Estos días reflexionaba acerca del tiempo y de cómo se ha arraigado la creencia de que no tenemos tiempo, especialmente para aquello que más nos gusta y nos nutre.
Solemos gastar mucha energía haciendo lo urgente, lo que debemos hacer, y, como esto en realidad no nos nutre, lo normal es que nos agotemos y busquemos “descanso” en el sofá, en las redes sociales, en un ratito de no pensar.
Sin embargo, ese tiempo en redes o en el sofá, viendo la serie o la película del momento, no son realmente un descanso…
Sí, lo parece porque has pasado de estar con la mente a cien por hora, tomando decisiones y cumpliendo tareas, a sentarte y dejar que sea la pantalla quien hace y tú quien recibe.
Pero, no te das cuenta de que sigues perdiendo energía… Porque el alimento que llega a través de la pantalla no suele ser de la mejor calidad.
Tanto las redes como las series están diseñadas para atraparte en su trama, y no suelen ser una inspiración para vivir más feliz.
De hecho, en esos ratitos de supuesto descanso, perdemos la voluntad, la energía y el tiempo para hacer lo que realmente nos puede nutrir.
Sin embargo, si en vez de sentarte en el sofá a las 10 de la noche, después de acabar tus tareas, sales a mirar las estrellas en silencio, sintiendo tu respiración, volviendo a ti, dejando ir aquello que ya no sirve y recuperando tu centro, verás que duermes mucho mejor.
Y, si en vez de mirar el móvil nada más levantarte, dedicas unos minutos a sentir la belleza del día, a agradecer que sigues aquí un día más, a mirar a las personas con quien convives y agradecer también su presencia en tu vida, seguro que el día sería distinto.
Y, si en vez de dedicar esa pausa del trabajo a charlar con los compañeros sobre lo mal que lo hace la jefa, el presidente, la alcaldesa u otro compañero, sales a dar un paseo y a respirar aire fresco, seguro que tu mente se relaja y vuelves desde otro ánimo.
Haz la prueba.
Haz tiempo para lo que te nutre. Fabrícalo. Defiéndelo.
Róbaselo a las pantallas y a los momentos que inviertes intentando resolver y controlar lo que no depende de ti. O a los que dedicas a la queja, que son los que peor te van a dejar con diferencia…
Es urgente que hagas tiempo y espacio en tu vida. Y realmente está en tu mano.
No digo que sea fácil, pero es posible y depende sólo de ti.
Verás que todo mejora y eres mucho más feliz cuando aprendes a dedicarte el tiempo que necesitas.
Y, además, estarás dando el paso más importante para poder acompañar a la infancia desde la conciencia plena y el amor.
Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.
Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.
Una de las cosas más importantes de los procesos de aprendizaje es tomar conciencia de lo que se ha aprendido y, para ello, es necesario evaluar de algún modo los conocimientos que hemos integrado.
Cuando se habla de evaluación, a casi todas las personas nos viene a la cabeza un examen de algún tipo, una experiencia de la infancia, teñida de nervios y malestar.
La forma en que se presentaba la evaluación solía ser una prueba que tenías que pasar, además con buena nota, entrando en competencia con tus compañeros. Si no aprobabas la prueba, había un castigo, ya fuera una reprimenda del docente o de tus padres, y una sensación de haber fallado, de no valer, de no saber y no servir.
Normalmente, el único comentario que recibías era la nota numérica, que daba muy poca información sobre lo que había ido bien y lo que había ido mal. Con suerte, el docente se acercaba y te contaba qué necesitabas repasar, pero a veces ni siquiera eso sucedía, y te quedabas con la sensación de no saber nada y tener que volver a empezar.
También solía suceder que se acompañaban estas pruebas con frases como “si sigues así no aprobarás el examen”, “si no apruebas no tendrás vacaciones” y cosas por el estilo.
Todo esto hace que tengamos un gran rechazo hacia el concepto “examen” y, por ende, hacia las evaluaciones. Sin embargo, el problema está en la forma en que nos presionaban con estas pruebas, no en la evaluación misma.
La evaluación es una gran herramienta, necesaria en cualquier proceso de aprendizaje, sea del tipo que sea. Es lo que nos va a decir si la manera de enseñar y aprender está funcionando. Si el proceso de aprendizaje está bien pensado, si el estudiante está aprendiendo e integrando los contenidos o no y si el docente ha encontrado la forma de llegar al alumno.
Cuando la evaluación está bien diseñada, nos dirá también dónde está el problema y qué tenemos que modificar para que el proceso de aprendizaje sea más eficiente y útil.
A partir de cierta edad, existe también la posibilidad de la autoevaluación, que es incluso mejor, pues hace que el propio alumno sea consciente de lo que ha aprendido y lo que todavía está en camino de aprender.
La autoevaluación tiene que ver con la capacidad de percibirse a uno mismo y tomar conciencia de qué cosas se quieren cambiar y cómo hacerlo. Esto genera un impulso desde el interior hacia el cambio. Al hacer uso de la autoevaluación, el alumnado se hace dueño de su proceso de aprendizaje de forma activa y siente que es capaz de evolucionar por sí mismo.
Igual sucede con la corrección de los errores; es necesario crear formas de auto-corrección, que pongan el énfasis en que el alumno se dé cuenta por sí mismo de lo que necesita modificar, pues esto le hace sentir que sabe y que puede y, además, hace que lo recuerde mucho mejor. Cuando es el maestro quien corrige y el alumno quien recibe la hoja corregida, lo más común es que esa hoja no se llegue ni a mirar. Solo llega la sensación de haber errado.
Cuanto más partícipe es el alumno del proceso de evaluación, mayor es la conciencia que toma sobre su aprendizaje. Necesita poder entender, ver dónde se ha equivocado y auto-corregirse, saber qué es lo que precisa para aprender más y qué es lo que verdaderamente le interesa.
La evaluación de todas las partes del sistema de enseñanza, unida a la creación de una estructura estable donde la infancia se sienta segura y pueda experimentar con los contenidos las veces que necesite, son dos ingredientes imprescindibles de cualquier proceso de aprendizaje.
Como decía al principio, podemos tener ciertos prejuicios hacia estas dos magníficas herramientas, por la forma en que fueron utilizadas en nuestra infancia, y esto hace que perdamos la oportunidad de ver lo necesarias que son cuando se emplean de forma equilibrada, con la intención de apoyar el aprendizaje y no de cuestionar al estudiante.
En el último episodio de mi podcast hablo largo y tendido sobre la importancia de una estructura clara y la necesidad que tiene la infancia de entender lo que sucede a través de ella. Si quieres escucharlo puedes hacerlo aquí.
Y, si quieres aprender cómo crear una estructura de aprendizaje equilibrada en tus clases, incluyendo también un sistema de evaluación respetuoso de todo el proceso para el próximo curso, tengo una formación para ti.
Una de las cosas que más me llamó la atención al estudiar pedagogía Waldorf fue la importancia que se le da al desarrollo de los sentidos en la infancia. No sólo hablo de los sentidos que todos conocemos, sino también de aquellos que tienen que ver con cómo me sitúo en el mundo. Esto incluye el sentido del movimiento propio, del equilibrio y otros más, que dan información sobre lo que sucede en el interior en relación con el exterior.
Aunque es obvia la relación que existe entre la salud de los sentidos y la capacidad para aprender y relacionarnos, no solemos prestar atención a lo necesario que es vivir en un ambiente donde los sentidos puedan desarrollarse de la mejor manera posible, especialmente en la primera infancia.
La luz natural, la calidez de los materiales, la armonía en los colores y los sonidos, en definitiva, todo lo que nos rodea, puede nutrir y favorecer la salud de los sentidos y, por ende, el aprendizaje.
Lo mismo sucede con las actividades que ofrecemos a la infancia; para desarrollar los sentidos de forma equilibrada, es necesario explorar, construir, manipular materiales diversos, trepar, correr, en definitiva, moverse en libertad, siempre dentro de un marco seguro. También es necesario poder mirar a lo lejos, al horizonte, y salir de las cuatro paredes a las que, por desgracia, nos hemos acostumbrado.
Todas estas experiencias dan una información necesaria y valiosa sobre cómo funciona el mundo y qué sucede cuando me muevo en él. Me ayudan a recolocar mi postura, a sentir el peso de mi cuerpo y su centro, a encontrar la forma de estar en equilibrio sobre diferentes superficies, por mencionar algunos de sus beneficios.
Cuando se observa atentamente a un grupo de niños y niñas de cuatro o cinco años que juegan en un arenero, se puede comprobar cómo aprenden a realizar túneles que se sostengan, a mezclar el agua y la arena para hacer una masa consistente, a descubrir qué pesa más y cómo colocarlo en equilibrio, y mucho más. También se puede ver cómo aprenden a trabajar en equipo, cómo se organizan y colaboran para realizar una tarea en común.
Si lo que observamos es el juego libre, por ejemplo, en un bosque, podemos ver, además de todo lo ya descrito, que tienden a hacer cabañas, clasificando y ordenando elementos, de forma acorde a su función o a una de sus cualidades. Una habilidad imprescindible para desarrollar otras capacidades matemáticas.
El beneficio que tiene dar el espacio y la libertad necesarios para el desarrollo de los sentidos a edades tempranas es incalculable. No sólo evitará futuros problemas en el aprendizaje, también ayudará a una mejor relación con los demás y con la propia naturaleza. Sobre todo si se permite a la infancia moverse en libertad en un entorno vivo y, por supuesto, seguro.
Sentir la naturaleza nos llena de vitalidad y alegría, nos devuelve a nuestra condición original, sana, equilibrada y feliz. Cuando estamos rodeados de materiales inertes y, los únicos seres vivos que nos rodean son otras personas, perdemos el contacto con algo primordial.
No sé si recordarás aquella experiencia que se solía hacer en la escuela: se metían varias lentejas en un bote de cristal con algodón y un poquito de agua para hacerlas germinar. Aún puedo sentir el gran asombro y la alegría que me produjo ver cómo asomaban las primeras hojitas a través del algodón.
Y eso que, cada verano, íbamos a Galicia, al pueblo de mi madre y al de mi padre, donde mis abuelos tenían huerto y animales. Pero en la ciudad no había nada de eso y quizá las lentejas me devolvían la alegría de percibir la fuerza de la vida.
Recuerdo también la gran tristeza del viaje de vuelta a la ciudad, mi hermana y yo llorando en el asiento de atrás, no sólo porque dejábamos atrás la naturaleza, sino también nuestra querida familia y la libertad de jugar en el campo, en el agua fría del río y los experimentos con el zumo de moras.
Siempre he agradecido a la vida y a mis padres haber podido pasar los veranos en el campo, al aire libre, en familia. Siento que es un gran tesoro que me ha hecho ser más consciente de lo que verdaderamente importa.
En conclusión y volviendo al tema que nos ocupa, tanto por la salud de los sentidos, como por el equilibrio emocional y la alegría vital, es necesario que devolvamos la naturaleza a la infancia.
Si no podemos vivir en el campo, podemos llenar la casa y el balcón de plantas, buscar un huerto urbano para participar en él, ir de excursión o incluso de acampada cada vez que tengamos ocasión, buscar el horizonte para ver el atardecer… Encontrar el tiempo necesario para que la infancia que nos rodea pueda jugar libremente en la naturaleza, nutriendo sus sentidos y su alegría vital.
Es el mejor regalo que podemos hacerles, y, además, será lo que nos lleve de vuelta a una vida más plena y feliz.
Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.
Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.
Una de las cosas que nos pone difícil este ritmo frenético que llevamos, es generar el tiempo y el espacio suficiente para que la infancia pueda aprender por sí misma aquello que necesita aprender.
Por ejemplo, si tenemos prisa porque llegamos tarde a la escuela, es muy difícil que podamos dejar que nuestro peque se vista, se calce y se encargue de su parte. Lo más probable es que nos impacientemos y acabemos por hacerlo rápidamente para evitar el retraso.
Esto provoca una sensación en la infancia de no ser capaz de hacer las cosas, pues no puede hacerlas ni tan rápido ni con la eficacia de la persona adulta. Si, además, las pocas veces que le dejamos intentarlo, siente nuestra prisa, nuestra presión para que termine rápido, es muy probable que ni siquiera lo intente, que tire la toalla o que lo haga todavía más despacio.
No sé si a ti te pasa, a mí me pone muy nerviosa que haya alguien esperando a que acabe de hacer algo que no controlo demasiado. Incluso si se me da bien, no me gusta sentir a la persona que me espera transmitiendo prisa e impaciencia con su mirada, su actitud o su sola presencia.
Es una sensación muy incómoda, que no genera confianza ni seguridad, y que puede hacer incluso que aparezca una mayor torpeza o confusión.
Es precisamente la visión crítica del adulto, su necesidad de corregir y su prisa por obtener resultados lo que crea actitudes dependientes y falta de seguridad en la infancia. Ante la presión, es muy posible que prefiera que lo hagas tú, que se niegue a hacerlo, o que lo haga con tanta duda que te pregunte todo el tiempo si está bien, y necesite tu compañía constante.
Para que la infancia sea autónoma, tenemos que permitirle ese tiempo y ese espacio, y también evitar corregir su acción para que sea “perfecta”, según nuestro criterio.
Si evitamos que se ponga a prueba en situaciones nuevas y hacemos lo que le cuesta o lo que no sabe hacer, estamos generando que, cuando crezca, no se atreva a enfrentar sus retos.
Un ejemplo curioso y muy común es cuando un niño pequeño nos pide que lo subamos a un árbol. Si el adulto lo hace, lo coloca en una situación para la que no está preparado aún, pues si no ha sabido cómo subir, tampoco va a saber cómo permanecer en la altura, ni cómo bajar.
Igual de nocivo es “ayudarle” a subir con nuestro apoyo, pues esto hará que dependa de nosotros cada vez que quiera subir.
Lo suyo es estar cerca, dar confianza y dejar que suba al árbol cuando realmente esté preparado y lo pueda hacer por sí mismo, sin limitarlo con nuestros miedos ni hacerlo dependiente de nuestra ayuda.
Hace muchos años, cuando trabajaba en una preciosa escuela libre que hay en Cataluña, había una pequeña que siempre lanzaba sus brazos hacia mí para que la cogiese en alto. Yo me quedaba quieta como un palo y le decía que, si quería, podía trepar hasta arriba. Ella se reía y lo intentaba, agarrándose a mis piernas, sin conseguir llegar más allá. Por más que me lo pidiese, yo siempre le daba la misma respuesta, quedándome inmóvil y sonriendo, animándola con mi mirada.
Después de meses de intentarlo, consiguió llegar hasta mis brazos sin que yo me moviera, por sí misma, y su sonrisa y el brillo de sus ojos fueron algo incomparable. Lo repitió durante varias semanas y después pasó a trepar árboles con gran facilidad.
Con este ejemplo no estoy diciendo que no cojamos nunca a los niños en brazos, en absoluto. Lo que quiero transmitir es que, lo único que necesitan de nosotros para crecer y aprender, es que tengamos confianza y creemos ese espacio en el que se pueden desplegar de forma segura, sin prisas ni apuros.
Y, si nuestro día a día no nos permite estos espacios, realmente hay que replantearse muchas cosas, observar nuestros ladrones de tiempo, identificarlos y recuperar esos momentos perdidos y también, la capacidad de prestar atención al instante presente.
Hay que recordar que menos es más, que no siempre hay que llegar a todo, sino que hay que saber llegar a lo verdaderamente importante, a lo esencial.
Tanto en el hogar como en la escuela, cada vez tenemos más prisa por alcanzar todo lo abarcable y, en nuestro esfuerzo, llevamos a la infancia a esta carrera, en la que acaban memorizando sin entender y racionalizando conceptos que deberían provenir de la experiencia propia.
Esto genera en las personas un “pensar prestado”, una confianza ciega en lo que nos enseñan, pues, como no podemos comprobar los hechos a través de nuestra propia experiencia, solo nos queda creer lo que se no dice e incluso dejar de fiarnos de nuestras propias percepciones, poniendo la confianza fuera.
Todo lo que nos aleja de la experiencia y del descubrimiento propio, crea inseguridad y falta de comprensión, especialmente antes del desarrollo del pensamiento abstracto, entre el nacimiento y los doce años. Y esto, a su vez, nos hace dependientes y aniquila nuestra capacidad de pensar y discurrir de forma original.
Si queremos cambiar esta sociedad, que va cada vez más hacia la adicción a los medios y a las redes sociales, a la dependencia del pensamiento ajeno y a la superficialidad, necesitamos llevar nuestra atención a estos temas y crear el cambio necesario a través de una crianza y una educación consciente, presente, que permita a la infancia desarrollarse plenamente y aportar la luz que traen al mundo.
Y esto solo es posible a través de la auto educación, el desarrollo personal y la toma de decisiones que nos lleven a una vida más plena, digna de ser un ejemplo sano para la infancia que nos rodea.
Cada situación es diferente y cada persona tiene sus propios retos pero, si pones tu intención y tu atención en ello, podrás encontrar la manera de aumentar los momentos en los que estás plenamente presente.
Una de las cosas que más me gusta de mi trabajo es ver las ganas con las que los alumnos vienen a la escuela y el brillo en sus ojos cuando me saludan por las mañanas.
Así que, si en algún momento noto que un estudiante no quiere venir al cole, o si las familias me lo transmiten, se enciende en mí una señal de alarma, pues esto significa que algo está afectando profundamente a este alumno y es importante descubrirlo para poder acompañarlo de la mejor manera.
A lo largo de mis años de maestra, he aprendido a detectar dónde puede estar la causa de ese malestar y he descubierto que hay muchos motivos por los cuales, en algún momento, los niños no quieren ir al cole. Todos ellos son importantes y hay que tenerlos en cuenta para poder acompañar de la mejor manera la situación y que no se convierta en una sensación negativa permanente.
Una de las causas más sencillas de identificar es que exista algún malestar físico: a veces, cuando se está incubando una gripe, por ejemplo, se puede percibir una falta de vitalidad, una necesidad profunda de descanso, de estar en casa, y una disminución del movimiento en general. En esos casos es preciso, si es posible, organizarse para quedarse en casa.
Otro motivo común por el cual no se quiere ir al cole, es que es necesario madrugar y levantarse, en algunas épocas del año, antes de que salga el sol. Esto es especialmente duro en invierno, cuando hace frío y mal tiempo. No suele ser un factor determinante, pero si que puede influir para no querer ir al cole tan pronto por la mañana.
Mi opinión es que deberíamos escuchar más el reloj biológico y adaptarnos a las estaciones, pero, por desgracia, no existe esa opción si tienes un trabajo tradicional y tu peque va al colegio.
Así que, como mínimo, como padres y maestros, podemos empatizar con aquellos peques que llegan completamente dormidos al cole y darles un tiempo de adaptación hasta que salga el sol.
En cualquier caso, cuando sucede esto, es importante revisar que nuestro modo de vida permita el suficiente descanso y las horas de sueño necesarias para la edad escolar. Puede suceder, por ejemplo, que entre semana haya demasiada actividad: hay niños que salen de casa a las 7 de la mañana y vuelven a las 7 u 8 de la tarde, un horario que ni siquiera un adulto debería hacer. Esto hace que no puedan, ni quieran, levantarse pronto al día siguiente, pues saben que desde que salgan de casa, pasarán muchas horas hasta que vuelvan.
También puede ser que haya alguna situación nueva en casa: por ejemplo, si la familia acaba de aumentar y hay un hermanito nuevo y mamá se queda en casa con él, se puede genera una sensación de separación muy grande, de “perderse” algo, incluso de “perder” su lugar o sentir que mamá quiere más al pequeño porque se queda con él.
Sucede también si ha habido una mudanza reciente, o muchos cambios seguidos en la vida del peque. Esto le hace sentir incertidumbre, pues aún no se ha hecho a la nueva situación, y salir de casa y alejarse de la familia le puede generar mucha inquietud.
Como decía al principio, hay que observar con especial atención si es algo puntual o no. Si siempre ha querido ir al colegio y empieza a no querer ir, es preciso identificar qué puede estar pasando. Puede ser alguna dificultad en sus relaciones sociales, con sus iguales, con el aprendizaje o con alguna situación nueva en la escuela.
Por ejemplo, si hay un cambio de maestro, a algunos niños les cuesta mucho adaptarse. pues tienen un nuevo referente que no conocen bien y puede resultarles difícil abrirse y confiar, aunque sea una persona encantadora.
También si hay un cambio en el grupo de amigos, si un compañero muy amiguito se va del cole o llega alguien nuevo y se transforman las alianzas en el grupo de iguales.
Y, sobre todo, si el ritmo de las clases cambia o aparece un contenido que resulta más difícil y que no se consigue aprender, esto puede ser un gran factor de estrés que incluso dañe la autoestima.
Hay que tener muy en cuenta que ir al cole supone un gran reto a nivel social y de desarrollo personal. Estar dentro de un grupo de iguales, variopinto, durante muchas horas al día, supone grandes retos, sobre todo si no eres especialmente extrovertido y te gusta la calma y la tranquilidad.
Por otro lado, los docentes deben estar muy atentos para que el aprendizaje en sí mismo no se sienta como una competición, pues muy a menudo, los alumnos se comparar unos con otros, estableciendo su valor en función de los demás.
Puede haber otros factores, como por ejemplo, que exista una falta de vitalidad y de entusiasmo en general… Cuando esto ocurre desde siempre, no sólo en el colegio, hay que ampliar la mirada y profundizar en el estilo de vida y alimentación, en la constitución física y también en la situación que rodea al niño, cómo son sus referentes y en qué ambiente vive, si es estable o caótico, etc.
Como puedes ver, hay muchas causas posibles, así que es preciso evitar un juicio rápido de la situación y prestar mucha atención, no sólo a lo que se expresa con las palabras sino también con la actitud y el estado anímico.
Una vez tengas identificada la causa, lo primero es generar una gran empatía. Para ello ayuda mucho recordar los momentos en los que no has querido ir al trabajo y pensar en las causas.
Y después, descubrir cómo se puede acompañar la situación para que se recupere el entusiasmo y las ganas de seguir aprendiendo.
En mi próximo artículo seguiré profundizando sobre ello y te daré algunas ideas sobre cómo hacerlo.
Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.
Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.
Una de las cosas que más me llamó la atención cuando empecé a leer a Rudolf Steiner es la importancia que da a la respiración. No solo como el proceso físico que todos conocemos, imprescindible para la vida, sino también como el ritmo que produce salud y bienestar en el día a día.
Habla de este tema en referencia a la naturaleza, al cosmos y a muchas cosa más, pero hoy vamos a centrarnos especialmente en lo que dice en relación a la enseñanza .
Rudolf Steiner nos indica que, para poder digerir correctamente los aprendizajes, tiene que haber un ritmo en la forma en que se presentan. Si una actividad requiere de quietud y escucha, la siguiente debe apelar a la acción y la actividad propia. Si hacemos una actividad grupal, después necesitamos equilibrarla con algo individual.
Esta manera de ver la enseñanza, y también la vida, crea una sensación maravillosa de estabilidad, es como el vaivén de las olas que te mece y te da tranquilidad, te recuerda que a un extremo le sigue el opuesto y te permite encontrar el centro en tu interior. No te cansas, pues sabes que todo tiene su tiempo y nunca te alejas demasiado del equilibrio.
Cuando esto se olvida y nos dejamos llevar por uno de esos extremos durante largo tiempo, el extremo contrario llega de manera tan intensa que se hace muy difícil de asimilar.
Por ejemplo, si damos una clase sobre un tema concreto, y nos alargamos más de veinte minutos en la explicación, veremos que los niños empiezan a inquietarse y a moverse, suavemente y de forma casi involuntaria. Si seguimos hablando y aquello no termina pronto, el movimiento será cada vez mayor y llegará un momento en que no aguantarán más y perderán el control. A veces, por respeto y amor, y en contra de su necesidad más profunda, consiguen aguantar la clase entera y, cuando suena el timbre, salen como caballos desbocados a compensar el exceso de concentración y quietud. En esas ocasiones, es posible que ya no consigan regresar a la calma en toda la mañana, pues seguir escuchando ya no es una opción.
A los adultos nos sucede lo mismo, lo que pasa es que solemos estar más desconectados y no hacemos caso de las señales que nos da nuestro cuerpo hasta que el mensaje se hace imposible de ignorar: Si tenemos una vida llena de estrés en la que no existe el descanso, nuestro cuerpo se rebela y llama nuestra atención con distintas enfermedades.
En el caso de los niños, si pasan muchas horas sentados sin moverse, ya sea por las pantallas o por un exceso de silla en la escuela, se desarrollan patologías relacionadas con la hiperactividad, la dificultad para prestar atención y el insomnio, entre muchas otras.
La solución consiste en aprender a alternar el movimiento con la quietud, la escucha con la expresión, lo social con lo individual, pues, de este modo, cada una de estas actividades será un descanso de la anterior y al final del día sentiremos una gran serenidad.
Algo que puede ayudar mucho es tomarnos 1 minuto cada hora para parar, hacer tres respiraciones profundas y prestar atención a cómo nos encontramos, en qué postura está el cuerpo, qué tensiones hay. Se trata de escuchar atentamente para poder soltar aquello que esté contraído, y de crear un espacio para descubrir qué necesitamos y responder a esa necesidad lo antes posible.
Esto es especialmente importante cuando estamos con la infancia, pues necesitan que estemos presentes y seamos conscientes para poder ofrecerles este ritmo sano, que les ayude a crecer felices. Cuando somos capaces de organizar el día y la clase de forma equilibrada, todo sucede de forma fluida y disminuyen los conflictos y las rabietas. Atendemos y escuchamos esa necesidad de cambio rítmico, ordenado, igual que la naturaleza hace con las estaciones.
Sé que puede parecer difícil en la sociedad de hoy en día pero, como decía en uno de mis últimos artículos, se trata de disminuir el número de actividades y aumentar su calidad y la atención que prestamos a cada momento.
Por desgracia, intentamos abarcar más de lo que podemos, pensando que seremos capaces de llegar a todo, pero es mucho más sano disfrutar profundamente de cada cosa y aprender a rendirse al momento presente.
La clave está precisamente ahí, en aprender a renunciar al mundo de las mil posibilidades para explorar con presencia total aquello que elegimos.
Comprender finalmente que menos es más, respirar hondo y disfrutar de la belleza de cada segundo.
Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.
Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.
A menudo intentamos explicar a los niños situaciones de la vida a través de largas explicaciones, que describen, desde el punto de vista del adulto, qué es lo que sucede. En estas ocasiones, nos solemos encontrar la mirada perdida o incluso atenta de un pequeño que nos mira sin comprender realmente lo que estamos diciendo, sin poder asimilar el torrente de palabras que se dirigen hacia él, ya sea por algo que ha hecho o como respuesta a una pregunta.
Esto sucede, entre otros motivos, porque nuestra manera de transmitir conocimiento olvida el lenguaje primordial de la psique humana; el cuento.
Los cuentos tienen la capacidad de mostrar las experiencias que pueden sucedernos en la vida y los posibles caminos que podemos tomar, así como sus consecuencias. Pueden relatar sentimientos, emociones, obstáculos y posibilidades de forma que nos sintamos reflejados, reconociéndonos en sus personajes, empatizando con aquel que está en peligro o sufriendo, y aprendiendo posibles maneras de responder ante una situación dada. De hecho, gran parte de las narraciones que nos han llegado por tradición oral suelen ser cuentos que nos advierten de algún peligro, y se crearon precisamente para prevenir posibles dificultades. Esto confirma el uso ancestral del cuento para llegar a la psique, a lo emocional, y transmitir ciertos valores y experiencias sobre la vida.
El lenguaje de los cuentos habla directamente al alma, la lleva de la mano hacia esa situación que puede estar creando un conflicto y muestra ante ella una imagen completa, llena de matices y pequeños detalles con los que se puede identificar. Esto hace que la sabiduría del cuento nos llegue directamente, sin pasar por un ego que debe defenderse de un juicio o una acusación. Es un espacio íntimo en el que no tenemos público, y por ello podemos reconocer quiénes somos y qué necesitamos.
Los cuentos sirven para dar voz a otras personas, para poder tener una visión más amplia de una situación, comprendiendo también qué sucede desde el otro, sin juzgar las actitudes como buenas o malas. Cada cual sentirá en su interior qué es lo que necesita y qué puede transformar, desde su propia capacidad.
Cada personaje representa un tipo de temperamento diferente, y cada aventura muestra cómo aprovechar las características de nuestra personalidad y también cómo superar algunos obstáculos que aparecen en el camino. El lenguaje sutil de la imagen hace que nos podamos reconocer y adquiramos herramientas para gestionar nuestras emociones pues, de nuevo, es mucho más fácil generar aprendizajes y aprender nuevas estrategias cuando somos nosotros mismos quienes descubrimos cómo somos.
Estas valiosas cualidades del cuento resaltan la importancia de leer y narrar historias a la infancia, ya sean cuentos tradicionales o de nuestra propia invención, pues son uno de los mejores medios para trabajar el mundo emocional.
Por otro lado, es preciso crear y elegir cuentos que describan situaciones desde un punto de vista comprensivo, que ofrezcan un espacio para entender y acoger todo tipo de sentimientos y abran la puerta a posibles soluciones, sin aferrarse a una única respuesta, dejando espacio para que sea el propio oyente quien elabore su sentido, evitando la típica moraleja.
En cualquier caso, es importante no teorizar sobre las emociones en edades tempranas, pues sería como exponer a la luz antes de tiempo las semillas que hemos plantado. Si se riegan acogiendo toda emoción como portadora de información para nuestro desarrollo, con atención y presencia, las semillas se transformarán en hermosas plantas, y los niños en personas emocionalmente lúcidas.
La magia de los cuentos nos acaricia el alma…
Ojalá sepamos mantener la conexión con este mundo lleno de sabiduría y sigan naciendo historias infinitas.
*Este artículo contiene extractos de mi guía didáctica “La enseñanza de la lectoescritura a través del arte”. Es la guía que acompaña el cuento “El tesoro del tío William”. Ambos están disponibles aquí.
Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.
Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.
Hace algunos años llegó a mis manos el libro Como una novela, de Daniel Pennac. Lo leí en dos días, asombrada de ver lo fácil que es equivocarse a la hora de fomentar la lectura en la infancia.
El libro habla precisamente de los motivos que llevan a los niños a relegar e incluso rechazar la lectura, haciendo especial hincapié en la importancia de respetar los derechos del lector, entre ellos, poder elegir lo que se quiere leer y el momento de leerlo.
Es muy difícil disfrutar de la lectura si el libro que lees no te gusta, o si tienes que leer cuando en realidad lo que te apetece es salir a pasear o necesitas solucionar algo. En esas ocasiones, lees y relees el mismo párrafo sin entender lo que pone, pues tu mente está en otro sitio. Y la lectura se convierte en algo arduo y sin sentido.
Esto se hace todavía más cuesta arriba en los inicios del aprendizaje de la lectura, cuando el acto de leer requiere un gran esfuerzo. Entonces es especialmente importante que la lectura tenga un mensaje lo suficientemente interesante como para seguir leyendo, que merezca toda nuestra atención y, a ser posible, nos arranque una sonrisa o nos asombre con su magia.
Y, sin embargo, en muchas ocasiones, los adultos nos empeñamos en que los niños lean lo que nosotros consideramos bueno para ellos, decidiendo incluso el momento de hacerlo, forzando algo que tiene que ser un placer y una elección propia.
La práctica que se suele dar en las escuelas de leer un mismo libro en grupo es difícil que funcione para todos, pues cada alumno es diferente y tiene gustos y capacidades diferentes. Si lo que queremos es fomentar la lectura, debemos respetar que cada uno elija aquello que realmente le gusta. Y no hay que preocuparse si solo eligen cómics, pues tienen muchas ventajas, sobre todo cuando hay ciertas dificultades a la hora de leer; las imágenes dan muchas pistas y enriquecen el texto, haciendo más liviana la lectura.
Es cierto que cada temática tiene una edad recomendada y que es preciso hacer una selección previa de los libros que están a disposición de la infancia, pero no debemos perder de vista la importancia de tener acceso a una colección variada, que incluya todos los formatos y niveles de lectura, para que pueda elegir aquello que realmente sea de su interés. Hablo tanto de los libros que podemos tener en casa como de la biblioteca escolar o de aula.
En cualquier caso, los grandes lectores se forjan ya en la cuna, pues la mejor manera de fomentar la lectura es leer y contar cuentos a los niños desde que nacen. Crear ese momento especial antes de ir a dormir en el que nos encontramos, como si fuera alrededor del fuego cálido de una hoguera, para compartir historias antiguas, mágicas y llenas de sabiduría. Y no perderlo, a ser posible, nunca. Si sienten que pierden ese momento mágico de conexión y calidez porque han aprendido a leer, probablemente no les guste el cambio.
Escuchar una historia nos lleva a un estado de relajación en el que prestamos atención solo al contenido, mientras nuestra mente está ocupada en crear las imágenes que escuchamos.
Leer es algo muy distinto, sobre todo al principio del aprendizaje, cuando nuestro cerebro está tan implicado en la descodificación y codificación de las letras que no podemos prestar atención plena al contenido de la historia.
No se pueden comparar ni son excluyentes entre sí. Es más, se complementan y se nutren, así que es preciso mantener la hora del cuento y también crear momentos en los que cada uno pueda leer su propio cuento, solo o en compañía.
Ya como pensamiento final, hay que tener en cuenta el gran efecto que tiene en la infancia nuestro ejemplo, y lo importante que es que nos vean leer y disfrutar con ello. Que en nuestro hogar haya libros de todo tipo, estanterías llenas de historias que nos conmuevan y nos atraigan. Que exista la posibilidad y la costumbre de acercarse a la biblioteca pública. Que la actividad lectora esté presente en el día a día y que cualquier excusa sea buena para sentarnos a contar un cuento o leer una historia.
Y ya si conseguimos apagar las pantallas de los dispositivos electrónicos en la medida de lo posible y leer libros físicos, llenos de ilustraciones hermosas, con buena luz natural, además de dar un ejemplo digno de imitar, estaremos cuidando nuestra vista y haciendo un gran regalo a nuestra paz mental.
Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.
Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.
*Para evitar las dificultades en la lectura, es muy importante introducir su enseñanza en el momento adecuado y de forma que haga nacer el entusiasmo y la alegría de descubrir un modo nuevo de comunicarse con el otro. Si forzamos su aprendizaje cuando el niño no está todavía preparado para ello, es muy posible que presente dificultades que, esperando al momento preciso, se pueden evitar.
De todo ello hablo en mi artículo El respeto a la madurez escolary también en la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi próximo libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber más sobre este bonito proyecto, tienes toda la información en el siguiente enlace:
Es curioso observar el efecto que produce la mención de las matemáticas en una conversación. Casi de forma inmediata, se puede escuchar a alguien decir, con cierto desánimo, que nunca se le dieron bien. También se pronuncian aquellos que las entendieron de forma innata y se sintieron cómodos en el mundo del cálculo desde pequeños.
Cuando somos pequeños y vamos a la escuela, nos comparamos inevitablemente con los compañeros y esto hace que decidamos si somos “buenos” o “malos” en algo. Todos tenemos ritmos muy diferentes, tanto de resolución como de comprensión, y, por desgracia, este ritmo distinto nos hace pensar que los que vamos más despacio no somos buenos en matemáticas. Y ahí nace el bloqueo de nuestra capacidad de aprendendizaje.
La labor del maestro también influye poderosamente en la percepción que tenemos de nuestras capacidades y, si existe mucha alabanza y mención de los alumnos más veloces y queja o presión a los que van más despacio, la brecha se hace todavía más amplia.
Por otro lado, también influye la manera en la que nos han enseñado la materia. En muchas escuelas se enseñan los números de forma aislada, a través de fichas, sin relacionarlos de ninguna manera con su referente real, que es la propia vida. Y sucede lo mismo con las operaciones, se enseña cómo operar de forma mecánica, dando instrucciones, sin permitir que sea el propio niño quien construya el algoritmo. Esto significa que los alumnos deben aprender de memoria, a menudo sin comprender lo que hacen, la manera de resolver una operación. Y muchos creen que no lo entienden porque hay un fallo en ellos, cuando en realidad el problema está en el método de enseñanza.
Las matemáticas surgen de la observación de la naturaleza y sus leyes. En la historia de la humanidad, hay un proceso constante de descubrimientos matemáticos que nacen de la necesidad de resolver los problemas diarios con los que se encontraban nuestros antepasados. Cuando presentamos a los niños situaciones reales en las que tienen que resolver, desde la experiencia práctica, un problema, podemos ver que encuentran la solución con mayor facilidad que sobre un papel.
Esto nos indica que lo primero para aprender matemáticas es haber tenido muchas experiencias prácticas en las que desarrollar la resolución de problemas a través de la investigación propia. Si empezamos con lo abstracto antes de haber tenido este contacto directo con la experiencia, nos saltamos un paso imprescindible.
Los primeros años de vida y también el jardín de infancia son el momento idóneo para dedicarse al juego libre, en un entorno rico en experiencias sensoriales. Jugar en el arenero a construir, calculando pesos y medidas, investigando cómo hacer un dique para que no pase el agua, repartiendo el material a partes iguales, haciendo montones que tengan la misma cantidad, etc. Aprovechar cada paseo en el bosque para observar las plantas y los números que esconden. Descubrirlos también en el cuerpo humano, en las naranjas que hemos recogido del árbol, en los platos que necesito para poner la mesa.
También es muy importante todo aquello que implique percibir y ordenar el espacio y el tiempo: escuchar y recordar cuentos, tomar turnos, ver cuántos somos y quién falta en el aula, recoger y ordenar los juguetes según una característica, comprobar que hay un lápiz para cada uno y un sinfín de actividades que se dan en el día a día del jardín de infancia.
Si llevamos la atención a lo matemático de esta manera, los niños tienen constantemente una sensación de descubrimiento propio que les hace amar los números y les llena de entusiasmo. Y cuando llega la hora de traducirlo al aprendizaje formal, se sienten felices y seguros y se comparan mucho menos, pues ya saben que saben y están ocupados en aprender más y evolucionar a su propio ritmo.
Como ya he contado algunas veces, gracias a mi trabajo como maestra en escuelas Waldorf, he podido acompañar a muchos alumnos como maestra tutora, desde primero hasta sexto de primaria y he visto el efecto que tiene esta manera de enfocar la enseñanza de las matemáticas. Por supuesto, sigue habiendo alumnos que tienen más dificultades que otros, pero aun así, se alegran cuando llega el momento de las matemáticas.
Esto confirma plenamente que sí se puede lograr una enseñanza significativa y que produzca entusiasmo en vez de rechazo, y que todos, sin excepción, podemos llegar a ser grandes matemáticos.
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*He elegido la fotografía de un rosal silvestre porque, tanto en el cáliz como en la corola y en el número de hojas, se encuentra el número cinco y sus múltiplos.
Uno de los rasgos más característicos de la educación Waldorf es la manera en que se enfoca el proceso de aprendizaje de la lectoescritura. Hoy voy a describir brevemente los principios en los que se basa y qué beneficios aporta a la infancia.
Para poder entrar en detalle, explicaré primero cómo concibe Rudolf Steiner el arte de educar. Para él, la educación debe abarcar al ser humano completo, dirigiéndose tanto al desarrollo del intelecto como a lo emocional y a lo volitivo. Esto es especialmente importante en los primeros años de enseñanza pues, tal y como he comentado en muchos de mis artículos, memorizar conceptos que todavía no se pueden comprender ni experimentar, equivale a comer alimentos que no se puede digerir.
En el caso que nos ocupa, sabemos que el arte de leer se ha ido desarrollando a lo largo de la evolución de la cultura. Las formas de las letras, la manera en que se unen entre sí, se basa actualmente en una convención establecida, pero no siempre fue así. En un primer momento, sí que había una relación entre la forma abstracta de las letras y lo que representaban. Y también una intención comunicativa muy clara de una historia, de una experiencia vivida.
La propuesta de la pedagogía Waldorf consiste precisamente en remontarnos a los orígenes de la escritura, cuando la grafía y lo que representaba tenía cierta relación y partía de la actividad pictórica y de una experiencia.
El proceso de aprendizaje parte de una historia contada por el adulto, donde lo que sucede está relacionado con una palabra que empieza por una letra. Esta palabra, además, representa algo que tiene una forma muy similiar a esa letra. Por ejemplo, si vamos a trabajar la letra “m”, la historia puede ser sobre dos amigas que deciden hacer una excursión hacia una montaña muy alta que tiene dos picos iguales.
Después de contar la historia, se dibuja una escena en la pizarra y allí los niños descubren la letra escondida, a través de las pistas sonoras de las palabras de la historia. Esto conlleva un ejercicio de asociación de todos sus sentidos y conocimientos previos, al tiempo que apela a lo emocional, a través de la alegría del descubrimiento y de las experiencias que se suceden en la historia. Tras descubrir la letra, los alumnos dibujan la imagen con todos sus detalles y practican la escritura de la letra. Y por último, leen lo que han escrito. Esto sucede a lo largo de varios días.
La parte artística armoniza el aspecto más intelectual y convencional de la escritura y de su continuación, la lectura. Este es el camino de la voluntad: inicia con la parte donde el niño está plenamente activo, en el dibujo y en la escritura, para llegar hasta la lectura, que es la parte más intelectual del proceso.
Cuando trabajamos desde lo artístico, el aprendizaje se convierte en algo mucho más significativo y sencillo de asimilar. Se produce en los niños un entusiasmo muy particular y cada día llegan a la escuela deseando descubrir una nueva letra. El arte actúa de manera profunda sobre la naturaleza del ser humano, lo alcanza en su conjunto. Consigue unir lo intelectual, con el sentir y el hacer.
Se genera una mayor capacidad para recordar, pues todo lo que se descubre desde la emoción y la actividad propia, se integra de forma mucho más profunda. De hecho, la palabra “recordar” proviene del latín “recordari”, que significa literalmente “volver a pasar por el corazón”i.
Tal y como describía antes, es importante iniciar el aprendizaje por la escritura, pues esta parte del proceso requiere que el niño se implique completamente, desde la acción de las manos y su coordinación con la vista, hasta el reconocimiento de cada grafía. Más tarde, cuando empiece a leer, podrá identificar con facilidad aquellas formas que primero elaboró con todo su ser. De esta forma, la lectura equivale a reconocer algo que ya hemos experimentado, y esto facilita ese “recordar” del que hablaba.
Este sería el proceso de aprendizaje de la lectoescritura, que abarcaría el primer año de escuela primaria. Hay muchos motivos por los cuales es importante esperar a la madurez escolar para inciar este proceso; es un tema profundo que abarcaré en mi próximo artículo para darle el espacio que merece.
Como pensamiento final, siento que, en algunos sectores de la educación, se está perdiendo la visión global, inclinando la balanza hacia una enseñanza cada vez más abstracta y alejada de la vida, separando en compartimentos estancos conocimientos que integran un todo completo, sustituyendo por pantallas la experiencia real que aporta el juego libre y el arte.
Esto dificulta el aprendizaje y la comprensión profunda, llevándonos a conocer solo una parte de la realidad, desde una perspectiva meramente intelectual, desconectada del sentir. Y lo más alarmante es que sucede desde edades muy tempranas, reduciendo el juego y las actividades artísticas a unas pocas horas semanales, olvidando el lugar que deberían ocupar en la enseñanza.
Ojalá podamos recuperar la noción de la importancia del arte y el juego en la educación y, por supuesto, en nuestras vidas.
Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.
Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.
*Este artículo es parte de la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber cómo conseguirlo, tienes toda la información en el siguiente enlace: