Cómo aprender a estar presentes para acompañar a la infancia

Niño en la playa entrando en el agua al atardecer

Acompañar a la infancia, ya sea en el ámbito familiar o en el escolar, es un gran reto y a la vez una enorme responsabilidad. Si te dedicas a ello, lo sabes bien.

Hay momentos realmente preciosos, que te emocionan y te inspiran, que te recuerdan por qué has elegido hacerlo… Y otros en los que te sientes perdida y confusa, sin saber bien cómo gestionar alguna de las situaciones que aparecen en el día a día.

A veces sientes que te tocan una herida muy profunda, que quizá se creó en tu propia infancia, o ya nació contigo, y te impide ver con claridad.

Otras veces, una sabiduría ancestral que no sabes bien de dónde viene, te ayuda a colocarte en tu centro y convertirte en el pilar necesario, decir la palabra adecuada que conforta y acoge, que produce crecimiento y seguridad.

En mi camino como maestra, he vivido experiencias muy ricas y diversas. Las más difíciles son las que me han traído un mayor crecimiento y me han hecho entender lo que necesito para ser feliz y también, lo que necesitan los que me rodean. Y, aunque nunca es lo mismo ni de la misma forma, hay ciertas maneras de estar que facilitan la creación de un espacio amoroso, donde cada persona puede ser ella misma y encontrar aquello que le hace verdaderamente feliz.

No sé bien cómo llamarlas, porque no son exactamente herramientas, ni habilidades, son más bien, como decía en el párrafo anterior, maneras de estar, modos de conciencia, estados anímicos que facilitan esa percepción clara del otro y de uno mismo.

Me estoy poniendo muy metafísica, pero en realidad es sencillo. Es un estado de conexión con una misma, de presencia consciente, en el que no interviene el parloteo habitual de la mente con sus dudas y sus juicios, en el que nos convertimos en escucha y simplemente somos.

No sé si lo has sentido alguna vez, pero estoy segura de que sí. Quizá nadando en el mar, o pintando, o haciendo algo que te encanta con plena concentración natural.

Ese estado es lo que necesitamos para acompañar a la infancia.

Desde ahí desaparece cualquier interferencia que nos impide ver y somos capaces de crear el espacio que mencionaba.

Pues bien, no hay recetas exactas para conseguir entrar en ese estado, pero sí que podemos descubrir qué cosas hay en nuestra vida que nos acercan y cuáles son las que nos alejan. Mirando limpiamente hacia dentro, podemos ver cómo caminar hacia ello y multiplicar estos momentos de conciencia y conexión.

Hay que desterrar la idea de que no tenemos el tiempo suficiente, pues esto nos frena para siquiera intentarlo. Sólo unos minutos al día hacen una gran diferencia y, para ilustrarlo, te voy a contar una breve anécdota.

Yo pensaba que, para estar en forma, había que esforzarse y dedicarle mucho tiempo al día, así que no lo hacía porque no tenía ese tiempo, pensaba yo… Pues bien, llevo un mes haciendo tres ejercicios de fuerza por la tarde, antes de cenar. No me lleva más de 10 minutos y todavía me tiene maravillada el efecto que está teniendo en mi tono muscular y en mi bienestar general.

Esto es una cuestión de decisión: lo más importante es sentir ese impulso de querer ser cada día más consciente y crear y mantener una práctica, que nos sirva para seguir aprendiendo, para seguir evolucionando.

Y poco a poco, con paciencia y constancia, va llegando la transformación deseada.

Si quieres ponerte a ello, yo te acompaño.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía cortesía de David Sanchez

El tesoro escondido de la incomodidad

Duende navideño deslizándose por la nieve

Hace unos días escuchaba a un gran amigo hablar sobre cómo los seres humanos nos pasamos el tiempo huyendo de las emociones que nos incomodan, las que no nos gustan.

Y, curiosamente, yo llevaba un tiempo reflexionando sobre lo incómodo en general, sobre cómo evitamos, por ejemplo, el cansancio físico, o tener esa conversación que sabemos que tenemos pendiente con alguien y que no va a ser fácil.

Cada persona evita aquello que le resulta más incómodo, pueden ser emociones o puede ser simplemente, hacer algo de ejercicio. A veces evitamos aprender algo nuevo porque es muy incómodo no saber cómo hacerlo, o incluso ir a un sitio que nunca hemos ido por la incomodidad que resulta la posibilidad de perderse.

No es una cuestión de dificultad, es más bien algo que hace que se nos gire el estómago por algún motivo, quizá porque sentimos que no va a ir bien, o por simple falta de práctica. Lo curioso es que suelen ser cosas que, si las hacemos, luego nos sentimos mucho mejor.

Es muy interesante observar esto: es como un autosabotaje, nos autoconvencemos de que es mejor no hacerlo, pero, si conseguimos hacerlo, luego nos sentimos mejor que nunca y nos alegramos de haberlo hecho.

Una vez escuché a un escritor, Steven Pressfield, definir este autosabotaje como una fuerza de la naturaleza, la ley física de la resistencia. Él decía que la sentía cada día antes de sentarse a escribir, que, por otro lado, era su pasión. Pero, por lo que fuese, cada vez que empezaba un nuevo día, se le ocurrían miles de razones por las cuales no escribir. Tareas pendientes, llamadas, dolores corporales, lo que sea. Y hablaba justamente de lo bien que se sentía cada vez que vencía esa resistencia y conseguía escribir, aunque sólo fueran unas líneas.

Qué curioso, ¿verdad? Es como si esa incomodidad, esa resistencia, guardase un tesoro escondido. Es como el dragón que guarda riquezas inimaginables dentro de una cueva, hay que vencerlo para entrar y descubrirlas.

Pues bien, esto de enfrentarse a la incomodidad es algo que no es nada cómodo ni está de moda. Todo nuestro entorno nos habla de la comodidad, los coches, las casas, la temperatura ideal, los electrodomésticos… Hasta las tapas de los inodoros se bajan solas, para no tener que sufrir la incomodidad de bajarla uno mismo.

Y esto, lo que produce en primer lugar, es una resistencia cero a cualquier contratiempo y, en segundo lugar, apatía y falta de energía vital. Si seguimos así, la humanidad va a perder la maravillosa resiliencia que cultivaron y nos transmitieron nuestros abuelos y nos convertiremos en seres adormilados carentes de fuerza de voluntad.

Lo observo día tras día en la infancia, cada vez hay un mayor rechazo a lo que cuesta un esfuerzo, a lo incómodo, a lo que tarda un tiempo, incluso al aprendizaje en sí mismo. Y es un grandísimo desastre consentir que ya de pequeños perdamos la alegría del reto, de lo incómodo, probablemente porque los adultos nos han mostrado que es mejor no arriesgarse y quedarse tras una pantalla, donde (casi) nadie te puede ver.

Lo interesante sería saber transmitir a la infancia que nos rodea que lo incómodo es precisamente una fuente de conocimiento propio, una señal que te indica dónde está tu tesoro más profundo, aquel que te va a generar alegría vital, avivando el fuego de tu alma, cuando te atrevas a entrar en la cueva y venzas al dragón de la resistencia.

Ojalá seamos conscientes de esto y sepamos llevarlo a la práctica, pues sólo a través del propio ejemplo seremos capaces de generar en la infancia el entusiasmo y la fuerza de superar cualquier dificultad.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Mi amigo se llama Jose Luis y tiene un canal en Youtube genial, que se llama “El paso consciente”. Allí puedes encontrar el vídeo en el que habla sobre las emociones 😉

**La entrevista a Steven Pressfield la escuché en Super Soul Special with Oprah y tenía por título “Unlock your creative genius”.

*** La foto maravillosa es de Susanne Jutzeler

Qué hacer cuando nada funciona

Atardecer luminoso

A veces hay cosas que no parecen solucionarse por más que lo intentemos.

Pueden ser rasgos de nuestra personalidad que queremos cambiar sin conseguirlo, o situaciones de conflicto con alguien de nuestro entorno cercano, que nos duelen y no sabemos cómo resolver. Quizá queremos cambiar la forma en que hacemos algo, porque sabemos que no tiene buenos resultados, pero acabamos repitiendo el mismo patrón ya conocido.

Son temas que suelen tener una raíz profunda, ya sea en nuestra infancia o incluso en nuestro árbol familiar, y que no parecen tener solución. Es posible que hayamos ido a cursos, hayamos leído libros y hayamos hecho terapia sobre ello, pero sigue repitiéndose.

Ese algo que no conseguimos resolver existe en todas las personas y, a menudo, se puede ver y entender mejor en el otro que en nosotros mismos. Cuando los niños son pequeños y eres maestra, lo puedes identificar fácilmente, es el tema estrella de todas las tutorías con las familias y lo que causa conflicto con el entorno.

Es ese algo que hemos venido a aprender y que no se suelta con facilidad, por mucho que lo intentemos, quizá porque tenemos que abrazarlo en vez de intentar que desaparezca.

Ese es precisamente el quid de la cuestión, que no se trata de vencerlo sino de integrarlo, de hacerse amigo, de asimilarlo… Con amor, con cariño y con respeto, pues nos trae un mensaje profundo de una herida no sanada que necesitamos acoger.

Hablo de todo esto porque veo que es una causa grande de sufrimiento, tanto para uno mismo como cuando lo vemos en nuestros hijos o alumnos. Queremos solucionarlo ya, transformarlo, dejar de sentir la frustración que nos provoca y el malestar que supone, pero esta actitud solo añade presión y magnifica las sensaciones negativas.

Siento que la solución real es tener compasión por uno mismo, entender que no somos perfectos, abrazar esa parte nuestra que no nos gusta y permitir que nos entregue su mensaje, en vez de seguir intentando cambiarla a la fuerza.

Esta actitud no implica resignarse o dar por bueno todo lo que somos sin hacer nada para convertirnos en nuestra mejor versión. Es más bien desarrollar la capacidad de confiar en la vida, en el tiempo y en los procesos. Es el descanso del guerrero, la calma de aquel que sabe que ha hecho todo lo que está en su mano y que ahora ya no depende de él.

Cuando llegamos a ese momento, hay algo que se aquieta en nuestro interior y conseguimos ser más generosos con nosotros mismos y con los demás. Entendemos que no todo se puede o se debe cambiar y que hay cosas que todavía no podemos comprender, pero que seguro tienen un sentido, aunque quizá ahora no lo veamos.

Ojalá estas palabras te acompañen y sean la serenidad que necesitas para acoger ese algo con amor y confianza, ya sea en ti o en el otro. Una vez acogido y aceptado plenamente, es muy probable que tu percepción se transforme y, lo que veías como un problema, pueda incluso ser una solución.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La importancia del encuentro en el camino menos transitado

Puente de piedra entre montañas en otoño

Cuando nos dedicamos a la educación consciente, ya sea en casa o en la escuela, hay momentos grandes de soledad.

En realidad, siempre que nos salimos un poco de lo establecido y confiamos en nuestro corazón, puede aparecen resistencias. Son fuerzas que provienen del entorno y también de las creencias que hemos heredado y que actúan desde dentro.

Estas resistencias nos hacen sentir que no vamos por buen camino y que quizá no hemos escogido lo mejor. Nos hacen dudar de nuestra propia intuición y esto hace que perdamos la fuerza que nos anima.

Aparecen sobre todo en los momentos de cambio y cuando hay alguna dificultad. En esas situaciones, el camino más transitado parece más fácil y accesible que el que hemos escogido. Es como la escena de la película Matrix donde Neo tiene que elegir si quiere la pastilla azul o la roja. Una de ellas le lleva de vuelta al sueño, a la comodidad, a no sentir más el dolor. La otra le lleva a la consciencia, y a un mundo lleno de obstáculos y riesgo, pero también de Vida.

Es mucho más difícil educar con presencia que ceder a las corrientes de la sociedad y dejar que sea una pantalla quien monopolice la atención de la infancia. Requiere mucha fuerza interior salir del camino establecido y buscar lo que realmente quieres hacer en la vida, pues aparecen momentos de soledad en los que sientes que no hay nadie más a tu lado y que estás librando una batalla imposible de ganar.

Pero no es así.

Hay muchas personas que están en tu mismo barco, lo que pasa es que a veces nos aislamos y las perdemos de vista. Es muy fácil que el día a día nos lleve a esa soledad que nos quita fuerza, pues el quehacer continuo no nos deja tiempo para volver a nuestro centro y buscar aquello que nos hace bien.

Por eso es tan importante parar y respirar, aunque sea cinco minutos al día, y recordar a esas personas con las que tenemos un vínculo especial, que nos acompañan en nuestro sentir y nos aceptan de forma incondicional. Que nos ayudan a recordar quienes somos en vez de indicarnos cómo debemos ser.

A veces es una amiga cercana que sabe cómo escuchar, otras veces es a través de un libro que te acompaña y resuena en tu interior. Puede ser una actividad que te hace sentir viva y que te lleva al encuentro de personas afines, una clase de pintura, un curso de mindfulness, de artes manuales, cualquier situación que te ayude a sentir que somos muchos los que queremos hacer de este mundo un lugar más consciente y feliz.

Ojalá estas palabras te sirvan para encontrar esos espacios y sentir mi compañía en este viaje que, aunque requiera de más fuerza interior y de gran voluntad, está lleno de tesoros y grandes alegrías.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Cómo empezar el curso con buen pie

Atardecer de colores violetas sobre el mar

Una de las transiciones del año con mayor potencial para ser estresante es el inicio del curso escolar y la vuelta al trabajo tras las vacaciones.

Durante el tiempo de descanso, hemos bajado el ritmo y nos hemos acostumbrado al aire libre, al agua y el sol, a dormir más y dedicar más tiempo a nuestras relaciones personales.

Lo más probable es que hayamos perdido los hábitos que mantenemos durante el año y que tengamos una gran resistencia a volver a la rutina, así que solemos apurar hasta el final y lo alargamos todo lo que podemos.

Esto hace que la vuelta sea muy cuesta arriba, especialmente para los niños, que tendrán dificultades para ajustarse al nuevo horario, y el momento de levantarse e ir al cole se convertirá probablemente en un caos de estrés, sueño y prisas.

Para que esta transición sea mucho más sencilla, es importante volver a entrar en el ritmo escolar poco a poco. No podemos pretender, ni siquiera nosotros los adultos, que nuestro cuerpo pase de ir a dormir tarde y levantarse con calma a ir a la cama pronto y madrugar, sin un proceso de adaptación.

Si lo hacemos así, aparece el mal humor, la depresión post vacacional y la desmotivación ante los nuevos retos que presenta este cambio, cuando en realidad se podría ver como un nuevo comienzo de ciclo e iniciarlo con gran ilusión.

Para lograr que así sea, voy a darte algunas ideas que puedes probar estos últimos días de vacaciones.

-Empieza a despertarte un poco más temprano de forma natural, dejando que el sol entre por la ventana abriendo las cortinas y subiendo las persianas. Permítete remolonear un poco en la cama, dejando que la luz te vaya despertando.

-Realiza excursiones largas, que requieran de gran actividad física, para que el cuerpo tenga ganas de descansar más temprano.

-Reduce poco a poco las actividades que generen más excitación e introduce otro tipo de actividades como narrar y escuchar cuentos, leer, cocinar en familia, etc.

-Concentra los encuentros sociales durante el día y reserva las últimas horas de la tarde y la cena para la intimidad familiar y la calma.

-Observa el atardecer en silencio, viendo cómo el sol se va a dormir.

También es muy buena idea aprovechar los últimos días de vacaciones para poner en orden la casa, cuidar las plantas del hogar o del jardín, realizar tareas pendientes y retomar el contacto con los compañeros de la escuela o del trabajo, para poder encontrarse en un ambiente relajado y ponerse al día.

Si conseguimos poner en marcha alguna de estas propuestas, seguro que la transición se hace mucho más agradable y conseguimos generar el entusiasmo necesario para iniciar un nuevo ciclo con energía y presencia.

Que así sea y que tengas un muy feliz regreso.

*Si estas propuestas no funcionan, tal y como comentaba en la newsletter de esta semana, es importante plantearse por qué no tenemos ganas de volver al trabajo. Puede ser porque hemos acumulado un cansancio profundo por el estrés continuado o porque realmente no nos estamos dedicando a lo que realmente nos mueve y nos apasiona. En cualquiera de los dos casos, es una buena oportunidad para plantearse qué y cómo podemos cambiar nuestro día a día para generar el cambio que necesitamos.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Concédete el tiempo que necesitas

Atardecer en la Albufera

Desde bien pequeña, he tenido prisa por ir más allá. Prisa por crecer, por ir y por volver. Por enamorarme, por viajar, por terminar la semana.

En el colegio, terminaba en dos segundos la tarea, con una letra terrible que casi no se podía entender, y me solían enviar de vuelta a mi sitio a repetirlo, o me ponían ejercicios más difíciles, intentando que tardase un poco más en resolverlos. Pero mi afán consistía precisamente en terminar lo más rápido posible.

Más adelante he sentido prisa también en la carretera o en el metro, aunque realmente no esté llegando tarde a ninguna parte.

Esto ha sido algo que he tenido que trabajar toda mi vida, pues mi impulso de hacer las cosas con gran rapidez hace que deje muchos detalles en el tintero.

Me di cuenta de esto viendo la película El último samurai. En ella, hay una escena donde Tom Cruise observa cómo preparan el té en el pueblecito japonés que lo tiene cautivo, y se maravilla del cuidado y la atención con que lo hacen, pues raya la perfección. Es pura presencia.

Después de verla, me hice un cartel que decía: “No hay prisa. Date el tiempo suficiente”, y lo colgué en la pared de mi habitación. Y también me aficioné a la escritura con plumilla y tinta, que es una de las cosas que no puedes hacer rápido aunque quieras.

¿Y para qué tanta prisa?

Me he hecho esta pregunta muchas veces, al darme cuenta de lo acelerada que voy por la vida.

Sé que hay una parte que viene en mis genes, pues me parezco mucho a mi madre y a mi abuela y ellas también van de una cosa a otra como un relámpago, tanto en el pensamiento como en la acción.

También debe ser mi propio temperamento pues, ya de entrada, mi llegada al mundo duró 20 minutos, casi nazco en un taxi.

Pero hay otra parte que tiene que ver con la sociedad de hoy en día, que fomenta y nos pide cada vez mayor rapidez. Nos inunda de contenidos, que no tenemos tiempo de digerir, y también de actividades y opciones. Nuestra capacidad de prestar atención se dispersa y disminuye radicalmente su calidad. Al igual que nuestra capacidad de observar, de estar presentes e incluso de amar.

A esta velocidad, no se puede profundizar. Y si no se puede profundizar, no se puede conocer realmente a nadie. Y así crece la distancia entre las personas y se pierde la empatía. La prisa hace que no veamos al otro, que no lo reconozcamos y que no nos demos cuenta de que, a veces, pasamos de largo sin darnos cuenta de que quizá alguien necesita un abrazo, un saludo, una sonrisa.

Cuando observo tanta prisa a mi alrededor, me doy cuenta de que necesitamos parar y respirar. Replantearnos cómo vivimos y, especialmente, qué tipo de rutina y ritmo de vida estamos dando a nuestros hijos. Y, sobre todo, darnos cuenta del tipo de atención que les estamos ofreciendo.

¿Les escuchamos con verdadera presencia?

¿Tienen tiempo real para jugar? ¿para dormir? ¿para comer?

¿Les damos el tiempo que necesitan para aprender las cosas por sí mismos? ¿O las hacemos nosotros para “ahorrar” tiempo?

¡Qué frase esta! Ahorrar tiempo… Como si pudiéramos hacerlo…

Vivimos esclavos de la vorágine que hemos creado y, cuando llegan las vacaciones, no sabemos bien cómo descansar. A veces incluso nos enfermamos cuando soltamos la prisa, o nos sentimos incómodos cuando no somos productivos, cuando “no hacemos nada”.

Sé que no es fácil parar. Soy consciente de que, cuando se tiene un sueño, el impulso es hacer de forma constante. Sea el sueño un gran proyecto, crear una familia o simplemente, llegar a fin de mes con tranquilidad.

Pero, si conseguir ese sueño nos quita la salud, la capacidad de disfrutar, de amar y de vivir la vida de forma consciente… ¿Habrá valido la pena? ¿Seremos capaces de disfrutarlo cuando llegue?

Siento que es una reflexión necesaria y quizá las vacaciones sean el momento perfecto para ello.

Ojalá disfrutes al máximo de cada instante.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

La importancia de la respiración en la educación

Niño entrando en el agua del mar al atardecer

Una de las cosas que más me llamó la atención cuando empecé a leer a Rudolf Steiner es la importancia que da a la respiración. No solo como el proceso físico que todos conocemos, imprescindible para la vida, sino también como el ritmo que produce salud y bienestar en el día a día.

Habla de este tema en referencia a la naturaleza, al cosmos y a muchas cosa más, pero hoy vamos a centrarnos especialmente en lo que dice en relación a la enseñanza .

Rudolf Steiner nos indica que, para poder digerir correctamente los aprendizajes, tiene que haber un ritmo en la forma en que se presentan. Si una actividad requiere de quietud y escucha, la siguiente debe apelar a la acción y la actividad propia. Si hacemos una actividad grupal, después necesitamos equilibrarla con algo individual.

Esta manera de ver la enseñanza, y también la vida, crea una sensación maravillosa de estabilidad, es como el vaivén de las olas que te mece y te da tranquilidad, te recuerda que a un extremo le sigue el opuesto y te permite encontrar el centro en tu interior. No te cansas, pues sabes que todo tiene su tiempo y nunca te alejas demasiado del equilibrio.

Cuando esto se olvida y nos dejamos llevar por uno de esos extremos durante largo tiempo, el extremo contrario llega de manera tan intensa que se hace muy difícil de asimilar.

Por ejemplo, si damos una clase sobre un tema concreto, y nos alargamos más de veinte minutos en la explicación, veremos que los niños empiezan a inquietarse y a moverse, suavemente y de forma casi involuntaria. Si seguimos hablando y aquello no termina pronto, el movimiento será cada vez mayor y llegará un momento en que no aguantarán más y perderán el control. A veces, por respeto y amor, y en contra de su necesidad más profunda, consiguen aguantar la clase entera y, cuando suena el timbre, salen como caballos desbocados a compensar el exceso de concentración y quietud. En esas ocasiones, es posible que ya no consigan regresar a la calma en toda la mañana, pues seguir escuchando ya no es una opción.

A los adultos nos sucede lo mismo, lo que pasa es que solemos estar más desconectados y no hacemos caso de las señales que nos da nuestro cuerpo hasta que el mensaje se hace imposible de ignorar: Si tenemos una vida llena de estrés en la que no existe el descanso, nuestro cuerpo se rebela y llama nuestra atención con distintas enfermedades.

En el caso de los niños, si pasan muchas horas sentados sin moverse, ya sea por las pantallas o por un exceso de silla en la escuela, se desarrollan patologías relacionadas con la hiperactividad, la dificultad para prestar atención y el insomnio, entre muchas otras.

La solución consiste en aprender a alternar el movimiento con la quietud, la escucha con la expresión, lo social con lo individual, pues, de este modo, cada una de estas actividades será un descanso de la anterior y al final del día sentiremos una gran serenidad.

Algo que puede ayudar mucho es tomarnos 1 minuto cada hora para parar, hacer tres respiraciones profundas y prestar atención a cómo nos encontramos, en qué postura está el cuerpo, qué tensiones hay. Se trata de escuchar atentamente para poder soltar aquello que esté contraído, y de crear un espacio para descubrir qué necesitamos y responder a esa necesidad lo antes posible.

Esto es especialmente importante cuando estamos con la infancia, pues necesitan que estemos presentes y seamos conscientes para poder ofrecerles este ritmo sano, que les ayude a crecer felices. Cuando somos capaces de organizar el día y la clase de forma equilibrada, todo sucede de forma fluida y disminuyen los conflictos y las rabietas. Atendemos y escuchamos esa necesidad de cambio rítmico, ordenado, igual que la naturaleza hace con las estaciones.

Sé que puede parecer difícil en la sociedad de hoy en día pero, como decía en uno de mis últimos artículos, se trata de disminuir el número de actividades y aumentar su calidad y la atención que prestamos a cada momento.

Por desgracia, intentamos abarcar más de lo que podemos, pensando que seremos capaces de llegar a todo, pero es mucho más sano disfrutar profundamente de cada cosa y aprender a rendirse al momento presente.

La clave está precisamente ahí, en aprender a renunciar al mundo de las mil posibilidades para explorar con presencia total aquello que elegimos.

Comprender finalmente que menos es más, respirar hondo y disfrutar de la belleza de cada segundo.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Fotografía de David Sánchez

Cómo generar confianza en la infancia

Foto antigua en blanco y negro de niños y niñas bailando

Cuando me dedico al acompañamiento de docentes, me suelen invitar a entrar en su aula para observar qué sucede y así poder ofrecer herramientas para que la clase funcione mejor. Es una experiencia muy reveladora pues, desde la quietud de este segundo plano, se pueden descubrir muchas cosas que ayudan a comprender mejor cómo se sienten los alumnos y cuál es el origen de algunas situaciones.

Una de las cosas que observo como tendencia creciente es que el adulto tiene que ganarse cada vez más la atención de los niños y su respeto. No es algo que venga dado por la profesión, como sucedía antes, es algo que se tiene que trabajar profundamente, pues los alumnos de hoy en día requieren mucha más presencia. Necesitan adultos despiertos, capaces de ver su esencia y de acompañar su desarrollo como individuos, sosteniendo los límites necesarios para crear un espacio de aprendizaje sano y armónico, donde reine la escucha, la atención y el entusiasmo por aprender.

Esto es un gran reto, pues no siempre podemos estar realmente presentes, no solo para la infancia, si no también para nosotros mismos. En esta sociedad llena de prisa y exceso de información, son escasos los momentos de calma en los que respiramos y volvemos a nuestro centro. Los estímulos son tantos que pocas veces tenemos momentos de calidad a solas y con total presencia con otra persona.

Además de esto, hay tendencias en la crianza y en la educación que proponen que el adulto no se muestre, que no diga para no influenciar, que no decida para no imponer. Todo son preguntas para el niño y recaen sobre él decisiones que todavía no está preparado para tomar. Veneramos su sabiduría innata y lo ponemos en el centro de todo, dándole un lugar en el que esa sabiduría se pierde y se convierte desgraciadamente en tiranía. Y así desaparece la inocencia de los ojos de la infancia, que duda de todo y no puede confiar en un adulto que no se muestra.

Para que esto no suceda, es preciso aprender a escuchar con el alma al niño, sentir qué necesita y ofrecérselo, en vez de obedecer los dictados de una voluntad que todavía no conoce este mundo, que todavía tiene que aprender de los que vinieron antes que él, para después, con la madurez, poder decidir su propio camino.

Es urgente que recuperemos la presencia y seamos capaces de generar en los niños esa confianza hacia el adulto, ese respeto hacia la autoridad amada, hacia esa persona que lleva aquí más tiempo que nosotros y que puede mostrarnos lo que la humanidad ha aprendido en el pasado. Solo desde el conocimiento y la apreciación de que lo que ya se ha vivido podemos crear un futuro mejor, si no, estamos destinados a repetirlo antes o después.

Por otro lado, el componente social que se da en el aula es tan grande que puede ser lo único a lo que los niños presten atención. Ir al colegio cada día a pasar cinco horas con un grupo de personas al principio desconocidas, haciendo actividades que pueden resultar un reto, es una ardua tarea. Temas como la necesidad de pertenencia al grupo, la capacidad de poner límites sanos, la comparación con los iguales y su efecto en la autoestima deberían ser prioritarios, pues si esto no se desarrolla de forma fluida y positiva, no se puede dedicar la atención a otros aprendizajes.

Por este motivo es necesario que el docente, y también la familia, dediquen momentos de atención silenciosa, de observación sin juicio, desde el acogimiento y la comprensión, a cada uno de sus alumnos, de sus hijos, del grupo y las relaciones que se crean entre los niños. Y para ello hay que renunciar al exceso de actividades. Tendemos a pensar que cuantas más actividades hagan los niños, mejor, y, sin embargo, es mucho más beneficioso pasar la tarde entera en el campo con nosotros, sin prisas y sin hacer nada más que disfrutar de la naturaleza, libres de distracciones en forma de pantalla.

También es preciso que el adulto realice un trabajo de conocimiento propio y que esté dispuesto a seguir aprendiendo, a escuchar y observar desde la intención genuina de abrirse al otro y comprender su necesidad. Y ser capaz de expresar las suyas y hacerse visible, viviendo desde su propósito real. Al igual que necesitamos hacer ejercicio físico para tener un cuerpo sano, es preciso hacer este trabajo de las emociones y del pensar para tener una mente en forma, que nos ayude a ser más felices en vez de dificultarlo.

Si no lo hacemos, los niños no podrán percibirnos como una fuente de ayuda y sabiduría y, perdidos, buscarán falsos ídolos en Tik Tok o se entretendrán con redes que atrapan la emoción y adormecen la voluntad. Es preciso que reaccionemos pronto y evitemos dejar a la infancia en manos de las pantallas, con todo lo que esto significa.

Sé que puede parecer una tarea titánica, pero como decía mi querido amigo Felipe a mis alumnos, somos titanes y titánides, podemos conseguir todo lo que nos proponemos si realmente nos arremangamos y nos lanzamos a ello.

Y desde este trabajo propio podremos acompañar a la infancia en su camino, siendo quienes hemos venido a ser. Ojalá así sea.

“Educar es más difícil que enseñar, porque para enseñar se necesita saber, en cambio para educar se necesita ser” Quino

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Si quieres saber más sobre cómo realizar ese trabajo interior y cómo aprender a mirar a la infancia, echa un ojo a mi libro “Crecer para educar” aquí 😉

*Foto de Suzy Hazelwood

El cuento como lugar de aprendizaje emocional en la infancia

Bosque de cuento de hadas

A menudo intentamos explicar a los niños situaciones de la vida a través de largas explicaciones, que describen, desde el punto de vista del adulto, qué es lo que sucede. En estas ocasiones, nos solemos encontrar la mirada perdida o incluso atenta de un pequeño que nos mira sin comprender realmente lo que estamos diciendo, sin poder asimilar el torrente de palabras que se dirigen hacia él, ya sea por algo que ha hecho o como respuesta a una pregunta.

Esto sucede, entre otros motivos, porque nuestra manera de transmitir conocimiento olvida el lenguaje primordial de la psique humana; el cuento.

Los cuentos tienen la capacidad de mostrar las experiencias que pueden sucedernos en la vida y los posibles caminos que podemos tomar, así como sus consecuencias. Pueden relatar sentimientos, emociones, obstáculos y posibilidades de forma que nos sintamos reflejados, reconociéndonos en sus personajes, empatizando con aquel que está en peligro o sufriendo, y aprendiendo posibles maneras de responder ante una situación dada. De hecho, gran parte de las narraciones que nos han llegado por tradición oral suelen ser cuentos que nos advierten de algún peligro, y se crearon precisamente para prevenir posibles dificultades. Esto confirma el uso ancestral del cuento para llegar a la psique, a lo emocional, y transmitir ciertos valores y experiencias sobre la vida.

El lenguaje de los cuentos habla directamente al alma, la lleva de la mano hacia esa situación que puede estar creando un conflicto y muestra ante ella una imagen completa, llena de matices y pequeños detalles con los que se puede identificar. Esto hace que la sabiduría del cuento nos llegue directamente, sin pasar por un ego que debe defenderse de un juicio o una acusación. Es un espacio íntimo en el que no tenemos público, y por ello podemos reconocer quiénes somos y qué necesitamos.

Los cuentos sirven para dar voz a otras personas, para poder tener una visión más amplia de una situación, comprendiendo también qué sucede desde el otro, sin juzgar las actitudes como buenas o malas. Cada cual sentirá en su interior qué es lo que necesita y qué puede transformar, desde su propia capacidad.

Cada personaje representa un tipo de temperamento diferente, y cada aventura muestra cómo aprovechar las características de nuestra personalidad y también cómo superar algunos obstáculos que aparecen en el camino. El lenguaje sutil de la imagen hace que nos podamos reconocer y adquiramos herramientas para gestionar nuestras emociones pues, de nuevo, es mucho más fácil generar aprendizajes y aprender nuevas estrategias cuando somos nosotros mismos quienes descubrimos cómo somos.

Estas valiosas cualidades del cuento resaltan la importancia de leer y narrar historias a la infancia, ya sean cuentos tradicionales o de nuestra propia invención, pues son uno de los mejores medios para trabajar el mundo emocional.

Por otro lado, es preciso crear y elegir cuentos que describan situaciones desde un punto de vista comprensivo, que ofrezcan un espacio para entender y acoger todo tipo de sentimientos y abran la puerta a posibles soluciones, sin aferrarse a una única respuesta, dejando espacio para que sea el propio oyente quien elabore su sentido, evitando la típica moraleja.

En cualquier caso, es importante no teorizar sobre las emociones en edades tempranas, pues sería como exponer a la luz antes de tiempo las semillas que hemos plantado. Si se riegan acogiendo toda emoción como portadora de información para nuestro desarrollo, con atención y presencia, las semillas se transformarán en hermosas plantas, y los niños en personas emocionalmente lúcidas.

La magia de los cuentos nos acaricia el alma…

Ojalá sepamos mantener la conexión con este mundo lleno de sabiduría y sigan naciendo historias infinitas.

*Este artículo contiene extractos de mi guía didáctica “La enseñanza de la lectoescritura a través del arte”. Es la guía que acompaña el cuento “El tesoro del tío William”. Ambos están disponibles aquí.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

Ilustración de Darkmoon Art

Cómo fomentar el gusto por la lectura en la infancia

Niña sosteniendo un cuento entre sus manos

Hace algunos años llegó a mis manos el libro Como una novela, de Daniel Pennac. Lo leí en dos días, asombrada de ver lo fácil que es equivocarse a la hora de fomentar la lectura en la infancia.

El libro habla precisamente de los motivos que llevan a los niños a relegar e incluso rechazar la lectura, haciendo especial hincapié en la importancia de respetar los derechos del lector, entre ellos, poder elegir lo que se quiere leer y el momento de leerlo.

Es muy difícil disfrutar de la lectura si el libro que lees no te gusta, o si tienes que leer cuando en realidad lo que te apetece es salir a pasear o necesitas solucionar algo. En esas ocasiones, lees y relees el mismo párrafo sin entender lo que pone, pues tu mente está en otro sitio. Y la lectura se convierte en algo arduo y sin sentido.

Esto se hace todavía más cuesta arriba en los inicios del aprendizaje de la lectura, cuando el acto de leer requiere un gran esfuerzo. Entonces es especialmente importante que la lectura tenga un mensaje lo suficientemente interesante como para seguir leyendo, que merezca toda nuestra atención y, a ser posible, nos arranque una sonrisa o nos asombre con su magia.

Y, sin embargo, en muchas ocasiones, los adultos nos empeñamos en que los niños lean lo que nosotros consideramos bueno para ellos, decidiendo incluso el momento de hacerlo, forzando algo que tiene que ser un placer y una elección propia.

La práctica que se suele dar en las escuelas de leer un mismo libro en grupo es difícil que funcione para todos, pues cada alumno es diferente y tiene gustos y capacidades diferentes. Si lo que queremos es fomentar la lectura, debemos respetar que cada uno elija aquello que realmente le gusta. Y no hay que preocuparse si solo eligen cómics, pues tienen muchas ventajas, sobre todo cuando hay ciertas dificultades a la hora de leer; las imágenes dan muchas pistas y enriquecen el texto, haciendo más liviana la lectura.

Es cierto que cada temática tiene una edad recomendada y que es preciso hacer una selección previa de los libros que están a disposición de la infancia, pero no debemos perder de vista la importancia de tener acceso a una colección variada, que incluya todos los formatos y niveles de lectura, para que pueda elegir aquello que realmente sea de su interés. Hablo tanto de los libros que podemos tener en casa como de la biblioteca escolar o de aula.

En cualquier caso, los grandes lectores se forjan ya en la cuna, pues la mejor manera de fomentar la lectura es leer y contar cuentos a los niños desde que nacen. Crear ese momento especial antes de ir a dormir en el que nos encontramos, como si fuera alrededor del fuego cálido de una hoguera, para compartir historias antiguas, mágicas y llenas de sabiduría. Y no perderlo, a ser posible, nunca. Si sienten que pierden ese momento mágico de conexión y calidez porque han aprendido a leer, probablemente no les guste el cambio.

Escuchar una historia nos lleva a un estado de relajación en el que prestamos atención solo al contenido, mientras nuestra mente está ocupada en crear las imágenes que escuchamos.

Leer es algo muy distinto, sobre todo al principio del aprendizaje, cuando nuestro cerebro está tan implicado en la descodificación y codificación de las letras que no podemos prestar atención plena al contenido de la historia.

No se pueden comparar ni son excluyentes entre sí. Es más, se complementan y se nutren, así que es preciso mantener la hora del cuento y también crear momentos en los que cada uno pueda leer su propio cuento, solo o en compañía.

Ya como pensamiento final, hay que tener en cuenta el gran efecto que tiene en la infancia nuestro ejemplo, y lo importante que es que nos vean leer y disfrutar con ello. Que en nuestro hogar haya libros de todo tipo, estanterías llenas de historias que nos conmuevan y nos atraigan. Que exista la posibilidad y la costumbre de acercarse a la biblioteca pública. Que la actividad lectora esté presente en el día a día y que cualquier excusa sea buena para sentarnos a contar un cuento o leer una historia.

Y ya si conseguimos apagar las pantallas de los dispositivos electrónicos en la medida de lo posible y leer libros físicos, llenos de ilustraciones hermosas, con buena luz natural, además de dar un ejemplo digno de imitar, estaremos cuidando nuestra vista y haciendo un gran regalo a nuestra paz mental.

Sara Justo Fernández. Maestra y formadora en pedagogía Waldorf.

Asesora de familia sobre temas educativos, de aprendizaje y crianza.

Autora de los libros Crecer para educar y El tesoro del tío William.

*Para evitar las dificultades en la lectura, es muy importante introducir su enseñanza en el momento adecuado y de forma que haga nacer el entusiasmo y la alegría de descubrir un modo nuevo de comunicarse con el otro. Si forzamos su aprendizaje cuando el niño no está todavía preparado para ello, es muy posible que presente dificultades que, esperando al momento preciso, se pueden evitar.

De todo ello hablo en mi artículo El respeto a la madurez escolar y también en la guía didáctica La enseñanza de la lectoescritura a través del arte, que acompaña y complementa mi próximo libro, El tesoro del tío William, un cuento para el aprendizaje de la lectoescritura desde el enfoque de la pedagogía Waldorf. Si quieres saber más sobre este bonito proyecto, tienes toda la información en el siguiente enlace:

El tesoro del tío William

*Fotografía de Annie Sprat