Cómo acompañar las emociones en la infancia

Es necesario separar lo que uno es de lo que uno hace, porque no es lo mismo. Puedes ser una persona muy tierna y pisar a alguien sin darte cuenta.

Es cierto que a veces está profundamente relacionado, pero somos mucho más de lo que hacemos. Las acciones suelen ir impulsadas por emociones que nos embargan y ciegan la parte más consciente, la que tiene visión de águila, nuestro ser esencial.

Y los peques que nos rodean todavía están muy tiernos en este sentido: suelen ser todo emoción y necesitan aprender a sentir también esa parte sabia que percibe de forma más amplia cada situación.

Somos las personas adultas quienes debemos ser capaces de darles un espacio para respirar y sentir la emoción en primer lugar, y después, cuando llega la calma, ofrecer esa visión de águila que se pierde cuando una emoción te ciega.

Bueno, en realidad, todos necesitamos esa alma amiga que nos ofrezca un espacio acogedor donde podamos sosegarnos y asumir lo que sucede antes de decidir cómo actuar. Muy pocos hemos recibido una educación que nos ayude a encontrar ese silencio interior donde discernir de dónde viene cada reacción y cómo encontrar aquello que realmente nos hace bien. Por este motivo, es todavía más urgente e importante que practiquemos cada día.

Se habla mucho de la educación emocional, de no reprimir las emociones, de sentirlas y darles su espacio, pero poco se habla de que una emoción es algo temporal que no debe guiar nuestra vida.

La emoción trae un mensaje importante que habla de algo más profundo que necesitamos escuchar. Hay que acogerla y darle el espacio que merece, sin permitir que tome las riendas de nuestro destino.

Justamente, lo que nos muestra un mayor equilibrio emocional en personas adultas es la capacidad de percibir las propias emociones y entender cuál es su origen, siendo así capaces de conocerse mejor y aprender a cuidarse, sin depender ni esperar que sea el otro quien resuelva lo que sólo uno mismo puede acoger.

Esto mismo se puede trabajar ya en la infancia, siempre con cuidado de no llevar la atención a lo racional, ni juzgar o moralizar a alguien por sus actos.

Lo esencial es ser capaz de tomar conciencia de lo que uno necesita y también del efecto que tienen sus acciones en el mundo y en los demás.

No sirve el pensar prestado, la moralidad impuesta a través de la culpa, el castigo o el chantaje emocional. Y, por desgracia, existen formas de manipulación emocional de lo más sutiles, de las que no nos damos ni cuenta.

La única moral sana es la que se forma en el interior de uno mismo cuando se es capaz de ver el efecto de nuestras acciones en el otro, en el entorno. Observando profundamente estos efectos, sin juicio, desde la ecuanimidad y la comprensión, nos damos cuenta de que el bienestar de cada ser vivo está íntimamente ligado al bienestar de todos los demás.

Esto es una verdad universal que, cuando se vivencia desde el descubrimiento propio, genera responsabilidad desde la libertad de elección y hace del mundo un lugar mejor.

*Este texto es un extracto de mi nuevo libro, la continuación de «Crecer para educar«.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Es tiempo de serenidad y calma

Cuando empieza el frío de verdad y se acerca el tiempo donde estar recogido y en casa es el mejor regalo, sucede algo extraño que nos saca de ese recogimiento y reflexión. Empiezan a aparecer las luces de navidad en las calles y, con ellas viene de vuelta una sensación inquietante de todo lo que queda por hacer antes de que acabe el año.

Este mes y medio se convierte en un ir y venir que nada tiene que ver con lo que realmente necesitamos, que es parar y volver a nuestro centro, encender esa luz en el interior que nos puede guiar a través del invierno y poder dedicarnos a vivir con la infancia que nos rodea en el calor del hogar.

Siempre me ha parecido una gran contradicción el exceso de compromisos, cenas y eventos que aparecen a finales de año… Llegamos a las navidades exhaustos, tras una gran carrera por tenerlo todo listo y apunto, sin la presencia y la calma necesaria para disfrutar de las reuniones íntimas, o de tardes largas con la infancia, haciendo galletas y dando calor al hogar.

Y por eso, este año me he adelantado para compartir contigo esta reflexión… Aún estamos a tiempo para poder organizarnos sin dejar todo para el final y también para reducir la cantidad y la complejidad de los eventos que están por llegar.

Es un gran descanso elegir aquellas reuniones que realmente nos llenan el corazón y prepararlas con presencia y mimo, con calidez y atención. Y dejar a un lado todo lo superfluo, todo aquello que realmente no nos apetece y quizá hacemos por compromiso, dando su lugar a lo que nos importa de verdad.

Y lo mismo con los regalos, es importante elegir aquello que sabemos que alegrará a nuestros seres queridos, sin excesos, sin comprar por comprar, sintiendo realmente a la otra persona, pensando también en el medio ambiente escogiendo materiales sostenibles en vez de plástico, artesanía en vez de producción industrial, cercanía…

Ojalá estas palabras, aunque un poquito tempranas, te ayuden y te acompañen para preparar un final de año sereno, alegre, presente y lleno de cariño, amor y paz verdadera.

Si sentimos esa paz y esa serenidad en nuestro interior, seremos capaces de hacer que brille y se expanda a nuestro alrededor, como un farol en una noche oscura…

Que el frío del otoño te acompañe hacia el interior y se encienda tu luz.

Un gran abrazo y feliz tiempo de San Martín.

Sara

Pd* Para fomentar que evitemos las prisas del último momento y que te lleguen con tiempo mis libros, a partir de hoy y hasta el 9 de diciembre, voy a acompañar cada pedido con una postal impresa de una de mis acuarelas, firmada y dedicada especialmente para ti.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

«Procura reservarte momentos de quietud interior, aprendiendo en ellos a discernir lo esencial de lo no esencial»

Rudolf Steiner

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La necesidad infantil de nuestra compañía y presencia plena

Una familia sentada en las rocas mirando al mar

Una de las cosas que más me llama la atención cuando la infancia empieza a ir a la escuela es el cambio que se produce en su forma de interaccionar con los demás.

Empiezan a aparecer conductas y actitudes nuevas, que imita de sus compañeros y también de sus maestros. Al observar formas diferentes de hacer las cosas, necesita probar a ver cómo se siente si las hace también.

Este experimentar es un proceso sano y natural, pues amplia su mundo y va más allá de lo que se ha podido aprender hasta ahora en el hogar familiar. Y es muy interesante observar esas nuevas conductas, pues en ellas vamos a ver qué está viviendo en el espacio escolar.

Es bastante común que los peques jueguen a ser los maestros y pongan a todos sus muñecos en fila o sentados, para darles clase. Les dicen lo que tienen que hacer, los riñen y les mandan callar. Repiten cuidadosamente todo aquello que los docentes dicen en el aula, tanto a ellos mismos como a sus compañeros. Y es posible también que suban mucho el tono de voz, cuando quizá antes no lo hacían.

Cuando lo observamos con atención, podemos ver qué mensajes les llegan profundamente y la cantidad de órdenes que reciben al día. Ahí nos daremos cuenta de por qué luego nos dicen que no a todas nuestras propuestas o se muestran muy directivos y “mandones” con nosotros, queriendo que hagamos las cosas exactamente como ellos quieren. Están repitiendo las exigencias que reciben día tras día, a cada momento. Es lo que les hemos enseñado, tanto en casa como en el cole.

El día a día de una escuela, con una ratio de un adulto por veinte niños, según el caso, no permite una atención individualizada. Con suerte, cada alumno puede recibir un ratito de atención directa al día, de un docente que intenta llegar a todos y que, con gran esfuerzo, lo consigue. Pero nunca será como la atención que recibe en casa. Es imposible, naturalmente.

Los grandes maestros son aquellos que logran crear una estructura sana que los peques entienden y siguen, y que generan la autonomía necesaria para poder tener esos ratos de presencia y escucha activa de forma individual. Pero no es una tarea fácil.

Además, está la relación con los compañeros, que no siempre puede ser completamente supervisada por el adulto. Puede haber alguien que pegue a los demás como medio para comunicar su malestar, o que grite muy a menudo, o que sepa cómo hacer para que le sigan o para imponer su opinión. Todas estas conductas, sin el apoyo de un adulto, generan duda e inquietud y también son un ejemplo, que es posible que imiten si sienten que les sirve, que consiguen, por ejemplo, tener más amigos o ser más´populares.

Todas estas experiencias son fuentes de aprendizaje naturales, que pueden incluso ser positivas si existe un vínculo de confianza profunda con una persona adulta de referencia, que esté disponible y que sepa escuchar atentamente cuando se acude a ella.

Y por eso es tan importante, además de la presencia y la confianza del docente en la escuela, tener tiempo de calidad en familia, cada día. Momentos de escucha profunda, de compartir un rato en silencio, paseando, charlando. No me refiero a jugar con nuestros hijos, aunque también es muy necesario crear ratos de diversión en familia. Hablo de abrir las puertas a la comunicación, estando disponibles interiormente.

La infancia nos necesita como referentes, tanto a los docentes como a la familia, todos los días. Y también necesita periodos largos de atención más profunda, como son las vacaciones.

Es un tiempo perfecto para volver a la calidez del hogar, para descansar de lo social y regresar a lo familiar. A lo largo de los días de vacaciones, sintiendo la presencia atenta y dispuesta del adulto, es muy posible que nos pregunten y nos cuenten cosas que han vivido durante el año.

Y también es el momento ideal para mostrar con nuestro ejemplo, la mejor forma de ser feliz: comunicándonos con amor y respeto entre nosotros, utilizando un tono de voz calmado y amable, organizándonos de forma que todos puedan hacer aquello que más les gusta, entendiendo y respetando las necesidades esenciales de cada miembro de la familia.

La mayor parte de las veces que mis alumnos me han contado cosas importantes, ha sido en momentos compartidos como viajes en autobús, o haciendo alguna tarea juntos, tejiendo por ejemplo. Sienten que el adulto está libre y dispuesto a escuchar y abren su corazón.

Y por eso te invito a que aproveches este momento de descanso para devolver a la infancia esa atención personal, esa escucha y ese cuidado amoroso que se da en el hogar familiar. Deja que los tiempos se alarguen y se pierdan las prisas, que los horarios sean más amables y se haga espacio a la conexión verdadera.

Lo importante no es a dónde vas, sino cómo y con quién.

Que disfrutes muchísimo de tus vacaciones.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Elina Sazonava

La importancia de tomar conciencia de lo aprendido

Una de las cosas más importantes de los procesos de aprendizaje es tomar conciencia de lo que se ha aprendido y, para ello, es necesario evaluar de algún modo los conocimientos que hemos integrado.

Cuando se habla de evaluación, a casi todas las personas nos viene a la cabeza un examen de algún tipo, una experiencia de la infancia, teñida de nervios y malestar.

La forma en que se presentaba la evaluación solía ser una prueba que tenías que pasar, además con buena nota, entrando en competencia con tus compañeros. Si no aprobabas la prueba, había un castigo, ya fuera una reprimenda del docente o de tus padres, y una sensación de haber fallado, de no valer, de no saber y no servir.

Normalmente, el único comentario que recibías era la nota numérica, que daba muy poca información sobre lo que había ido bien y lo que había ido mal. Con suerte, el docente se acercaba y te contaba qué necesitabas repasar, pero a veces ni siquiera eso sucedía, y te quedabas con la sensación de no saber nada y tener que volver a empezar.

También solía suceder que se acompañaban estas pruebas con frases como “si sigues así no aprobarás el examen”, “si no apruebas no tendrás vacaciones” y cosas por el estilo.

Todo esto hace que tengamos un gran rechazo hacia el concepto “examen” y, por ende, hacia las evaluaciones. Sin embargo, el problema está en la forma en que nos presionaban con estas pruebas, no en la evaluación misma.

La evaluación es una gran herramienta, necesaria en cualquier proceso de aprendizaje, sea del tipo que sea. Es lo que nos va a decir si la manera de enseñar y aprender está funcionando. Si el proceso de aprendizaje está bien pensado, si el estudiante está aprendiendo e integrando los contenidos o no y si el docente ha encontrado la forma de llegar al alumno.

Cuando la evaluación está bien diseñada, nos dirá también dónde está el problema y qué tenemos que modificar para que el proceso de aprendizaje sea más eficiente y útil.

A partir de cierta edad, existe también la posibilidad de la autoevaluación, que es incluso mejor, pues hace que el propio alumno sea consciente de lo que ha aprendido y lo que todavía está en camino de aprender.

La autoevaluación tiene que ver con la capacidad de percibirse a uno mismo y tomar conciencia de qué cosas se quieren cambiar y cómo hacerlo. Esto genera un impulso desde el interior hacia el cambio. Al hacer uso de la autoevaluación, el alumnado se hace dueño de su proceso de aprendizaje de forma activa y siente que es capaz de evolucionar por sí mismo.

Igual sucede con la corrección de los errores; es necesario crear formas de auto-corrección, que pongan el énfasis en que el alumno se dé cuenta por sí mismo de lo que necesita modificar, pues esto le hace sentir que sabe y que puede y, además, hace que lo recuerde mucho mejor. Cuando es el maestro quien corrige y el alumno quien recibe la hoja corregida, lo más común es que esa hoja no se llegue ni a mirar. Solo llega la sensación de haber errado.

Cuanto más partícipe es el alumno del proceso de evaluación, mayor es la conciencia que toma sobre su aprendizaje. Necesita poder entender, ver dónde se ha equivocado y auto-corregirse, saber qué es lo que precisa para aprender más y qué es lo que verdaderamente le interesa.

La evaluación de todas las partes del sistema de enseñanza, unida a la creación de una estructura estable donde la infancia se sienta segura y pueda experimentar con los contenidos las veces que necesite, son dos ingredientes imprescindibles de cualquier proceso de aprendizaje.

Como decía al principio, podemos tener ciertos prejuicios hacia estas dos magníficas herramientas, por la forma en que fueron utilizadas en nuestra infancia, y esto hace que perdamos la oportunidad de ver lo necesarias que son cuando se emplean de forma equilibrada, con la intención de apoyar el aprendizaje y no de cuestionar al estudiante.

En el último episodio de mi podcast hablo largo y tendido sobre la importancia de una estructura clara y la necesidad que tiene la infancia de entender lo que sucede a través de ella. Si quieres escucharlo puedes hacerlo aquí.

Y, si quieres aprender cómo crear una estructura de aprendizaje equilibrada en tus clases, incluyendo también un sistema de evaluación respetuoso de todo el proceso para el próximo curso, tengo una formación para ti.

Escríbeme y te cuento los detalles.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Picture by Chen in Pixabay

Los sentidos, la naturaleza y el aprendizaje

Una de las cosas que más me llamó la atención al estudiar pedagogía Waldorf fue la importancia que se le da al desarrollo de los sentidos en la infancia. No sólo hablo de los sentidos que todos conocemos, sino también de aquellos que tienen que ver con cómo me sitúo en el mundo. Esto incluye el sentido del movimiento propio, del equilibrio y otros más, que dan información sobre lo que sucede en el interior en relación con el exterior.

Aunque es obvia la relación que existe entre la salud de los sentidos y la capacidad para aprender y relacionarnos, no solemos prestar atención a lo necesario que es vivir en un ambiente donde los sentidos puedan desarrollarse de la mejor manera posible, especialmente en la primera infancia.

La luz natural, la calidez de los materiales, la armonía en los colores y los sonidos, en definitiva, todo lo que nos rodea, puede nutrir y favorecer la salud de los sentidos y, por ende, el aprendizaje.

Lo mismo sucede con las actividades que ofrecemos a la infancia; para desarrollar los sentidos de forma equilibrada, es necesario explorar, construir, manipular materiales diversos, trepar, correr, en definitiva, moverse en libertad, siempre dentro de un marco seguro. También es necesario poder mirar a lo lejos, al horizonte, y salir de las cuatro paredes a las que, por desgracia, nos hemos acostumbrado.

Todas estas experiencias dan una información necesaria y valiosa sobre cómo funciona el mundo y qué sucede cuando me muevo en él. Me ayudan a recolocar mi postura, a sentir el peso de mi cuerpo y su centro, a encontrar la forma de estar en equilibrio sobre diferentes superficies, por mencionar algunos de sus beneficios.

Cuando se observa atentamente a un grupo de niños y niñas de cuatro o cinco años que juegan en un arenero, se puede comprobar cómo aprenden a realizar túneles que se sostengan, a mezclar el agua y la arena para hacer una masa consistente, a descubrir qué pesa más y cómo colocarlo en equilibrio, y mucho más. También se puede ver cómo aprenden a trabajar en equipo, cómo se organizan y colaboran para realizar una tarea en común.

Si lo que observamos es el juego libre, por ejemplo, en un bosque, podemos ver, además de todo lo ya descrito, que tienden a hacer cabañas, clasificando y ordenando elementos, de forma acorde a su función o a una de sus cualidades. Una habilidad imprescindible para desarrollar otras capacidades matemáticas.

El beneficio que tiene dar el espacio y la libertad necesarios para el desarrollo de los sentidos a edades tempranas es incalculable. No sólo evitará futuros problemas en el aprendizaje, también ayudará a una mejor relación con los demás y con la propia naturaleza. Sobre todo si se permite a la infancia moverse en libertad en un entorno vivo y, por supuesto, seguro.

Sentir la naturaleza nos llena de vitalidad y alegría, nos devuelve a nuestra condición original, sana, equilibrada y feliz. Cuando estamos rodeados de materiales inertes y, los únicos seres vivos que nos rodean son otras personas, perdemos el contacto con algo primordial.

No sé si recordarás aquella experiencia que se solía hacer en la escuela: se metían varias lentejas en un bote de cristal con algodón y un poquito de agua para hacerlas germinar. Aún puedo sentir el gran asombro y la alegría que me produjo ver cómo asomaban las primeras hojitas a través del algodón.

Y eso que, cada verano, íbamos a Galicia, al pueblo de mi madre y al de mi padre, donde mis abuelos tenían huerto y animales. Pero en la ciudad no había nada de eso y quizá las lentejas me devolvían la alegría de percibir la fuerza de la vida.

Recuerdo también la gran tristeza del viaje de vuelta a la ciudad, mi hermana y yo llorando en el asiento de atrás, no sólo porque dejábamos atrás la naturaleza, sino también nuestra querida familia y la libertad de jugar en el campo, en el agua fría del río y los experimentos con el zumo de moras.

Siempre he agradecido a la vida y a mis padres haber podido pasar los veranos en el campo, al aire libre, en familia. Siento que es un gran tesoro que me ha hecho ser más consciente de lo que verdaderamente importa.

En conclusión y volviendo al tema que nos ocupa, tanto por la salud de los sentidos, como por el equilibrio emocional y la alegría vital, es necesario que devolvamos la naturaleza a la infancia.

Si no podemos vivir en el campo, podemos llenar la casa y el balcón de plantas, buscar un huerto urbano para participar en él, ir de excursión o incluso de acampada cada vez que tengamos ocasión, buscar el horizonte para ver el atardecer… Encontrar el tiempo necesario para que la infancia que nos rodea pueda jugar libremente en la naturaleza, nutriendo sus sentidos y su alegría vital.

Es el mejor regalo que podemos hacerles, y, además, será lo que nos lleve de vuelta a una vida más plena y feliz.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de Pixabay

La importancia de la autonomía en la infancia

Niño de tres años barriendo una terraza al sol

Una de las cosas que nos pone difícil este ritmo frenético que llevamos, es generar el tiempo y el espacio suficiente para que la infancia pueda aprender por sí misma aquello que necesita aprender.

Por ejemplo, si tenemos prisa porque llegamos tarde a la escuela, es muy difícil que podamos dejar que nuestro peque se vista, se calce y se encargue de su parte. Lo más probable es que nos impacientemos y acabemos por hacerlo rápidamente para evitar el retraso.

Esto provoca una sensación en la infancia de no ser capaz de hacer las cosas, pues no puede hacerlas ni tan rápido ni con la eficacia de la persona adulta. Si, además, las pocas veces que le dejamos intentarlo, siente nuestra prisa, nuestra presión para que termine rápido, es muy probable que ni siquiera lo intente, que tire la toalla o que lo haga todavía más despacio.

No sé si a ti te pasa, a mí me pone muy nerviosa que haya alguien esperando a que acabe de hacer algo que no controlo demasiado. Incluso si se me da bien, no me gusta sentir a la persona que me espera transmitiendo prisa e impaciencia con su mirada, su actitud o su sola presencia.

Es una sensación muy incómoda, que no genera confianza ni seguridad, y que puede hacer incluso que aparezca una mayor torpeza o confusión.

Es precisamente la visión crítica del adulto, su necesidad de corregir y su prisa por obtener resultados lo que crea actitudes dependientes y falta de seguridad en la infancia. Ante la presión, es muy posible que prefiera que lo hagas tú, que se niegue a hacerlo, o que lo haga con tanta duda que te pregunte todo el tiempo si está bien, y necesite tu compañía constante.

Para que la infancia sea autónoma, tenemos que permitirle ese tiempo y ese espacio, y también evitar corregir su acción para que sea “perfecta”, según nuestro criterio.

Si evitamos que se ponga a prueba en situaciones nuevas y hacemos lo que le cuesta o lo que no sabe hacer, estamos generando que, cuando crezca, no se atreva a enfrentar sus retos.

Un ejemplo curioso y muy común es cuando un niño pequeño nos pide que lo subamos a un árbol. Si el adulto lo hace, lo coloca en una situación para la que no está preparado aún, pues si no ha sabido cómo subir, tampoco va a saber cómo permanecer en la altura, ni cómo bajar.

Igual de nocivo es “ayudarle” a subir con nuestro apoyo, pues esto hará que dependa de nosotros cada vez que quiera subir.

Lo suyo es estar cerca, dar confianza y dejar que suba al árbol cuando realmente esté preparado y lo pueda hacer por sí mismo, sin limitarlo con nuestros miedos ni hacerlo dependiente de nuestra ayuda.

Hace muchos años, cuando trabajaba en una preciosa escuela libre que hay en Cataluña, había una pequeña que siempre lanzaba sus brazos hacia mí para que la cogiese en alto. Yo me quedaba quieta como un palo y le decía que, si quería, podía trepar hasta arriba. Ella se reía y lo intentaba, agarrándose a mis piernas, sin conseguir llegar más allá. Por más que me lo pidiese, yo siempre le daba la misma respuesta, quedándome inmóvil y sonriendo, animándola con mi mirada.

Después de meses de intentarlo, consiguió llegar hasta mis brazos sin que yo me moviera, por sí misma, y su sonrisa y el brillo de sus ojos fueron algo incomparable. Lo repitió durante varias semanas y después pasó a trepar árboles con gran facilidad.

Con este ejemplo no estoy diciendo que no cojamos nunca a los niños en brazos, en absoluto. Lo que quiero transmitir es que, lo único que necesitan de nosotros para crecer y aprender, es que tengamos confianza y creemos ese espacio en el que se pueden desplegar de forma segura, sin prisas ni apuros.

Y, si nuestro día a día no nos permite estos espacios, realmente hay que replantearse muchas cosas, observar nuestros ladrones de tiempo, identificarlos y recuperar esos momentos perdidos y también, la capacidad de prestar atención al instante presente.

Hay que recordar que menos es más, que no siempre hay que llegar a todo, sino que hay que saber llegar a lo verdaderamente importante, a lo esencial.

Tanto en el hogar como en la escuela, cada vez tenemos más prisa por alcanzar todo lo abarcable y, en nuestro esfuerzo, llevamos a la infancia a esta carrera, en la que acaban memorizando sin entender y racionalizando conceptos que deberían provenir de la experiencia propia.

Esto genera en las personas un “pensar prestado”, una confianza ciega en lo que nos enseñan, pues, como no podemos comprobar los hechos a través de nuestra propia experiencia, solo nos queda creer lo que se no dice e incluso dejar de fiarnos de nuestras propias percepciones, poniendo la confianza fuera.

Todo lo que nos aleja de la experiencia y del descubrimiento propio, crea inseguridad y falta de comprensión, especialmente antes del desarrollo del pensamiento abstracto, entre el nacimiento y los doce años. Y esto, a su vez, nos hace dependientes y aniquila nuestra capacidad de pensar y discurrir de forma original.

Si queremos cambiar esta sociedad, que va cada vez más hacia la adicción a los medios y a las redes sociales, a la dependencia del pensamiento ajeno y a la superficialidad, necesitamos llevar nuestra atención a estos temas y crear el cambio necesario a través de una crianza y una educación consciente, presente, que permita a la infancia desarrollarse plenamente y aportar la luz que traen al mundo.

Y esto solo es posible a través de la auto educación, el desarrollo personal y la toma de decisiones que nos lleven a una vida más plena, digna de ser un ejemplo sano para la infancia que nos rodea.

Cada situación es diferente y cada persona tiene sus propios retos pero, si pones tu intención y tu atención en ello, podrás encontrar la manera de aumentar los momentos en los que estás plenamente presente.

Si quieres, te acompaño 😉

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Foto de Yan Krukao

Cómo acompañar a la infancia cuando no quiere ir al cole

Niños apoyados en un árbol en el parque

Tal y como decía en mi último artículo, hay muchos motivos por los cuales la infancia no quiere ir a la escuela y es importante saber de cuál se trata para poder acompañarlo de la mejor manera. En el texto anterior describía cómo distinguir las diferentes situaciones que se pueden dar, así que hoy voy a hablar sobre cómo podemos entender y afrontar algunas de estas situaciones.

A veces, la solución será sencilla y otras no tanto, pero siempre podemos hacer algo para acompañar la situación y que no se convierta en un bloqueo o una dificultad cada vez más grande.

Por ejemplo, cuando la causa para no querer ir a la escuela es el cansancio físico, por falta de sueño o exceso de actividades, la situación puede mejorar mucho ajustando los horarios del día a día.

Es necesario crear una rutina semanal que incluya actividades de movimiento físico intenso justo después del cole, para regresar a casa pronto y entrar en un tiempo de relajación y calma, con luces suaves, con quehaceres tranquilos, que lleven a la serenidad antes de cenar. Ya después de la cena, seguir con este ritmo sereno, evitando las pantallas y leyendo en familia un ratito antes de ir a dormir, a una hora que permita un sueño largo y reparador. Es importante también elegir para la cena alimentos que no sean excitantes, que traigan calma y sean fáciles de digerir.

Otra situación que puede ser difícil es cuando nace un bebé en la familia y mamá o papá se quedan en casa con él. Esto, para el que era el menor de la casa hasta ese momento, puede ser algo muy difícil de asimilar y es posible que no quiera ir al cole para quedarse en casa con ellos.

Es una reacción natural, pues existe una gran sensación de pérdida de algo muy íntimo que existía antes de la llegada del bebé. No quiere estar ausente ni un momento, para poder asimilar y entender de alguna manera la nueva situación. Necesita profundamente recuperar ese tiempo íntimo, saber que no se ha perdido para siempre.

En estos casos, ayuda mucho organizarse para encontrar esos ratos de conexión a solas, de tú a tú, sin ninguna distracción y sin la presencia del bebé, con atención plena. No es necesario que sea mucho tiempo, pero sí que sea un momento de presencia total, de disfrute, de hacer algo que verdaderamente una y que devuelva la complicidad a la relación. Esto calmará la necesidad de estar presente siempre, pues se irá recuperado la intimidad y disminuirá la sensación de pérdida.

En otros casos, cuando el motivo de no querer ir al cole está relacionado con la escuela, por un cambio de maestro, por ejemplo, es muy importante ver cómo crear ese nuevo vínculo tan necesario.

Para ello es preciso que el maestro consiga crear un espacio de confianza donde hablar con los alumnos y reconocer su posible tristeza por la pérdida de su anterior maestro. Les puede preguntar qué cosas les gustaba del antiguo docente y apuntarlas, viendo cuáles se pueden mantener e intentando que no se pierdan aquellos detalles con los que más disfrutaban. También es necesario transmitir a los alumnos ganas de compartir tiempo con ellos y escucharlos. Va muy bien tener pequeñas charlas con cada estudiante, simplemente unas palabras cariñosas, una escucha cercana que les dé confianza y les ayude a vincularse.

Cuando se trata más bien de una dificultad a causa del contenido de aprendizaje, hay que revisar cómo se está enseñando y buscar la manera de dar un soporte, ya sea en casa o en la escuela, siempre sin dañar la autoestima del estudiante, evitando comparaciones y etiquetas, haciendo patente que todos necesitamos un apoyo en algunos momentos y que es genial poder tener a alguien que nos vuelva a explicar lo que no entendemos.

También es preciso revisar el estado de los sentidos y de salud en general, pues a veces podemos pasar por alto dificultades que se desarrollan en un momento concreto. Me refiero, por ejemplo, a un problema de visión o de oído, que puede no ser muy evidente y al mismo tiempo estar interfiriendo en el aprendizaje.

Ya por último, quiero tratar una de las situaciones más delicadas que se puede dar, que es cuando hay una dificultad en lo social, cuando no se quiere ir a la escuela por miedo, angustia o por sentimientos de soledad. La sensación de no encajar o incluso ser rechazado por el grupo produce una herida emocional profunda que debe ser acompañada y atendida con gran sensibilidad.

Es necesario observar con mucha atención las relaciones entre los niños antes de intervenir, sin entrar en el juicio rápido o la culpabilización, pues esto puede hacer que la situación empeore y las conductas inapropiadas, si las hay, se escondan y continúen sucediendo fuera de la vista del adulto. De hecho, es imprescindible descubrir la raíz del conflicto, la necesidad oculta que hay por debajo, para poder ofrecer herramientas que consigan resolver la situación desde el respeto y el amor.

Este es un tema de extremada importancia y no puede ser tratado aquí con la profundidad que merece, así que sólo añadiré que lo esencial es escuchar con gran empatía y crear un ambiente de confianza en el que la infancia se sienta segura para hablar y compartir lo que sucede. Y aprender a leer en los gestos, miradas y acciones de los peques cuando algo no va bien.

Con esto termino, espero haber podido indicar posibles caminos para resolver estas situaciones o, al menos, despertar la intuición para descubrir cómo acompañarlo de la mejor manera.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Fotografía cortesía de Marcus Wallis

¿Por qué no quiere ir a la escuela?

Niño con mochila cruzando un bosque tropical

Una de las cosas que más me gusta de mi trabajo es ver las ganas con las que los alumnos vienen a la escuela y el brillo en sus ojos cuando me saludan por las mañanas.

Así que, si en algún momento noto que un estudiante no quiere venir al cole, o si las familias me lo transmiten, se enciende en mí una señal de alarma, pues esto significa que algo está afectando profundamente a este alumno y es importante descubrirlo para poder acompañarlo de la mejor manera.

A lo largo de mis años de maestra, he aprendido a detectar dónde puede estar la causa de ese malestar y he descubierto que hay muchos motivos por los cuales, en algún momento, los niños no quieren ir al cole. Todos ellos son importantes y hay que tenerlos en cuenta para poder acompañar de la mejor manera la situación y que no se convierta en una sensación negativa permanente.

Una de las causas más sencillas de identificar es que exista algún malestar físico: a veces, cuando se está incubando una gripe, por ejemplo, se puede percibir una falta de vitalidad, una necesidad profunda de descanso, de estar en casa, y una disminución del movimiento en general. En esos casos es preciso, si es posible, organizarse para quedarse en casa.

Otro motivo común por el cual no se quiere ir al cole, es que es necesario madrugar y levantarse, en algunas épocas del año, antes de que salga el sol. Esto es especialmente duro en invierno, cuando hace frío y mal tiempo. No suele ser un factor determinante, pero si que puede influir para no querer ir al cole tan pronto por la mañana.

Mi opinión es que deberíamos escuchar más el reloj biológico y adaptarnos a las estaciones, pero, por desgracia, no existe esa opción si tienes un trabajo tradicional y tu peque va al colegio.

Así que, como mínimo, como padres y maestros, podemos empatizar con aquellos peques que llegan completamente dormidos al cole y darles un tiempo de adaptación hasta que salga el sol.

En cualquier caso, cuando sucede esto, es importante revisar que nuestro modo de vida permita el suficiente descanso y las horas de sueño necesarias para la edad escolar. Puede suceder, por ejemplo, que entre semana haya demasiada actividad: hay niños que salen de casa a las 7 de la mañana y vuelven a las 7 u 8 de la tarde, un horario que ni siquiera un adulto debería hacer. Esto hace que no puedan, ni quieran, levantarse pronto al día siguiente, pues saben que desde que salgan de casa, pasarán muchas horas hasta que vuelvan.

También puede ser que haya alguna situación nueva en casa: por ejemplo, si la familia acaba de aumentar y hay un hermanito nuevo y mamá se queda en casa con él, se puede genera una sensación de separación muy grande, de “perderse” algo, incluso de “perder” su lugar o sentir que mamá quiere más al pequeño porque se queda con él.

Sucede también si ha habido una mudanza reciente, o muchos cambios seguidos en la vida del peque. Esto le hace sentir incertidumbre, pues aún no se ha hecho a la nueva situación, y salir de casa y alejarse de la familia le puede generar mucha inquietud.

Como decía al principio, hay que observar con especial atención si es algo puntual o no. Si siempre ha querido ir al colegio y empieza a no querer ir, es preciso identificar qué puede estar pasando. Puede ser alguna dificultad en sus relaciones sociales, con sus iguales, con el aprendizaje o con alguna situación nueva en la escuela.

Por ejemplo, si hay un cambio de maestro, a algunos niños les cuesta mucho adaptarse. pues tienen un nuevo referente que no conocen bien y puede resultarles difícil abrirse y confiar, aunque sea una persona encantadora.

También si hay un cambio en el grupo de amigos, si un compañero muy amiguito se va del cole o llega alguien nuevo y se transforman las alianzas en el grupo de iguales.

Y, sobre todo, si el ritmo de las clases cambia o aparece un contenido que resulta más difícil y que no se consigue aprender, esto puede ser un gran factor de estrés que incluso dañe la autoestima.

Hay que tener muy en cuenta que ir al cole supone un gran reto a nivel social y de desarrollo personal. Estar dentro de un grupo de iguales, variopinto, durante muchas horas al día, supone grandes retos, sobre todo si no eres especialmente extrovertido y te gusta la calma y la tranquilidad.

Por otro lado, los docentes deben estar muy atentos para que el aprendizaje en sí mismo no se sienta como una competición, pues muy a menudo, los alumnos se comparar unos con otros, estableciendo su valor en función de los demás.

Puede haber otros factores, como por ejemplo, que exista una falta de vitalidad y de entusiasmo en general… Cuando esto ocurre desde siempre, no sólo en el colegio, hay que ampliar la mirada y profundizar en el estilo de vida y alimentación, en la constitución física y también en la situación que rodea al niño, cómo son sus referentes y en qué ambiente vive, si es estable o caótico, etc.

Como puedes ver, hay muchas causas posibles, así que es preciso evitar un juicio rápido de la situación y prestar mucha atención, no sólo a lo que se expresa con las palabras sino también con la actitud y el estado anímico.

Una vez tengas identificada la causa, lo primero es generar una gran empatía. Para ello ayuda mucho recordar los momentos en los que no has querido ir al trabajo y pensar en las causas.

Y después, descubrir cómo se puede acompañar la situación para que se recupere el entusiasmo y las ganas de seguir aprendiendo.

En mi próximo artículo seguiré profundizando sobre ello y te daré algunas ideas sobre cómo hacerlo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía cortesía de samanit_vijit

Cómo aprender a estar presentes para acompañar a la infancia

Niño en la playa entrando en el agua al atardecer

Acompañar a la infancia, ya sea en el ámbito familiar o en el escolar, es un gran reto y a la vez una enorme responsabilidad. Si te dedicas a ello, lo sabes bien.

Hay momentos realmente preciosos, que te emocionan y te inspiran, que te recuerdan por qué has elegido hacerlo… Y otros en los que te sientes perdida y confusa, sin saber bien cómo gestionar alguna de las situaciones que aparecen en el día a día.

A veces sientes que te tocan una herida muy profunda, que quizá se creó en tu propia infancia, o ya nació contigo, y te impide ver con claridad.

Otras veces, una sabiduría ancestral que no sabes bien de dónde viene, te ayuda a colocarte en tu centro y convertirte en el pilar necesario, decir la palabra adecuada que conforta y acoge, que produce crecimiento y seguridad.

En mi camino como maestra, he vivido experiencias muy ricas y diversas. Las más difíciles son las que me han traído un mayor crecimiento y me han hecho entender lo que necesito para ser feliz y también, lo que necesitan los que me rodean. Y, aunque nunca es lo mismo ni de la misma forma, hay ciertas maneras de estar que facilitan la creación de un espacio amoroso, donde cada persona puede ser ella misma y encontrar aquello que le hace verdaderamente feliz.

No sé bien cómo llamarlas, porque no son exactamente herramientas, ni habilidades, son más bien, como decía en el párrafo anterior, maneras de estar, modos de conciencia, estados anímicos que facilitan esa percepción clara del otro y de uno mismo.

Me estoy poniendo muy metafísica, pero en realidad es sencillo. Es un estado de conexión con una misma, de presencia consciente, en el que no interviene el parloteo habitual de la mente con sus dudas y sus juicios, en el que nos convertimos en escucha y simplemente somos.

No sé si lo has sentido alguna vez, pero estoy segura de que sí. Quizá nadando en el mar, o pintando, o haciendo algo que te encanta con plena concentración natural.

Ese estado es lo que necesitamos para acompañar a la infancia.

Desde ahí desaparece cualquier interferencia que nos impide ver y somos capaces de crear el espacio que mencionaba.

Pues bien, no hay recetas exactas para conseguir entrar en ese estado, pero sí que podemos descubrir qué cosas hay en nuestra vida que nos acercan y cuáles son las que nos alejan. Mirando limpiamente hacia dentro, podemos ver cómo caminar hacia ello y multiplicar estos momentos de conciencia y conexión.

Hay que desterrar la idea de que no tenemos el tiempo suficiente, pues esto nos frena para siquiera intentarlo. Sólo unos minutos al día hacen una gran diferencia y, para ilustrarlo, te voy a contar una breve anécdota.

Yo pensaba que, para estar en forma, había que esforzarse y dedicarle mucho tiempo al día, así que no lo hacía porque no tenía ese tiempo, pensaba yo… Pues bien, llevo un mes haciendo tres ejercicios de fuerza por la tarde, antes de cenar. No me lleva más de 10 minutos y todavía me tiene maravillada el efecto que está teniendo en mi tono muscular y en mi bienestar general.

Esto es una cuestión de decisión: lo más importante es sentir ese impulso de querer ser cada día más consciente y crear y mantener una práctica, que nos sirva para seguir aprendiendo, para seguir evolucionando.

Y poco a poco, con paciencia y constancia, va llegando la transformación deseada.

Si quieres ponerte a ello, yo te acompaño.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía cortesía de David Sanchez

El tesoro escondido de la incomodidad

Duende navideño deslizándose por la nieve

Hace unos días escuchaba a un gran amigo hablar sobre cómo los seres humanos nos pasamos el tiempo huyendo de las emociones que nos incomodan, las que no nos gustan.

Y, curiosamente, yo llevaba un tiempo reflexionando sobre lo incómodo en general, sobre cómo evitamos, por ejemplo, el cansancio físico, o tener esa conversación que sabemos que tenemos pendiente con alguien y que no va a ser fácil.

Cada persona evita aquello que le resulta más incómodo, pueden ser emociones o puede ser simplemente, hacer algo de ejercicio. A veces evitamos aprender algo nuevo porque es muy incómodo no saber cómo hacerlo, o incluso ir a un sitio que nunca hemos ido por la incomodidad que resulta la posibilidad de perderse.

No es una cuestión de dificultad, es más bien algo que hace que se nos gire el estómago por algún motivo, quizá porque sentimos que no va a ir bien, o por simple falta de práctica. Lo curioso es que suelen ser cosas que, si las hacemos, luego nos sentimos mucho mejor.

Es muy interesante observar esto: es como un autosabotaje, nos autoconvencemos de que es mejor no hacerlo, pero, si conseguimos hacerlo, luego nos sentimos mejor que nunca y nos alegramos de haberlo hecho.

Una vez escuché a un escritor, Steven Pressfield, definir este autosabotaje como una fuerza de la naturaleza, la ley física de la resistencia. Él decía que la sentía cada día antes de sentarse a escribir, que, por otro lado, era su pasión. Pero, por lo que fuese, cada vez que empezaba un nuevo día, se le ocurrían miles de razones por las cuales no escribir. Tareas pendientes, llamadas, dolores corporales, lo que sea. Y hablaba justamente de lo bien que se sentía cada vez que vencía esa resistencia y conseguía escribir, aunque sólo fueran unas líneas.

Qué curioso, ¿verdad? Es como si esa incomodidad, esa resistencia, guardase un tesoro escondido. Es como el dragón que guarda riquezas inimaginables dentro de una cueva, hay que vencerlo para entrar y descubrirlas.

Pues bien, esto de enfrentarse a la incomodidad es algo que no es nada cómodo ni está de moda. Todo nuestro entorno nos habla de la comodidad, los coches, las casas, la temperatura ideal, los electrodomésticos… Hasta las tapas de los inodoros se bajan solas, para no tener que sufrir la incomodidad de bajarla uno mismo.

Y esto, lo que produce en primer lugar, es una resistencia cero a cualquier contratiempo y, en segundo lugar, apatía y falta de energía vital. Si seguimos así, la humanidad va a perder la maravillosa resiliencia que cultivaron y nos transmitieron nuestros abuelos y nos convertiremos en seres adormilados carentes de fuerza de voluntad.

Lo observo día tras día en la infancia, cada vez hay un mayor rechazo a lo que cuesta un esfuerzo, a lo incómodo, a lo que tarda un tiempo, incluso al aprendizaje en sí mismo. Y es un grandísimo desastre consentir que ya de pequeños perdamos la alegría del reto, de lo incómodo, probablemente porque los adultos nos han mostrado que es mejor no arriesgarse y quedarse tras una pantalla, donde (casi) nadie te puede ver.

Lo interesante sería saber transmitir a la infancia que nos rodea que lo incómodo es precisamente una fuente de conocimiento propio, una señal que te indica dónde está tu tesoro más profundo, aquel que te va a generar alegría vital, avivando el fuego de tu alma, cuando te atrevas a entrar en la cueva y venzas al dragón de la resistencia.

Ojalá seamos conscientes de esto y sepamos llevarlo a la práctica, pues sólo a través del propio ejemplo seremos capaces de generar en la infancia el entusiasmo y la fuerza de superar cualquier dificultad.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Mi amigo se llama Jose Luis y tiene un canal en Youtube genial, que se llama “El paso consciente”. Allí puedes encontrar el vídeo en el que habla sobre las emociones 😉

**La entrevista a Steven Pressfield la escuché en Super Soul Special with Oprah y tenía por título “Unlock your creative genius”.

*** La foto maravillosa es de Susanne Jutzeler