atención plena.

Y que recordemos siempre, el valor de leer y narrar historias largas, llenas de aventuras y sentires, que estimulan la memoria y la imaginación.

Feliz día del libro 🌹

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Freepik

La importancia de la autonomía en la infancia

Niño de tres años barriendo una terraza al sol

Una de las cosas que nos pone difícil este ritmo frenético que llevamos, es generar el tiempo y el espacio suficiente para que la infancia pueda aprender por sí misma aquello que necesita aprender.

Por ejemplo, si tenemos prisa porque llegamos tarde a la escuela, es muy difícil que podamos dejar que nuestro peque se vista, se calce y se encargue de su parte. Lo más probable es que nos impacientemos y acabemos por hacerlo rápidamente para evitar el retraso.

Esto provoca una sensación en la infancia de no ser capaz de hacer las cosas, pues no puede hacerlas ni tan rápido ni con la eficacia de la persona adulta. Si, además, las pocas veces que le dejamos intentarlo, siente nuestra prisa, nuestra presión para que termine rápido, es muy probable que ni siquiera lo intente, que tire la toalla o que lo haga todavía más despacio.

No sé si a ti te pasa, a mí me pone muy nerviosa que haya alguien esperando a que acabe de hacer algo que no controlo demasiado. Incluso si se me da bien, no me gusta sentir a la persona que me espera transmitiendo prisa e impaciencia con su mirada, su actitud o su sola presencia.

Es una sensación muy incómoda, que no genera confianza ni seguridad, y que puede hacer incluso que aparezca una mayor torpeza o confusión.

Es precisamente la visión crítica del adulto, su necesidad de corregir y su prisa por obtener resultados lo que crea actitudes dependientes y falta de seguridad en la infancia. Ante la presión, es muy posible que prefiera que lo hagas tú, que se niegue a hacerlo, o que lo haga con tanta duda que te pregunte todo el tiempo si está bien, y necesite tu compañía constante.

Para que la infancia sea autónoma, tenemos que permitirle ese tiempo y ese espacio, y también evitar corregir su acción para que sea “perfecta”, según nuestro criterio.

Si evitamos que se ponga a prueba en situaciones nuevas y hacemos lo que le cuesta o lo que no sabe hacer, estamos generando que, cuando crezca, no se atreva a enfrentar sus retos.

Un ejemplo curioso y muy común es cuando un niño pequeño nos pide que lo subamos a un árbol. Si el adulto lo hace, lo coloca en una situación para la que no está preparado aún, pues si no ha sabido cómo subir, tampoco va a saber cómo permanecer en la altura, ni cómo bajar.

Igual de nocivo es “ayudarle” a subir con nuestro apoyo, pues esto hará que dependa de nosotros cada vez que quiera subir.

Lo suyo es estar cerca, dar confianza y dejar que suba al árbol cuando realmente esté preparado y lo pueda hacer por sí mismo, sin limitarlo con nuestros miedos ni hacerlo dependiente de nuestra ayuda.

Hace muchos años, cuando trabajaba en una preciosa escuela libre que hay en Cataluña, había una pequeña que siempre lanzaba sus brazos hacia mí para que la cogiese en alto. Yo me quedaba quieta como un palo y le decía que, si quería, podía trepar hasta arriba. Ella se reía y lo intentaba, agarrándose a mis piernas, sin conseguir llegar más allá. Por más que me lo pidiese, yo siempre le daba la misma respuesta, quedándome inmóvil y sonriendo, animándola con mi mirada.

Después de meses de intentarlo, consiguió llegar hasta mis brazos sin que yo me moviera, por sí misma, y su sonrisa y el brillo de sus ojos fueron algo incomparable. Lo repitió durante varias semanas y después pasó a trepar árboles con gran facilidad.

Con este ejemplo no estoy diciendo que no cojamos nunca a los niños en brazos, en absoluto. Lo que quiero transmitir es que, lo único que necesitan de nosotros para crecer y aprender, es que tengamos confianza y creemos ese espacio en el que se pueden desplegar de forma segura, sin prisas ni apuros.

Y, si nuestro día a día no nos permite estos espacios, realmente hay que replantearse muchas cosas, observar nuestros ladrones de tiempo, identificarlos y recuperar esos momentos perdidos y también, la capacidad de prestar atención al instante presente.

Hay que recordar que menos es más, que no siempre hay que llegar a todo, sino que hay que saber llegar a lo verdaderamente importante, a lo esencial.

Tanto en el hogar como en la escuela, cada vez tenemos más prisa por alcanzar todo lo abarcable y, en nuestro esfuerzo, llevamos a la infancia a esta carrera, en la que acaban memorizando sin entender y racionalizando conceptos que deberían provenir de la experiencia propia.

Esto genera en las personas un “pensar prestado”, una confianza ciega en lo que nos enseñan, pues, como no podemos comprobar los hechos a través de nuestra propia experiencia, solo nos queda creer lo que se no dice e incluso dejar de fiarnos de nuestras propias percepciones, poniendo la confianza fuera.

Todo lo que nos aleja de la experiencia y del descubrimiento propio, crea inseguridad y falta de comprensión, especialmente antes del desarrollo del pensamiento abstracto, entre el nacimiento y los doce años. Y esto, a su vez, nos hace dependientes y aniquila nuestra capacidad de pensar y discurrir de forma original.

Si queremos cambiar esta sociedad, que va cada vez más hacia la adicción a los medios y a las redes sociales, a la dependencia del pensamiento ajeno y a la superficialidad, necesitamos llevar nuestra atención a estos temas y crear el cambio necesario a través de una crianza y una educación consciente, presente, que permita a la infancia desarrollarse plenamente y aportar la luz que traen al mundo.

Y esto solo es posible a través de la auto educación, el desarrollo personal y la toma de decisiones que nos lleven a una vida más plena, digna de ser un ejemplo sano para la infancia que nos rodea.

Cada situación es diferente y cada persona tiene sus propios retos pero, si pones tu intención y tu atención en ello, podrás encontrar la manera de aumentar los momentos en los que estás plenamente presente.

Si quieres, te acompaño 😉

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Yan Krukao